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《一千零一夜》连载四
作者:未知  文章来源:互联网  点击数  更新时间:2007-09-10 14:38:28  文章录入:admin  责任编辑:admin

HISTORIA DEL MANDADERO Y DE LAS TRES DONCELLAS

“Había en la ciudad de Bagdad un hombre que era soltero y además mozo de cordel.

Un día entre los días, mientras estaba en el zoco, indolentemente apoyado en su espuerta, se paró delante de él una mujer con un ancho manto de tela, de Mussul, en seda sembrada de lentejuelas de oro y forro de brocado. Levantó un poco el velillo de la cara y apa­recieron por debajo dos ojos negros, con largas pestañas, y ¡qué párpa­dos! Era esbelta, sus manos Y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas cualidades. Y dijo con su voz llena de dulzura: “¡Oh mandadero! coge la espuerta y sígueme.” Y el man­dadero, sorprendidísimo, no supo si había oído bien, pero cogió la espuerta y siguió a la joven, hasta que se detuvo a la puerta de una casa. Llamó y salió un nusraní, que por un dinar le dio una medida de aceitunas, y ella las puso en la espuerta, diciendo al mozo: “Lleva eso y sígueme.” Y el mandadero exclamó: “¡Por Alah! ¡Bendito día!” Y cogió otra vez la espuerta y siguió a la joven. Y he aquí que se paró ésta en la frutería y com­pro manzanas de Siria; membrillos osmaní, melocotones de Omán; jaz­munes de Alepo, nenúfares de Da­masco, cohombros del Nilo, limo­nes de Egipto, cidras sultaní, bayas de mirto, flores de henné, ané­monas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado y narci­sos. Y lo metió todo en la espuerta del mandadero, y le dijo: “Llévalo.” Y él lo llevó, y la siguió hasta que llegaron a la carnicería, donde dijo la joven. “Corta diez artal de car­ne”. Y el carnicero cortó los diez artal, y ella los envolvió en hojas de banano, los metió en la espuerta, y dijo: “Llévalo, ¡oh mandade­ro!” Y él lo llevó así, y la siguió hasta encontrar un vendedor de almendras, al cual compró la joven toda clase de almendras, diciendo al mozo. “Llévalo y sígueme.” Y cargó otra vez con la espuerta y la siguió hasta llegar a la tienda de un confitero, y allí compró ella una bandeja y la cubrió de cuanto había en la confitería: enrejados de azúcar con manteca, pastas aterciopeladas perfumadas con almizcle y delicio­samente rellenas, bizcochos llama­dos sabun, pastelillos, tortas de limón, confituras sabrosas, dulces llamado muchabac, bocadillos hue­cos llamados lucmet-el-kadí, otros cuyo nombre es assabihzeinab, he­chos con manteca, miel y leche. Después colocó todas aquellas golo­sinas en la bandeja, y la bandeja encima de la espuerta. Entonces el mandadero dijo: “Si me hubieras avisado habría alquilado una mula para cargar tanta cosa.” Y la joven sonrió al oírlo. Después se detuvo en casa de un destilador y compró diez clases de aguas: de rosas de azahar y otras muchas; y varias bebidas embriagadoras, como asi­mismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, gra­nos de incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de Alejandría. Todo lo metió en la espuerta, y dijo al mozo: “lleva la espuerta y sígue­me.” Y el mozo la siguió, llevando siempre la espuerta, hasta que la joven llegó a un palacio, todo de mármol, con un gran patio que daba al jardín de atrás. Todo era muy lujoso, y el pórtico tenía dos hojas de ébano, adornadas con cha­pas de oro rojo.

La joven llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron. El manda­dero vio entonces que había abierto la puerta otra joven, cuyo talle, ele­gante y gracioso, era un verdadero modelo, especialmente por sus pe­chos redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza, y todas las perfecciones de su talle y de todo lo demás. Su frente era blanca como la primera luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas como la luna creciente del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, su rostro como la luna llena al salir.

Por eso, a su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y que la espuerta se le venía al suelo. Y dijo para sí “¡Por Alah! ¡En mi vida he tenido un día tan bendito como el de hoy!”

Entonces esta joven tan admira­ble dijo a su hermana la proveedora y al mandadero: “¡Entrad, y que la acogida aquí sea para vosotros tan amplia como agradable!”

Y entraron, y acabaron por lle­gar a una sala espaciosa que daba al patio, adornada con brocados de seda y oro, llena de lujosos muebles con incrustaciones de oro, jarrones, asientos esculpidos, cortinas y unos roperos cuidadosamente cerrados. En medio de la sala había un lecho de mármol incrustado con perlas y esplendorosa pedrería, cubierto con un dosel de raso rojo. Sobre él estaba extendido un mosquitero de fina gasa, también roja, y en el lecho había una joven de maravillosa her­mosura, con ojos babilónicos, un talle esbelto como la letra aleph, y un rostro tan bello, que podía envi­diarlo el sol luminoso. Era una es­trella brillante, una noble hermosura de.Arabia, como dijo el poeta:

¡El que mida tu talle, ¡oh joven! y lo campare por su esbeltez con la delicadeza de una rama flexible, juzga con error a pesar de su talento! ¡Por­que tu talle no tiene igual, ni tu cuerpo un hermano!

¡Porque la rama sólo es linda en el árbol y estando desnuda! ¡Mientras que tú eres hermosa de todos modos, y las ropas que te cubren son única­mente una delicia más!

Entonces la joven se levantó, y llegando junto a sus hermanas, les dijo: “¿Por qué permanecéis quie­tas? Quitad la carga de la cabeza de ese hombre.” Entonces entre las tres le aliviaron del peso. Vaciaron la espuerta, pusieron cada cosa en su sitio, y entregando dos dinares al mandadero, le dijeron: “¡Oh man­dadero! vuelve la cara y vete inme­diatamente.” Pero el mozo miraba a las jóvenes, encantado de tanta belleza y tanta perfección, y pen­saba que en su vida había visto nada semejante. Sin embargo, cho­cábele que no hubiese ningún hombre en la casa. En seguida se fijó en lo que allí había de bebidas, frutas, flores olorosas y otras cosas buenas, y admirado hasta el límite de la admiración, no tenía maldita la gana de marcharse.

Entonces la mayor de las donce­llas le dijo: “¿Por qué no te vas? ¿Es que te parece poco el salario?” Y se volvió hacia su hermana, la que había hecho las compras, y le dijo: “Dale otro dinar.” Pero el man­dadero replicó: “¡Par Alah, señoras mías! Mi salario suele ser la cente­sima parte de un dinar, por lo cual no me ha parecido escasa la paga. Pero mi corazón está pendiente de vosotras. Y me pregunto cuál pue­de ser vuestra vida, ya que vivís en esta soledad, y no hay hombre que os haga compañía. ¿No sabéis que un minarete sólo vale algo con la condición de ser uno de los cuatro de la mezquita? Pero ¡oh señoras mías! no sois más que tres, y os falta el cuarto. Ya sabéis que la dicha de las mujeres nunca es per­fecta si no se unen con los hombres. Y, coma dice el poeta, un acorde no será jamás armonioso como no se reúnan cuatro instrumentos: el arpa, el laúd, la cítara y la flauta. Voso­tras, ¡oh señoras mías! sólo sois tres, y os falta el cuarto instrumento: la flauta. ¡Yo seré la flauta, y me conduciré como un hombre prudente, lleno de sagacidad e inteligencia, artista hábil que sabe guardar un secreto!”

Y las jóvenes le dijeron: “¡Oh mandadero! ¿no sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leído lo que dicen los poetas: “Des­confía de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido.”

Pero el mandadero exclamó: “¡Ju­ro por vuestra vida, ¡oh señoras mías! que yo soy un hombre pru­dente, seguro y leal! He leído libros y he estudiado crónicas. Sólo cuento casas agradables, callándome cuidadosamente las cosas tristes. Obro en toda ocasión según dice el poeta:

¡Sólo el hombre juicioso sabe callar el secreto! ¡Sólo los mejores entre los hombres saben cumplir sus promesas!

¡Yo encierro los secretos en una ca­sa de sólidos candados, donde la llave se ha perdido y la puerta está sellada!”

Y escuchando los versos del man­dadero, muchas otras estrofas que recitó y sus improvisaciones rima­das, las tres jóvenes se tranquiliza­ron; pero para no ceder en seguida, le dijeron: “Sabe, ¡oh mandadero! que, en este palacio hemos gastado el dinero en enormes cantidades. ¿Llevas tú encima con que indemni­zarnos? Sólo te podremos invitar con la condición de que gastes mucho oro. ¿Ácaso no es tu deseo permanecer con nosotras, acompa­ñarnos a beber, y singularmente hacernos velar toda la noche, hasta que la aurora bañe nuestros ros­tros?” Y _la mayor de las doncellas añadió: “Amor sin dinero no puede servir de buen contrapeso en el pla­tillo de la balanza.” Y la que había abierto la puerta, dijo: “Si no tie­nes nada, vete sin nada.” Pero en aquel momento intervino la provee­dora, y dijo: “¡Oh hermanas mías! Dejemos eso, ¡por Alah! pues este muchacho en nada ha de amen­guarnos el día. Además, cualquier otro hombre no habría tenido con nosotras tanto comedimiento. Y cuando le toque pagar a él, yo lo abonaré en su lugar.”

Entonces el mandadero se rego­cijó en extremo, y dijo a la que le había defendido: “¡Por Alah! A ti te debo la primer ganancia del día.” Y dijeron las tres: “Quédate, ¡oh buen mandadero! y te tendre­mos sobre nuestra cabeza y nuestros ojos,” Y en seguida la proveedora se levantó y se ajustó el cinturón. Luego dispuso los frascos, clarificó el vino por decantación, preparó el lugar en que habían de reunirse cerca del estanque, y llevó allí cuan­to podían necesitar. Después ofreció el vino y todo el mundo se sentó, y el mandadero en medio de ellas, en el vértigo, pues se figuraba estar soñando.

Y he aquí que la proveedora ofre­ció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron, y así por segun­da y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y la presentó a sus hermanas, y luego al mandadero. Y el mandadero, extasiado, improvisó esta composi­ción rimada:

¡Bebe este vino! ¡Él es la causa de toda nuestra alegría! .¡Él da al que lo bebe fuerzas y salud! ¡Él es el único remedio que cura todos los males!

¡Nadie bebe el vino origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La embriaguez es lo único que puede saturarnos de voluptuosidad!

Después besó las manos a las tres doncellas, y vació la copa. En segui­da, aproximandose a la mayor, le dijo: “¡Oh señora mía! ¡Soy tu escla­vo, tu cosa y tu propiedad!” Y recitó estas estrofas en honor suyo:

¡A tu puerta espera de pie un escla­vo de tus ojos, acaso el más humilde de tus esclavos!

¡Pero, conoce a su dueña! ¡Él sabe cuánta s su generosidad y sus bene­ficios! ¡Y sobre todo, sabe cómo se lo ha de agradecer!

Entonces ella le dijo ofreciéndole la copa: “Bebe, ¡oh amigo mío! que la bebida, te aproveche y la digieras bien. Que ella te de fuerzas para el camino de la verdadera salud.”

Y el mandadero cogió la copa, besó la mano a la joven, y una voz dulce y modulada cantó queda­mente estos versos:

¡Yo ofrezco: a mi amiga un vino resplandeciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas, que sólo la claridad de una llama podría compa­rarse con su espléndida vida!

Ella se digna aceptarlo, pero me dice muy risueña:

“¿Cómo quieres que beba mis pro­pias mejillas?”

Y yo le digo: “¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis lágri­mas, su color rojo mi sangre, y su mezcla en la copa es toda mi alma!

Entonces la joven cogió la copa de manos del mandadero, se la llevó a los labios y después fue a sentarse junto a sus hermanas. Y todas em­pezaron a cantar, a danzar y a jugar con las flores exquisitas. Después siguieron bebiendo en la misma copa hasta que comenzó a anochecer. Las jóvenes dijeron entonces al manda­dero: “Ahora vuelve la cara y vete, y así veremos la anchura de tus hombros.” Pero el mozo exclamo: “¡Por Alah, señoras mías! ¡Más fácil sería a mi alma salir del cuer­po, que a mí dejar esta casa! ¡Junte­mos esta noche con el día, y mañana podrá cada uno ir en busca de su destino por el camino de Alah!” Entonces intervino nuevamente la joven proveedora: “Hermanas, por vuestra vida, invitémosle a pasar la noche con nosotras y nos reiremos mucho con él, porque es muy gracio­so.” Y dijeron entonces al mandade­ro: “Puedes pasar aquí la noche, con la condición de estar bajo nuestro dominio y no pedir ninguna explica­ción sobre lo que veas ni sobre cuan­to ocurra.” Y él respondió: “Así sea, ¡oh señoras mías!” Y ellas añadie­ron: “Levántate y lee lo que está es­crito encima de la puerta.” Y él se levantó, y encima de la puerta vio las siguientes palabras, escritas con letras de oro:

No hables nunca de lo que no te importe, si no, oirás cosas que no te gusten.

Y, el mandadero dijo: “¡Oh seño­ras mías os pongo por testigo de que no he de hablar de lo que no me importe”

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 10a NOCHE

Doniazada dijo: “¡Oh hermana mía! acaba la relación.” Y Schalhra­zada contestó: “Con mucho agrado, y como un deber de generosidad.” Y prosiguió:

He llegado a saber, ¡oh rey pode­roso! que cuando el mandadero hizo su promesa a las jóvenes, se levantó la proveedora, colocó los manjares delante de los comensales, y todos comieron muy regaladamente. Des­pués de esto, encendieron las velas, quemaron maderas olorosas e incien­so, y volvieron a beber y comer todas las golosinas compradas en el zoco, sobre todo el mandadero, que al mismo tiempo decía versos, cerrando los ojos mientras recitaba y moviendo la cabeza. Y de pronto se oyeron fuertes golpes en la puer­ta, lo que no les perturbó en sus placeres, pero al fin la menor de las jóvenes se levantó, fue a la puerta, y luego volvió y dijo: “Bien llena va a estar nuestra mesa esta noche, pues acabo de encontrar junto a la puerta a tres ahjam con las barbas afeitadas y tuertos del ojo izquierdo. Es una coincidencia asombrosa. He visto inmediatamente que eran ex­tranjeros, y deben venir del país de los Rum. Cada uno es diferente, pero los tres son tan ridículos de fisonomía, que hacen reír. Si los hiciésemos entrar nos divertiríamos con ellos.” Y sus hermanas acepta­ron, “Diles que pueden entrar; pero entérales de que no deben hablar de lo que no les importe, si no quieren oír cosas desagradables.” Y la joven corrió a la puerta, muy alegre, y volvió trayendo a los tres tuertos. Llevaban las mejillas afei­tadas, con unos bigotes retorcidos y tiesos, y todo indicaba que perte­necían a la cofradía de mendicantes llamados saalik.

Apenas entraron, desearon la paz a la concurrencia, las jóvenes se quedaron de pie y los invitaran a. sentarse. Una vez sentados, los saa­lik miraron al mandadero, y supo­niendo que pertenecía a su cofradía, dijeron: “Es un saalik como nos­otros, y podrá hacernos amistosa compañía.” Pero el mozo, que los había oído, se levantó de súbito los miró airadamente, y exclamó: “Dejadme en paz, que para nada necesito vuestro afecto. Y empezad por cumplir lo que veréis escrito encima de esa puerta.” Las donce­llas estallaron de risa al oír estas palabras, y se decían: “Vamos a divertirnos con este mozo y los saalik.” Después ofrecieron manja­res a los saalik, que los comieron muy gustosamente. Y la más joven les ofreció de beber, y los saalik bebieron uno tras otro. Y cuando la copa estuvo en circulación, dijo el mandadero: “Hermanos nuestros, ¿lleváis en el saco alguna historia o alguna maravillosa aventura con qué divertirnos?” Estas palabras los esti­mularon, y pidieron que les trajesen instrumentos. Y entonces la más joven les trajo inmediatamente un pandero de Mussul adornado con cascabeles, un laúd de Irak y una flauta de Persia. Y los tres saalik se pusieron de pie, y uno cogió el pandero, otro el laúd y el tercero la flauta. Y los tres empezaron a tocar, y las doncellas los acompa­ñaban con sus cantos. Y el manda­dero se moría de gusto, admirando la hermosa voz de aquellas mujeres.

En este momento volvieron a llamar a la puerta. Y como de cos­tumbre, acudió a abrir la más joven de las tres doncellas.

Y he aquí el motivo de que hubiesen llamado:

Aquella noche, el califa Harún Al-Rachid había salido a recorrer la ciudad, para ver y escuchar por si mismo cuanto ocurriese. Le acom­pañaba su visir Giafar-Al-Barmaki y el porta-alfanje Masrur, ejecutor de sus justicias. El califa en estos casos acostumbraba a disfrazarse de mer­cader.

Y paseando por las calles había llegado frente a aquella casa y había oído los instrumentos y los ecos de la fiesta. el califa dijo al visir Giafar: “Quiero que entremos en esta casa para saber qué son esas voces.” Y el visir Giafar replicó: “Acaso sea un atajo de borrachos, y convendría precavernos por si nos hiciesen alguna mala partida.” Pero el califa dijo: “Es mi voluntad entrar ahí. Quiero que busques la forma de entrar y sorprenderlos.” Al oír esa orden, el visir contestó: “Escu­cho y obedezco.” Y Giafar avanzó llamó a la puerta. Y al momento fue a abrir la más joven de las tres hermanas.

Cuando la joven hubo abierto la puerta, el visir le dijo: “¡Oh señora mía! somos mercaderes de Tabaria. Hace diez días llegamos a Bagdad con nuestras géneros, y habitamos en el khan de los mercaderes. Uno de las comerciantes del khan nos ha convidado a su casa y nos ha dado­ de comer. Después de la comida, que ha durado una hora, nos ha dejado en libertad de marcharnos. Hemos salido, pero ya era de noche, y como somos extranjeros, hemos perdido el camino del khan y ahora nos dirigimos fervorosamente a vues­tra generosidad para que nos per­Imitáis entrar y pasar la noche aquí. Y ¡Alah os tendrá en cuenta esta buena obra!”

Entonces la joven los miró, le pareció que en efecto tenían maneras de mercaderes y un aspecto muy respetable, por lo cual fue a buscar a sus dos hermanas para pedirles parecer. Y ellas le dijeron: “Déjales entrar.” Entonces fue a abrirles la puerta, y le preguntaron: “¿Pode­mos entrar, con vuestro permiso?” Y ella contestó: “Entrad.” Y entra­ron el califa, el visir y el porta­-alfanje, y al verlos, las jóvenes se pusieron de pie y les dijeron: “¡Sed bien venidos, y que la acogida en esta casa os sea tan amplia como amistosa! Sentaos, ¡oh huéspedes nuestros! Sólo tenemos que impo­neros una condición: No habléis de lo que no os importe, si no que­réis oír cosas que no os gusten.” Y ellos respondieron: “Ciertamente que sí.” Y se sentaron, y fueron invitados a beber y a que circulase entre ellos la copa. Después el califa miró a los tres saalik, y se asombró mucho de ver que los tres estaban tuertos del ojo izquierdo. Y miró en seguida a las jóvenes, y al, adver­tir su hermosura y su gracia, quedó aún más perplejo y sorprendido. Las doncellas siguieron conversando con los convidados; invitándoles a beber con ellas, y luego presentaron un vino exquisito al califa, pero éste lo rechazó, diciendo: “Soy un buen hadj”. Entonces la más joven se levantó y colocó delante de él una mesita con incrustaciones finas, encima de la cual puso una taza de porcelana de China, y echó en ella agua de la fuente, que enfrió con un pedazo de hielo, y lo mezcló todo con azúcar y agua de rosas, y después se lo presentó al califa. Y él aceptó, y le dio las gracias, diciendo para sí: “Mañana tengo que recompensaría por su acción y por todo el bien que hace.”

Las doncellas siguieron cumpliera­do sus deberes de hospitalidad y sirviendo de beber. Pero, cuando el vino produjo sus efectos, la mayor de las tres hermanas se levantó, cogió de la mano a la proveedora, y le dijo: “¡Oh hermana mía! leván­tate y cumplamos nuestro deber.” Y su hermana le contestó: “Me tienes a tus órdenes.” Entonces la más pequeña se levantó también, y dijo a los saalik que se apartaran del centro de la sala y que fuesen a colocarse junto a las puertas. Quitó cuanto había en medio del salón y lo limpió. Las otras dos hermanas llamaron al mandadero, y le dijeron: “¡Por Alah! ¡Cuán poco nos ayu­das! Cuenta que no eres un extraño, sino de la casa.” Y entonces el mozo se levantó, se remangó la túni­ca, y apretándose el cinturón, dijo: “Mandad y obedeceré.” Y ellas con­testaron: “Aguarda en tu sitio.” Y a los pocos momentos le dijo la pro­veedora: “Sígueme, que podrás ayu­darme.”

Y la siguió fuera de la sala, y vio las perras de la especie de las perras negras, que llevaban cadenas al cue­llo. El mandadero las cogió y las llevó al centro de la sala. Entonces la mayor de las hermanas se remangó el brazo, cogió un látigo, y dijo al mozo: “Trae aquí una de esas perras.” Y el mandadero, tirando de la cadena del animal, le obligó a acercarse, y la perra se echó a llorar y levantó la cabeza hacia la joven. Pero ésta, sin cuidarse de ello, la tumbó a sus pies, y empezó a darle latigazos en la cabeza, y la perra chillaba y lloraba, y la joven no la dejó de azotar hasta que se le cansó el brazo. Entonces tiró el látigo, cogió a la perra en brazos, la estrechó contra su pecho, le seco las lágrimas y la besó en la cabeza, que le tenía cogida entre sus manos. Después dijo al mandadero: “Llévatela, y tráeme la otra.” Y el mandadero trajo la otra, y la joven la trató lo mismo que a la primera.

Entonces el califa sintió que su corazón se llenaba de lástima y que el pecho se le oprimía de tristeza, y guiñó el ojo al visir Giafar para que interrogase sobre aquello a la joven, pero el visir le respondió por señas que lo mejor era callarse.

En seguida la mayor de las donce­llas se dirigió a sus hermanas, y les dijo: “Hagamos lo que es nuestra costumbre.” Y las otras contestaron: “Obedecemos.” Y entonces se subió al lecho, chapeado de plata y de oro, y dijo a las otras dos: “Veamos ahora lo que sabéis.” Y la más peque­ña se subió al lecho, mientras que la otra se marchó a sus habitaciones y volvió trayendo una bolsa de raso con flecos de seda verde; se detuvo delante de las jóvenes, abrió la bolsa y extrajo de ella un laúd. Después se lo entregó a su hermana pequeña, que lo templó, y se puso a tañerlo, cantando estas estrofas con una vez sollozante y conmovida:

¡Por piedad! ¡Devolved a mis pár­pados el sueño que de ellos ha huido! ¡Decidme dónde ha ido a parar mi razón!

¡Cuando permití que el amor pene­trase en mi morada, se enojó conmigo, el ceño y me abandonó?

Y me preguntaban: “¿Qué has hecho: para verte así, tú que eres de los que recorren el camino recto y seguro? ¡Dinos quién te ha extraviado de ese modo!”

Y les dije; “¡No seré yo, sino ella, quiera os responda! ¡Yo sólo puedo deciros que mi sangre, toda mi sangre, le pertenece! ¡Y siempre he de preferir veterla por ella a conservarla torpe­mente en mí!

“¡He elegido una mujer para poner en ella mis pensamientos, mis pensa­mientos que reflejan su imagen! ¡Si expulsara esa imagen, se consumirían mis entrañas con un fuego devorador!

“¡Si la vierais, me disculparíais! ¡Por­que el mismo Alah cinceló esa joya con el licor de la vida; y con lo que quedó de ese licor fabricó la granada y las perlas!”

Y me dicen: “¿Pero encuentras en el objeto amado otra cosa que lágri­mas, peñas y escasos placeres?

¿No sabes que al mirarte en el agua límpida sólo verás tu sombra? ¡bebes de un manantial cuya agua sacia antes de ser saboreada!”

Y yo contesto: “¡No creáis que bebiendo se ha apoderado de mí la embriaguez, sino sólo mirando! ¡No fue preciso más; esto bastó para qué el sueño huyera por siempre de mis ojos!

“¡Y no son las cosas pasadas las que me consumen, sino solamente el pasado de ella! ¡No son las cosas amadas de que me separé las que me han puesto en este estado, sino sola­mente la separación de ella!

“¿Podría volver mis miradas hacia otra, cuando toda mi alma está unida a su cuerpo perfumado a sus aromas de ámbar y almizcle?”

Cuando acaba de cantar, su her­mana le dijo: “¡Ojalá te consuele Alah, hermana mía!” Pero tal aflic­ción se apoderó de la joven portera, que se desgarró las vestiduras y cayó desmayada en el suelo.

Pero al caer, como una parte de su cuerpo quedó descubierta, el califa vio en él huellas de latigazos y vára­zos, y se asombró hasta el límite del asombro. La proveedora roció la cara de su hermana, y luego que recobró el sentido, le trajo un vestido nuevo y se lo puso.

Entonces el califa dijo a Giafar: ¿No te conmueven estas cosas? ¿No has visto señales de golpes en el cuerpo de esa mujer? Yo no puedo callarme, y no descansaré hasta des­cubrir la verdad de todo esto, y sobre todo, esa aventura de las dos perras.” Y el visir contestó: “¡Oh mi señor, corona de mi cabeza! recuerda la condición que nos impusieron: No hables de lo que no te importe, si no quieres oír cosas que no te gusten.”

Y mientras tanto, la proveedora se levantó, cogió el laúd; lo apoyó en su redonda seno, y se puso a cantar:

¿Qué responderíamos si vinieran a darnos quejas de amor? ¿Qué haríamos si el amor nos dañara?

¡Si confiáramos a un intérprete que respondiese en nuestro nombre, este intérprete no sabría traducir todas las quejas de un corazón enamorado!

¡Y si sufrimos con paciencia y era silencio en ausencia del amado, pronto nos pondrá el dolor a las puertas de la muerte!

¡Oh dolor!` ¡Para npsotros sólo hay penas y duelo: las lágrimas resbalan por las mejillas!

Y tú, querido ausente, que has huido de las miradas de mis ojos cortando las lazos que te unían a mis entrañas.

Di, ¿conservas algún recuerdo de nuestro amor pasado, una huella, pe­queña que dure a pesar del tiempo?

¿O has olvidado, con la ausencia, el amor que agotó mi espíritu y me puso en tal estado de aniquilamiento y postración?

¡Si mí sino es vivir desterrada, algún día pediré cuentas de estos sufrimientos a Alah, nuestro Señor!

Al oír este canto tan triste, la mayor de las doncellas se desgarró las vestiduras, y cayó desmayada. Y la proveedora se levantó y le puso un vestido nuevo, después de haber cui­dado de rociarle la cara con agua para que volviese de su desmayo. Entonces, algo repuesta, se sentó la joven en el lecho, y dijo a su herma­na: “Te ruego que cantes para que podamos pagar nuestrás deudas. ¡Aunque sólo sea una vez!” Y la proveedora templó de nuevo el laúd y cantó las siguientes estrofas:

¿Hasta cuándo durarán esta separación y este abandono tan cruel? ¿No sabes qué a mis ojos ya no les quedan lágrimas?

¡Me abandonas! ¿Pera no crees que rompes así la antigua amistad? ¡Oh! ¡si tu objeto era despertar mis celos, lo has logrado!

¡Si el maldito Destino siempre ayu­dase a los hombres amorosos, las pobres mujeres no tendrían tiempo para diri­gir reconvenciones a los amantes infie­les!

¿A quién me quejaré para desahogar un poco mis desdichas, las desdichas causadas por tu mano, asesino de mi corazón?.. ¡Áy de mi! ¿Qué recurso le queda al que perdió la garantía de su crédito? ¿Cómo cobrar la deuda?

¡Y la tristeza de mi corazón dolorido crece con la locura de mi deseo hacia tí! ¡Te busco! ¡Tengo tus promesas! Pero tú ¿dónde estás?

¡Oh hermanos! ¡os lego la obliga­ción de vengarme del infiel! ¡Que sufra padecimientos como los míos! ¡Que apenas vaya a cerrar los ojos para el sueño, se los abra en seguida el insomnio largamente!

¡Por tu amor he sufrido las peores humillaciones! ¡Deseo, pues, que otro en mi lugar goce las mayores satisfacciones a costa tuya!

¡Hasta hay me ha tocado padecer por su amor! ¡Pero a él, que de mí se burla, le tocará sufrir mañana!

Al oír esto cayó desmayada otra vez la más joven de las hermanas; y su cuerpo apareció señalado por el látigo.

Entonces dijeron los tres saalik: “Más nos habría valido no entrar en esta casa, aunque hubiéramos pasado la noche sobre un montón de escombros, porque este espectáculo nos apena de tal modo, que acabará por destruirnos la espina dorsal.” Entonces el califa, volvién­lose hacia ellos, les dijo: “¿Y por qué es eso?” Y contestaron: “Porque nos ha emocionado mucho lo que acaba de ocurrir.” Y el califa les preguntó: “¿De modo que no sois de la casa?” Y contestaron: “Nada de eso. El que parece serlo es ese que está a tu lado.” Entonces exclamó el mandadero: “¡Por Alah! Esta noche he entrado en esta casa por primera vez, y mejor habría sido dormir sobre un montón de piedras.”

Entonces dijeron: “Somos siete hombres, y ellas sólo son tres muje­res. Preguntemos la explicación de lo ocurrido, y si no quieren contes­tarnos de grado, que lo hagan a la fuerza.” Y todos se concertaron para obrar de ese modo, menos el visir, que les dijo: “¿Creéis que vuestro propósito es justo y honrado? Pensad que somos sus huéspedes, nos han impuesto condiciones y debemos cumplirlas Además, he aquí que se acaba la noche, y pronto irá cada uno a buscar su suerte por el camino de Alah.” Después guiñó el ojo al califa, y llevándole aparte, le dijo: “Sólo nos queda que permanecer aquí una hora. Te prometo que mañana pondré entre tus manos a estas jóvenes, y entonces las podrás preguntar su historia.” Pero el califa rehusó y dijo: “No tengo paciencia para aguardar a mañana.” Y siguie­ron hablando todos, hasta que aca­baron por preguntarse: “¿cuál de nosotros les dirigirá la pregunta?” Y algunos opinaron que eso le corres­pondía al mandadero.

A todo esto, las jóvenes les pre­guntaron: “¿De qué habláis, buena gente?” Entonces el mandadero se levantó, se puso delante de la mayor de las tres hermanas, y le dijo: “¡Oh soberana mía! En nombre de Alah te pido y te conjuro, de parte de todos los convidados, que nos cuentes la historia de esas dos perras negras, y por qué las has castigado tanto, para llorar después y besarlas. Y dinos también, para que nos entere­mos, la causa de esas huellas de lati­gazos que se ven en el cuerpo de tu hermana. Tal es nuestra petición. Y ahora, ¡que la paz sea contigo!” Entonces la joven les preguntó a todos. “¿Es cierto lo que dice este mandadero en vuestro nombre?” Y todos, excepto el visir, contestaron “Cierto es,” Y el visir no dijo ni una palabra.

Entonces la joven, al oír su res­puesta, les dijo: “¡Por Alah, hués­pedes míos! Acabáis de ofendernos de la peor manera. Ya se os advirtió oportunamente que si alguien habla­ba de lo que no le importase, oiría lo que no le había de gustar. ¿No os ha bastado entrar en esta casa y come­ros nuestras provisiones? Pero no tenéis vosotros la culpa, sino nuestra hermana, por haberos traído.”

Y dicho esto, se remangó el brazo, dio tres veces con el pie en el suelo, y gritó: “¡Holal ¡Venid en seguida!” E inmediatamente se abrió uno de los roperos cubiertos por cortinajes, y aparecieron siete negros, altos y robustos, que blandían agudos alfan­jes. Y la dueña les dijo: “Atad los brazos a esa gente de lengua larga, y amarradlos unos a otros.” Y eje­cutada la orden, dijeron los negros: “¡Oh señora nuestral ¡Oh flor oculta a las miradas de los hombres! ¿nos permites que les cortemos la cabeza?” Y ella contestó: “Aguardad una ho­ra, que antes de degollarlos he de interrogar para saber quiénes son.”

Entonces exclamó el mandadero: “¡Por Alah, oh señora mía! no me mates por el crimen de estos hom­bres. Todos han faltado y todos han cometido un acto criminal, pero yo no. ¡Por Alah! ¡Qué noche tan di­chosa y tan agradable habríamos pasado si no hubiésemos visto a es­tos malditos saalik! Porque estos saalik de mal agüero son capaces de destruir la más floreciente de las ciudades sólo con entrar` en ella.”

Y en seguida recitó esta estrofa:

¡Qué hermoso es el perdón del fuerte!

¡Y sobre todo; qué hermoso cuando se otorga al indefenso!

¡Yo te conjuro por la inviolable amistad que existe entre los dos: no mates al inocente por causa del cul­pable!

Cuando el mandadero acabó de recitar, la joven se echó a reir.

En este momento de su narración; Schahrazada vio aproximarse la ma­ñana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 11a NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que cuando la joven se echó a reír, después de haberse indignado, se acercó a los concurrentes, y dilo: “Cantadme cuanto tengáis que con­tar, pues sólo os queda una hora de vida. Y si tengo tanta paciencia, es porque sois gente humilde, que si fue­seis de los notables, o de los grandes de vuestra tribu, o si fueseis de los que gobiernan, ya os habría casti­gado.”

Entonces el califa dijo al visir: “¡Desdichados de nosotros, oh Gia­far! Revélale quiénes somos, si no, va a matarnos.” Y el visir contestó: “Bien merecido nos está.” Pero el califa dijo: '`No es ocasión oportuna para bromas; el caso es muy serio, y cada cosa en su tiempo.”

Entonces la joven se acercó a los saalik, y les dijo: “¿Sois hermanos?” Y contestaron ellos; “¡No, por Alah! Somos los más pobres de los pobres, y vivimos de nuestro oficio, haciendo escarificaciones y poniendo vento­sas.” Entonces fue preguntando a cada uno: “¿Naciste tuerto, tal como ahora estás?” Y el primero de ellos contestó: “¡No, por Alah! Pero la historia de mi desgracia es tan asom­brosa, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyera con respeto.” Y los otros dos contestaron lo mismo, y luego dijeron los tres: “Cada uno de nos­otros es de un país distinto, pero nuestras historias no pueden, ser más maravillosas, ni nuestras aventuras más prodigiosamente extrañas.”. En­tonces dijo, la joven: “Que cada cual cuente su historia, y después se llevé la mano a la frente para darnos las gracias, y se vaya en busca de su des­tino.

El mandadero fue el primero que se adelantó y dijo: “¡Oh señora mía! Yo soy sencillamente un mandadero, y nada más. Vuestra hermana me hizo cargar con muchas cosas y venir aquí. Me ha ocurrido con vosotras lo que sabéis muy bien, y no he de repetirlo ahora, por razones que se os alcanzan. Y tal es toda mi historia. Y nada podré añadir a ella, sino que os deseo la paz.”

Entonces la joven le dijo: “¡Vaya! llévate la mano a la cabeza, para ver si está todavía en su sitio, arré­glate el pelo, y márchate:` Pero re­plicó el mozo: “¡Oh! ¡No, por Alah! No me he de ir hasta que oiga el relato de mis compañeros.”

Entonces el primer saaluk entre los saalik, avanzó para contar su his­toria, y dijo:

HISTORIA DEL PRIMER SAALUK

“Voy a contarte, ¡oh mi señora! el motivo de que me afeitara las barbas y de haber perdido un ojo.

Sabe, pues, que mi padre era rey. Tenía un hermano, y ese hermano era rey en otra ciudad. Y ocurrió la coincidencia de que el mismo día que mi madre me parió nació también mi primo.

Después pasaron los años, y des­pués de los años y los días, mi primo y yo crecimos. He de decirte que, con intervalos de algunos años, iba a visitar a mi tío y a pasar con él algu­nos meses. La última vez que le visité me dispensó mi primo una acogida de las más amplias y más generosas, y mandó degollar varios carneros en mi honor y clarificar numerosos vinos. Luego empezamos a beber, hasta que el vino pudo más que nosotros. Entonces mi primo me dijo: “¡Oh primo mío Ya sabes que te quiero extremadamente, y te he de pedir una cosa importante. No qui­siera que me la negases ni que me impidieses hacer lo que he resuelto.” Y yo le contesté: “Así sea, con toda la simpatía y generosidad de mi cora­zón.” Y para fiar más en mí, me hizo prestar el más sagrado de los jura­mentos, haciéndome jurar sobre el Libro Noble. Y en seguida se levantó, se ausentó unos instantes, y después volvió con una mujer ricamente ves­tida y perfumada, con un atavío tan fastuoso, que suponía una gran rique­za. Y volviéndose hacia mí, con la mujer detrás de él, me dijo: “Toma esta mujer y acompáñala al sitio que voy a indicarte.” Y me señaló el sitío, explicándolo tan detalladamen­te que lo comprendí muy bien. Lue­go añadió: “Allí encontrarás una tumba entre las otras tumbas, y en ella me aguardarás.” Yo no me pude negar a ello, porque había jurado con la mano derecha. Y cogí a la mujer, y marchamos al sitio que me había indicado, y nos sentamos allí para esperar a mi primo, que no tar­dó en presentarse, llevando una vasija llena de agua; un saco con yeso y una piqueta. Y lo dejó todo, en el suelo, conservando en la mano nada más que la piqueta, y marchó hacia la tumba, quitó una por una las piedras y las puso aparte. Después cavó con la piqueta hasta descubrir una gran losa. La levantó, y apa­reció una escalera abovedada. Se volvió entonces hacia la mujer, y le dijo: “Ahora puedes elegir.” Y la mujer bajó en seguida la escalera y desapareció. Entonces él se volvió hacia mí y me dijo: “¡Oh primo mío! te ruego que acabes de comple­tar este favor, y que, cuando haya bajado, eches la losa y la cubras con tierra, como estaba. Y así completa­rás este favor que me has hecho. En cuanto al yeso que hay en el saco y en cuanto al agua de la vasija, los mezclarás bien y después pondrás las piedras como antes, y con la mez­cla llenarás las junturas de modo que nadie, pueda adivinar que es obra reciente. Porque hace un año que estoy haciendo este trabajo, y sólo Alah lo sabe.” Y luego añadió: “Y ahora ruega a Alah que no me abru­me de tristeza por estar lejos de ti, primo mío.” En seguida bajó la esca­lera, y desapareció en la tumba. Cuando hubo desaparecido de mi vis­ta, me levanté, volví a poner la losa, e hice, todo lo demás que me había mandado, de modo que la tumba quedó como antes estaba.

Regresé al palacio, pero mi tío se haba ido de caza, y entonces decidí acostarme aquella noche. Después, cuando vino la manana, comencé a reflexionar sobre todas las cosas de la noche anterior, y singularmente sobre lo que me había ocurrido con mi primo, y me arrepentí de cuánto había hecho. ¡Pero con el arrepentí­miento no remediaba nada! Entonces volví hacia las tumbas y busqué, sin poder encontrarla, aquella en que se había encerrado mi primo. Y seguí buscando hasta cerca del anochecer, sin hallar ningún rastro. Regresé entonces al palacio y no podía beber, ni comer, ni apartar el recuerdo de lo que me había ocurrido con mi primo, sin poder descubrir qué era de él. Y me afligí con una aflicción tan considerable, que toda la noche la pasé muy apenado hasta la mañana. Marché en seguida otra vez al cemen­terio, y volví a buscar la tumba entre todas las demás, pero sin ningún resultado. Y continué mis pesquisas durante siete días más, sin encontrar el verdadero camino. Por lo cual aumentaron de tal modo mis temo­res, que creí volverme loco.

Decidí viajar, en busca de remedio para mi aflicción, y regresé al país de mi padre. Pero al llegar a las puertas de la ciudad salió un grupo de hombres, se echaron sobre mi y me ataron los brazos. Entonces me quedé completamente asombra­do, puesto que yo era el hijo del sultán y, aquellos los servidores de mi padre y también mis esclavos. Y me entró un miedo muy grande, y pensaba: “¿Quién sabe lo que le habrá podido ocurrir a mi padre?” Y pregunté a los que me habían atado los brazos, y no quisieron con­testarme. Pero poco después, uno de ellos, esclavo mío, me dijo: “La suerte no se ha mostrado propicia con tu padre. Los soldados le han hecho traición y el visir lo ha man­dado matar. Nosotros estabamos emboscados, aguardando que cayeses en nuestras manos.”

Luego me condujeron a viva fuer­za. Yo no sabía lo que me pasaba, pues la muerte de mi padre me había llenado de dolor. Y me entregaron entre las manos del visir que había matado a mi padre. Pero entre este visir y yo existía un odio muy anti­guo. Y la causa de este odio consistía en que yo, de joven, fui muy aficio­nado al tiro de ballesta, y ocurrió la desgracia de que un día entre los días me hallaba en la azotea del pala­cio de mi padre, cuando un gran pájaro descendió sobre la azotea del palacio del visir, el cual estaba en ella. Quise matar al pájaro con la ballesta, pero la ballesta erró al pája­ro, hirió en un ojo al visir y se lo hundió, por voluntad y juicio escrito de Alah. Ya lo dijo el poeta:

¡Deja que se cumplan los destinos; no quieras desviar el fallo de los jueces de la tierra!

¡No sientas alegría ni aflicción por ninguna cosa, pues las cosas no son eternas!

¡Se ha cumplido nuestro destino; hemos seguido con toda fidelidad los renglones escritos por la Suerte; por­que aquel para quien, la Suerte escribió un renglón, no tiene más remedio que seguirlo!

Y el saaluk prosiguió de este modo

Cuando dejé tuerto al visir, no se atrevió a reclamar en contra mía, porque mi padre era el rey del país. Pero esta era la causa de su odio.

Y cuando me presentaron a él, con los brazos atados, dispuso que me cortaran la cabeza. Entonces le dije: ¿Por qué me matas si no he come­tido ningún crimen?” Y contestó: “¿Qué mayor crimen que éste?” Y señalaba su ojo huero. Y yo dije: “Eso lo hice contra mi voluntad.” Pero él replicó: “Si lo hiciste contra tu voluntad, yo voy a hacerlo con toda la mía.” Y dispuso: “¡Traedlo a mis manos!” Y me llevaron entre sus manos.

Entonces extendió la mano, clavó su dedo en mi ojo izquierdo, y lo hundió completamente.

¡Y desde entonces estoy tuerto, como todos veis!

Hecho esto, ordenó que me mata­sen y me metiesen en un cajón. Des­pués llamó al verdugo, y le dijo: “Te lo entrego. Desenvaina tu alfanje y lleva a este hombre fuera de la ciu­dad; lo matas y le dejas allí para que se lo coman las fieras.”

Entonces el verdugo me llevó fue­ra de la ciudad. Y me sacó de la caja con las manos atadas y los pies encadenados, y me quiso vendar los ojos antes de matarme. Pero entonces rompí a llorar y recité estas estrofas:

¡Te elegí como firme coraza para librarme de mis enemigos, y eres la lanza y el agudo hierro con que me atraviesan!

¡Cuando disponía del poder, mi mano derecha, la que debía castigar, se abs­tenía, pasando el arma a mi mano izquierda, que no la sabía esgrimir! ¡Así obraba yo!

¡No insistáis, os lo ruego, en vues­tros reproches crueles; dejad que sólo los enemigos me arrojen las flechas dolorosas!

¡Conceded a mi pobre alma, tortura­da por los enemigos, el don del silen­cio; no la oprimáis más con la dureza y el peso de vuestras palabras!

¡Confié en mis amigos para que me sirviesen de sólidas corazas; y así lo hicieron, pero en manos de los enemi­gos y contra mí!

¡Los elegí para que me sirviesen de flechas mortales; y lo fueron, pero con­tra mi corazón!

¡Cultivé sus corazones para hacerlos, fieles; y fueron fieles, pero a otros amores!

¡Los cuidé fervorosamente para que fuesen constantes; y lo fueron, pero en la traición!

Cuando el verdugo oyó éstos ver­sos, recordó que había servido a mi padre y que yo le había colmado de beneficios, y me dijo: “¿Cómo iba yo a matarte, si soy tu esclavo?” Y añadió: “Escápate. ¡Te salvo la vida! Pero no vuelvas a esta comarca, porque perecerías y me harías perecer contigo, según dice el poeta:

¡Anda! ¡Libértate, amigo, y salva a tu alma de la tiranía! ¡Deja que las casas sirvan de tumba a quienes las han construido!

¡Anda! ¡Podrás encontrar otras tie­rras que las tuyas, otros países distintos de tu país, pero nunca hallarás mas alma que tu alma!

¡Piensa que es muy insensato vivir en un país de humillaciones, cuando la tierra de Alah es ancha hasta lo infinito!

¡Sin embargo... está escrito! ¡Está escrito que el hombre destinado a morir en un país no podrá morir más que en el país de su destino! Pero, ¿sabes tú cuál es el país de, tu des­tino?...

¡Y sobre todo, no olvides nunca que el cuello del león no llega a su des­arrollo hasta que su alma se ha desarro­llado, con toda libertad!

Cuando acabó de recitar estos ver­sos le besé las manos, y mientras no me vi muy lejos de aquellos lugares no pude creer en mi salvación.

Pensando que había salvado la vida, pude consolarme de haber per­dido un ojo, y seguí caminando, hasta llegar a la ciudad de mi tío. Entré en su palacio y le referí todo lo que le había ocurrido a mi padre y todo lo qué me había ocurrido o mí. Entonces derramó muchas lágrimas, y exclamó “¡Oh sobrino mío! vienes a añadir una aflicción a mis afliccio­nes y un dolor a mis dolores. Porque has de saber que el hijo de tu pobre tío ha desaparecido hace muchos días, y nadie sabe dónde está.” Y rompió a llorar tanto, que se desma­yó. Cazando volvió en sí, me dijo: “Estaba afligidísimo por tu primo, y ahora se.aumenta mi dolor con lo ocurrido a ti y a tu padre. En cuanto a ti, ¡oh hijo mío! más vale haber perdido un ojo que la vida.”

Al oírle hablar de este modo, no pude callar por más tiempo lo que le había ocurrido a mi primo, y le revelé toda la verdad. Mi tío, al sa­berla, se alegró hasta el límite de la alegría; y me dijo: “Llévame en seguida a esa tumba.” Y contesté: ¡Por Alah! no sé donde está esa tumba. He ido muchas veces a bus­carla, sin poder dar con ella.”

Entonces nos fuimos al cementerio, y al fin, después de buscar en todos sentidos, acabé por encontrarla. Y yo y mi tío llegamos al límite de la alegría, y entramos en la bóveda, quitamos la tierra, apartamos la losa y descendimos los cincuenta peldaños que tenía la escalera. Al llegar abajo, subió hacia nosotros una humareda que nos cegaba. Pero en seguida mi tío pronunció la Palabra que libra de todo temor a quien la dice, y es ésta: “¡No hay poder ni fuerza mas que en Alah, el Altísimo, el Omni­potente!”

Después seguimos andando, hasta llegar a un gran salón que estaba lleno de harina y de grano de todas las especies, de manjares de todas clases y de otras muchas cosas. Y vimos en medio del salón un lecho cubierto por unas cortinas. Mi tío miró hacia el interior del lecho, y vio a su hijo en brazos de aquella mujer que le había acompañado, pero ambos estaban totalmente con­vertidos en carbón, como si los hu­bieran echado en un horno.

Al verlos, escupió mi tío en la cara de su hijo, y exclamó: “Mereces el suplicio de este bajo mundo que ahora sufres, pero aún te falta el del otro, que es mas terrible y más dura­dero.” Y después de haberle escupí­do, se descalzó una babucha, y con la suela le dio en la cara.

En este momento de su narración, Schahrazada vio aproximarse la ma­ñana, y discretamente no quiso abu­sar del permiso que se le había concedido.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 12a NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el saaluk, mientras la concurrencia escuchaba su relato prosiguió diciendo a la joven:

Después que mi tío dio con la babucha en la cara de su hijo, que estaba allí tendido y hecho carbón, me quedé prodigiosamente sorpren­dido ante aquel golpe. Y me afligió mucho ver a mi primo convertido en carbón, ¡tan joven como era! Y en seguida exclamé: “¡Por Alah! ¡oh tío mío! Alivia un poco los pesares de tu corazón. Porque yo sufro mu­cho con lo que ha ocurrido a tu hijo. Y sobre todo, me aflige verlo convertido en carbón, lo mismo que a esa joven, y que tú, no contento con esto, le pegues con la suela de tu babucha.” Entonces mi tío me contó lo siguiente:

“¡Oh sobrino mío! Sabe que este joven, que es mi hijo, ardió en amo­res por su hermana desde la niñez. Y yo siempre le alejaba de ella, y me decía: “Debo estar tranquilo, porque aún son muy jóvenes.” Sin embargo, eché a mi hijo una reprimenda terri­ble y le dije: “¡Cuidado con esas ac­ciones que nadie ha cometido hasta ahora, ni nadie cometerá después! ¡Cuenta que no habría reyes que tuvieran que arrastrar tanta vergüen­za ni tanta ignominia como nosotros! ¡Y los correos propagarían a caballo nuestro escándalo por todo el mun­do! ¡Guárdete, pues, si no quieres que te maldiga y te mate!” Después cuidé de separarla a ella y de sepa­rarle a él.

Así, pues, cuando mi hijo vio que le había separado de su hermana, debió fabricar este asilo subterráneo sin que nadie lo supiera; y como ves, trajo a él manjares y otras cosas; y se aprovechó de mi ausencia, cuando yo estaba en la cacería, para venir aquí con su hermana.

Con esto provocaron la justicia del Altísimo y Muy Glorioso. Y ella los abrasó aquí a los dos. Pero el suplicio del mundo futuro es más terrible todavía y más duradero.”

Entonces mi tío se echó a llorar, y yo lloré con él. Y después excla­mó: “¡Desde ahora serás mi hijo en vez del otro!”

Pero yo me puse a meditar durante una hora sobre los hechos de este mundo y en otras cosas: en la muerte de mi padre por orden del visir, en su trono usurpado, en mi ojo hundido, ¡que todos veis! y en todas estas cosas tan extraordinarias que le ha­bían ocurrido a mi primo, y no pude menos de llorar otra vez.

Luego salimos de la tumba, echa­mos la losa la cubrimos con tierra y dejándolo todo como estaba antes, volvimos a palacio.

Apenas llegamos oímos sonar ins­trumentos de guerra, trompetas y tambores, y vimos que corrían los guerreros, Y toda la ciudad se llenó de ruidos, del estrépito y del polvo que levantaban los cascos de los caballos. Nuestro espíritu se hallaba en una gran perplejidad, no acer­tando la causa de todo aquello. Pero por fin mi tío acabó por preguntar la razón de estas cosas, y le dijeron: “Tu hermano ha sido muerto por el visir, que se ha apresurado a reunir sus tropas y a venir súbitamente al asalto de la ciudad, Y los habitantes han visto que no podían ofrecer resis­tencia, y han rendido la ciudad a discreción.”

Al oír todo aquello, me dije: “¡Se­guramente me matará si caigo en sus manos!” Y de nuevo se amonto­naron en mi alma las penas y las zozobras, y empecé a recordar las desgracias ocurridas a mi padre y a mi madre, Y no sabía qué hacer, pues si me veían los soldados estaba per­dido Y no hallé otro recurso que afeitarme la barba, Así es que me afeité la barba, me disfracé como pude, y me escapé de la ciudad. Y me dirigí hacia esta ciudad de Bag­dad, donde esperaba llegar sin con­tratiempo y encontrar alguien que me guiase al palacio del Emir de. los Creyentes, Harún Al Rachid, el califa del Amo del Universo, a quien quería contar mi historia y mis aven­turas.

Llegué a Bagdad esta misma no­che, y como no sabía dónde ir, me quedé muy perplejo. Pero de pronto me encontré cara a cara con este saaluk, y le deseé la paz y le dije: “Soy extranjero;” Y él me contestó: “Yo también lo soy,” Y estábamos hablando, cuando vimos acercarse a este tercer saaluk, que nos deseó la paz y nos dijo: “Soy extranjero.” Y le contestamos: “También lo somos nosotros.” Y anduvimos juntos hasta que nos sorprendieron las tinieblas. Entonces el Destino nos guió feliz­mente a esta casa, cerca de vosotras, señoras mías,

Tal es la causa de que me veáis afeitado y tenga un ojo saltado.” Cuando hubo acabado de hablar, le dijo la mayor de las tres donce­llas: “Está bien; acaríciate la cabeza y vete.”

Pero el primer saaluk contestó: “No me iré hasta que haya oído los relatos de los demás.”

Y todos estaban maravillados de aquella historia tan prodigiosa, y el califa dijo al visar: “En mí vida he oído aventura semejante a la de este saaluk.”

Entonces el primer saaluk fue a sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y el otro dio un paso, besó la tierra entre las manos de la joven, y refirió lo que sigue:

HISTORIA DEL SEGUNDO SAALUK

“La verdad es, ¡oh señora mía! que yo no nací tuerto. Pero la his­toria que voy a contarte es tan asom­brosa, que si se escribiese con la aguja en el ángulos interior del ojo, serviría de lección a quien fuese, capaz de instruirse.

Aquí donde me ves, soy rey, hijo de un rey. También sabrás que no soy ningún ignorante. He leído el Corán, las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Y aprendí también la ciencia de los astros y las palabras de los poetas. Y de tal modo me entregué al estudio de todas las ciencias, que pude superar a todos los vivientes de mi siglo.

Además, mi nombre sobresalió entre todos los escritores. Mi fama se extendió por el mundo, y todos los reyes supieron mi valía. Fue entonces cuando oyó hablar de ella el rey de la India, mandó un men­saje a mi padre rogándole que me enviara a su corte, y acompañó a este mensaje espléndidos regalos, dig­nos de un rey. Mi padre consintió, hizo preparar seis naves, llenas de todas las cosas, y partí con mi servi­dumbre.

Nuestra travesía duró todo un mes. Al llegar a tierra desembarcamos los caballos y los camellos, y cargamos diez de éstos con los presentes desti­nadas al rey de la India. Pero apenas nos habíamos puesto en marcha, se levantó una nube de polvo; que cubría todas las regiones del cielo y de la tierra; y así duró una hora. Se disipó después, y salieron de ella hasta sesenta jinetes que parecían leones enfurecidos. Eran árabes del desierto, salteadores de caravanas, y cuando intentamos huir, corrieron a rienda suelta detrás de nosotros y no tardaron en darnos alcance. En­tonces, haciéndoles señas con las manos, les dijimos: “No nos hagáis daño, pues somos una embajada que lleva estos presentes al poderoso rey de la India.” Y contestaron ellos: “No estamos en sus dominios ni dependemos de ese rey.” Y en seguida mataron a varios de mis ser­vidores, mientras que huíamos los demás. Yo había recibido una herida enorme, pero, afortunadamente, los árabes sólo se cuidaron de apoderarse de las riquezas que llevaban los ca­mellos.

No sabía yo dónde estaba ni qué había de hacer, pues me afligía pensar que poco antes era muy poderoso y ahora me veía en la pobreza y en la miseria. Seguí huyendo, hasta encontrarme en la cima de una mon­taña, donde había una gruta, y allí al fin pude descansar y pasar la noche.

A la mañana siguiente salí de la gruta, proseguí mi camino, y así llegué a una ciudad espléndida, de clima tan maravilloso, que el invier­no nunca la visitó y la primavera la cubría constantemente con sus rosas.

Me alegré mucho al entrar en aquella ciudad, donde encontraría, segura­mente, descanso a mis fatigas y so­siego a mis inquietudes.

No sabía a quién dirigirme, pero al pasar junto a la tienda de un sastre que estaba allí cosiendo, le deseé la paz, y el buen hombre, después de devolverme el saludo, me invitó cordialmente a sentarme, y lleno de bondad me interrogó acer­ca de los motivos que me habían alejado de mi país. Le referí en­tonces cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, y el sastre me compadeció mucho y me dijo: “¡Oh tierno joven, no cuentes eso a nadie! Teme al rey de esta ciudad, que es el mayor enemigo de los tuyos y quiere vengarse de tu padre desde hace muchos años.”

Después me dio de comer y beber, y comimos y bebimos en la mejor compañía. Y pasamos parte de la noche conversando, y luego me cedió un rincón de la tienda para que pudiese dormir, y me trajo un col­chón y una manta, cuanto podía necesitar.

Así permanecí en su tienda tres días, y transcurridos que fueron, me preguntó: “¿Sabes algún oficio para ganarte la vida?” Y yo contesté: ¡Ya lo creo! Soy un gran juriscon­sulto, un maestro reconocido en cien­cías, y además sé leer y contar,” Pero él replicó. “Hijo mío, nada de eso es oficio. Es decir, no digo que no sea oficio -pues me vio muy afli­gido-, pero no encontrarás parro­quianos en nuestra ciudad. Aquí nadie sabe estudiar, ni leer, ni escribir, ni contar. No saben más que ganarse la vida.” Entonces me puse muy triste y comencé a lamentarme: “¡Por Alah! Sólo sé hacer lo que acabo de decirte.” Y el me dijo:

¡Vamos, hijo mío, no hay que afli­girse de ese modo! Coge una cuerda y un hacha y trabaja de leñador hasta que Alah te depare mejor suerte. Pero sobre todo, oculta tu verdadera condición, pues te mata­rían.” Y fue a comprarme el hacha y la cuerda, y me mandó con los leñadores, después de recomendarme a ellos.

Marché entonces con los leñado­res, y terminado mi trabajo, me eché al hombro una carga de leña, la llevé a la ciudad y la vendí por medio dinar. Compré con unos pocos cuar­tos mi comida, guarde cuidadosamente el resto de las monedas, y durante un año seguí trabajando de este modo. Todos los días iba a la tienda del sastre, donde descansaba unas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

Un día, al salir al campo con mi hacha, llegué hasta un bosque muy frondoso que me ofrecía una buena provisión de leña. Escogí un gran tronco seco, me puse a escarbar alrededor de las raíces, y de pronto el hacha se quedó sujeta en una argolla de cobre. Vacié la tierra y descubrí una tabla a la cual estaba prendida la argolla, y al levantarla, apareció una escalera que me condu­jo hasta una puerta. Abrí la puerta y me encontré en un salón de un pala­cio maravilloso. Allí estaba una joven hermosísima, perla inestimable, cuyos encantos me hicieron olvidar mis desdichas y mis temores. Y mirándo­la, me incliné ante el Creador, que la había dotado de tanta perfección y tanta hermosura.

Entonces ella me miró y me dijo: “¿Eres un ser humano o un efrit?” Y contesté: “Soy un hombre.” Ella volvió a preguntar: “¿Cómo pudis­te venir hasta este sitio donde estoy encerrada veinte años?” Y al oír estas palabras, que me parecieron llenas de delicia y de dulzura, le dije: “¡Oh señora mía!' Alah me ha traído a tu morada para que olvide mis dolores y mis penas.” Y le con­té cuanto me había ocurrido; desde él principio hasta el fin, producién­dole tal lástima, que se puso a llorar, y me dijo: “Yo también te voy a contar mi historia.

“Sabe que soy hija del rey Akna­mus, el último rey de la India, señor de la Isla de Ébano. Me casé con el hijo de mi tío. Pero la misma noche de mi boda, me raptó un efrit llama­do Georgirus, hijo de Rajmus y nieto del propio Eblis, y me condujo volando hasta este sitio, al que había traído dulces, golosinas, telas precio­sas, muebles, víveres y bebidas. Des­de entonces viene a verme cada diez días; se acuesta esa noche conmigo, y se va por la mañana. Si necesitase llamarlo durante los diez días de su ausencia, no tendría más que tocar esos dos renglones escritos en la bóveda, e inmediatamente se presen­taría. Como vino hace cuatro días, no volverá hasta pasadas otros seis, de modo que puedes estar conmigo cinco días, para irte uno antes de su llegada.”

Y yo contesté: “Desde luego he de permanecer aquí todo ese tiempo.” Entonces ella, mostrando una gran satisfacción, se levantó en seguida, me cogió de la mano, me llevó por unas galerías, y llegamos por fin al hammam, cómodo y agradable con su atmósfera tibia. Inmediatamente los dos entramos en el baño. Des­pués de bañarnos, nos sentamos en la tarima del hammam, uno al lado del otro, y me dio de beber sorbetes de almizcle y a comer pasteles deli­ciosos. Y seguimos hablando cariño­samente mientras nos comíamos las golosinas del raptor.

En seguida me dijo: “Esta noche vas a dormir y a descansar de tus fatigas para que mañana estés bien dispuesto.”

Y yo, ¡oh señora mía! me avine a dormir, después de darle mil gra­cias. Y olvidé realmente todos mis pesares.

Al despertar, la encontré sentada a mi lado, frotando con un delicioso masaje mis miembros y mis pies. Y entonces invoqué sobre ella todas las bendiciones de Alah, y estuvimos hablando durante una hora cosas muy agradables. Y ella me dijo: “¡Por Alah! Antes de que vinieses vivía sola en este subterráneo, y estaba muy triste, sin nadie con quien hablar, y esto durante veinte años.

Por eso bendigo a Alah, que te ha guiado junto a mí”

Después, con voz llena de dulzu­ra, cantó esta estancia:

¡Si de tu venida

Nos hubiesen avisado anticipada­mente,

Habríamos tendido como alfombra para tus pies

La sangre pura de nuestros corazo­nes y el negro terciopelo de nuestros ojos!

¡Habríamos tendido la frescura de nuestras mejillas!

Para tu lecho, ¡oh viajero de la noche!

¡Porque tu sitio está encima de nues­tros párpados!

Al oír estos versos le di las gracias con la mano sobre el corazón, y sentí que su amor se apoderaba de todo mi ser, haciendo que tendieran el vuelo mis dolores y mis penas. En seguida nos pusimos a beber en la misma copa, hasta que se ausentó el día. ¡Y jamás en mi vida he pasado una noche semejante! Por eso cuan­do llegó la mañana nos levantamos muy satisfechos uno de otro y real­mente poseídos de una dicha sin límites.

Entonces, más enamorado que nunca, temiendo que se acabase nuestra felicidad, le dije: “¿Quieres que te saque de este subterráneo y que te libre del efrit?” Pero ella se echó a reír y me dijo: “¡Calla y conténtate con lo que tienes! Ese pobre efrit sólo vendrá una vez cada diez días, y todos los demás, serán para ti.” Pero exaltado por mi pasión, me excedí demasiado en mis deseos, pues repuse: “Voy a destruir esas inscripciones mágicas, y en cuanto se presente el efrit, lo mataré. Para mí es un juego exterminar a esos efrits, ya sean de encima o de debajo de la tierra.”

Y la joven, queriendo calmarme, recitó estos versos:

¡Oh tú, que pides un plazo antes de la separación y que encuentras dura la ausencia! ¿no sabes que es el medio de no encadenarse? ¿no sabes que es sencillamente el medio de amar?

¿Ignoras que el cansancio es la regla de todas las relaciones, y que la rup­tura es la conclusión de todas las amis­tades?...

Pero yo, sin hacer caso de estos versos que ella me recitaba, di un violento puntapié en la bóveda...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 13a. NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el segundo saaluk prosi­guió su relato de este modo:

¡Oh señora mía! cuando di en la bóveda tan violento puntapié, la jo­venme dijo: “¡He ahí el efrit! ¡Ya viene contra nosotros! ¡Por Alah! ¡Me has perdido! Atiende a tu sal­vación y sal por donde entraste.”

Entonces me precipité hacia la escalera. Pero desgraciadamente, a causa de mi gran terror había olvida­do las sandalias y el hacha. Por eso, como había ya subido algunos pelda­ños, volví un poco la cabeza para dirigir la última mirada a las sanda­lias y al hacha que habían sido mi felicidad; pero en el mismo instante vi abrirse la tierra y aparecer un efrit enorme, horriblemente feo, que preguntó a la joven: “¿A qué obedece esa llamada tan terrible con la que acabas de asustarme? ¿Qué desgracia te amenaza?” Ella contestó: “Nin­guna desgracia. Sentí una opresión en el pecho, a causa de mi soledad, y al levantarme en busca de alguna bebida refrescante que reconfortara mi ánimo, lo hice tan bruscamente, que resbalé y fui a dar contra la cúpula.” Pero el efrit dijo: “¡Cómo sabes mentir, desvergonzada liberti­na!” Después empezó a registrar el palacio por todos lados, hasta encon­trar mis babuchas y el hacha. Y entonces gritó: “¿Qué, significan estas prendas? ¿Cómo han podido llegar aquí?” Y ella contestó: “Ahora las veo por primera vez. Acaso las lleva­rías tú colgando a la espalda, y así las has traído.” El efrit, en el colmo del furor, dijo entonces: “Todo eso son palabras absurdas, torpes y fal­sas. Y no han de servirte conmigo mala mujer.”

En seguida la puso sobre cuatro estacas clavadas en el suelo, y empe­zó a atormentarla, insistiendo en sus preguntas sobre lo que había ocurri­do. Pero yo no pude resistir mas aquella escena, ni escuchar su llanto, y subí rápidamente los peldaños, trémulo de terror. Una vez en el bos­que, puse la trampa como la había encontrado, la oculté a las miradas cubriéndola con tierra. Y me arre­pentí de mi acción hasta el límite del arrepentimiento. Y me puse a pensar en la joven, en su hermosura y en los tormentos que le hacía sufrir aquel miserable después de tenerla encerrada veinte años. Y aún me dolía más que la atormentase por causa, mía. Y en ese momento me puse a pensar también en mi padre, en su reino y en mi triste condición de leñador. ¡Esto fue todo!

Después seguí caminando, hasta llegar a la casa de mi amigo el sastre. Y lo encontré muy impaciente a causa de mi ausencia, pues se hallaba sentado y parecía que lo estuviesen friendo al fuego en una sartén. Y me dijo: “Como no veniste ayer, pasé toda la noche muy intranquilo. Y temí que te hubiese devorado algu­na fiera o te hubiera pasado algo semejante en el bosque; pero ¡alaba­do sea Alah que te guardó!” Enton­ces le di las gracias por su bondad, entré en la tienda, y sentado en mi rincón empecé a pensar en mi des­ventura y a reconvenirme por aquel puntapié tan imprudente que había dado en la bóveda. De pronto mi amigo el sastre entró y me dijo: “En la puerta de la tienda hay un hom­bre una especie de persa, que pre­gunta por ti y lleva en la mano, tu hacha y tus babuchas. Las ha presen­tado a todos los sastres de esta calle, y les ha dicho: “Al ir esta mañana a la oración, llamado por el muecín, me he encontrado en el camino estas prendas y no sé a quien pertenecen. ¿Me lo podríais decir vosotros?” En­tonces los sastres reconocieron tu hacha y tus sandalias y lo han enca­minado hacia aquí. Y ahí está aguar­dándote en la puerta de la tienda. Sal, dale las gracias, y recoge el hacha y las sandalias.” Pero al oír todo aquello me puse muy pálido, y creí desmayarme de terror. Y ha­llándome en este trance, se abrió de pronto la tierra y apareció el persa. ¡Era el efrit! Había sometido a la joven al tormento, ¡y qué tor­mento! Pero ella nada había decla­rado, y entonces él, cogiendo el hacha y las babuchas, le dijo: “Aho­ra verás si no soy Georgirus, des­cendiente de Eblis. ¡Vas a ver si puedo traer o no al amo de estas cosas!”

Y había empleado en las casas de los sastres la estratagema de que he hablado.

Se me apareció, pues, bruscamen­te, brotando del suelo, y sin perder un instante me cogió en brazos, se elevó conmigo por los aires, y des­cendió después para hundirme con él en la tierra. Yo había perdido por completo el conocimiento. Me llevó al palacio subterráneo en que ha­bía sido tan feliz, y allí vi a la joven, cuya sangre corría por su cuerpo. Mis ojos se habían llenado de lágrimas: Entonces el efrit sé diri­gió a ella y le dijo: “Aquí tienes a tu amante.” Y la joven me miró y dijo: “No sé quién pueda ser este hombre. No le he visto hasta ahora.”

Y replicó el efrit: “¿Cómo es eso? ¿Te presento la prueba del delito y no confiesas?” Y ella, resueltamente, insistió: “He dicho que no le conoz­co.” Entonces dijo el efrit: “Si es verdad que no le conoces, coge esa alfanje y córtale la cabeza. “Y ella cogió el alfanje, avanzó muy decidida y se detuvo delante de mí. Y yo, pálido de terror, le pedía por señas que me perdonase, y las lagrimas corrían por mis mejillas. Y ella me hizo también una seña con los ojos, mientras decía en alta voz: “¡Tú eres la causa de mis desgracias!” Y yo contesté a esta seña con una con­tracción de mis ojos, y recité estos versos de doble sentido; que el efrit no podía entender:

¡Mis ojos saben hablarte suficiente­mente para que la lengua sea inútil! ¡Sólo mis ojos te revelan los secretos ocultos de mi corazón!

¡Cuando te apareciste, corrieron por mi rostro dulces lágrimas, y me quedé mudo, pues, mis ojos te decían lo nece­sario!

¡Los párpados saben expresar tam­bién los sentimientos! ¡El entendido no necesita utilizar los dedos!

¡Nuestras cejas pueden suplir a las palabras! ¡Silencio, pues! ¡Dejemos que hable el amor!

Y entonces la joven, habiendo entendido mis súplicas, soltó el alfan­je. Lo recogió el efrit, y entregán­domelo, dijo señalando a la joven: “Córtale la cabeza, y quedarás en libertad; te prometo no causarte nin­gún daño,” Y yo contesté: “¡Así sea”' Y cogí el alfanje y avancé resueltamente con el brazo levanta­do. Pero ella me imploraba, hacién­dome señas con los ojos, como diciendo: “¿Qué daño te hice?'” Y entonces, se me llenaron los ojos de lágrimas y arrojando el alfanje, dije al efrit: “¡Oh poderoso efrit! ¡Oh héroe robusto e invencible! Si esta mujer fuese tan mala como crees, no habría dudado en salvarse a costa de mi vida. Y en cambio ya has visto que ha arrojado el alfanje. ¿Cómo he de cortarle yo la cabeza, si además no conozco a esta joven? Así me diesen a beber la copa de la mala muerte, no habría de prestarme a esa villanía.” Y el efrit contestó a estas palabras: “¡Basta ya! Acabo de sorprender que os amáis. He podido comprobarlo.”

Y, entonces; ¡oh señora mía! cogió el alfanje y cortó una mano, de la joven y después la otra mano, y luego el pie derecho y después el izquierdo. De cuatro golpes sacó las cuatro extremidades: Y yo, al ver aquello con mis propios ojos, creí que me moría.

En ese momento la joven, guiñán­dome un ojo, me hizo disimulada­mente una seña. Pero ¡ay de mí! el efrit la sorprendió, y dijo: “¡Oh hija, de tal! Acabas de cometer adulterio con tu ojo.” Y entonces de un tajo le cortó la cabeza. Des­pues, volviéndose hacia mí, exclamó, “Sabe, ¡oh tú ser humano! que nues­tra ley nos permite a los efrits matar a la esposa adúltera, y hasta lo encuentra lícito y recomendable. Sa­be que yo robé a esta joven la noche de su boda, cuando aún no tenía doce años. Y la traje aquí, y cada diez días venía a verla, y pasábamos juntos la noche, pero hoy, al saber que me engañaba, la he matado. Só­lo me ha engañado con un ojo, con el que te guiñó al mirarte. En cuanto a ti, como no he podido comprobar tu falta, no te mataré; pero de todos modos, algo he de hacerte para que no te rías a mis espaldas y para humillar tu vanidad. Te permito ele­gir el mal que quieras que te cause.”

Entonces, ¡oh señora mía! al ver­me libre de la muerte, me regocijé hasta el límite del regocijo, y confian­do en obtener toda su gracia, le dije; “Realmente, no sé cuál elegir de entre todos los males; no prefiero ninguno.” Y el efrit, más irritado que nunca, golpeó con el pie en el suelo, y exclamó: “¡Te mando que elijas! A ver, ¿bajó qué forma quie­res que te encante? ¿Prefieres la de un borrico? ¿La de un mulo? ¿La de un cuervo? ¿La de un perro? ¿La de un mono?” Entonces yo, con la esperanza de un indulto completo y abusando de su buena disposición, le respondí: “¡Oh mi señor Georgirus, descendiente del poderoso Eblis! Si me perdonas, Alah te perdonará tam­bién, pues tendrá en cuenta tu cle­mencia con un buen musulmán que nunca te hizo daño.” Y seguí supli­cando hasta el límite de la súplica, postrándome humildemente entre sus manos, y le decía: “No me condenes injustamente.” Pero él replicó: “No hables más si no quieres morir. Es inútil que abuses de mi bondad, pues tengo que encantarte necesaria­mente.”

Y dicho esto me cogió, hendió la cúpula, atravesó la tierra y voló con­migo a tal altura, que el mundo me parecía una escudilla de agua. Des­cendió después hasta la cima de un monte, y allí me soltó; cogió luego un puñado de tierra, refunfuñó algo como un gruñido, pronunció en seguida unas palabras misteriosas, y arrojándome la tierra, dijo: “¡Sal de tu forma y toma la de un mono!” Y al momento, ¡oh, señora mía! que­dé convertido en mono. ¡Pero qué mono! ¡Viejo, de más de cien años­ y de una fealdad excesiva! Cuando me vi tan horrible, me desesperé y me puse a brincar, y brincaba, real­mente. Y como aquello no me servía de remedio, rompí a llorar a causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que por último desapareció.

Y medité entonces sobre las injus­ticias de la suerte, habiendo. apren­dido a costa mía que la suerte no depende de la criatura.

Después descendí al pie de la mon­taña, hasta llegar a lo más bajo de todo. Y empecé a viajar, y por las noches me subía para dormir a la copa de los árboles. Así fui cami­nando durante un mes, hasta encon­trarme a orillas del mar. Y allí me detuve como una hora, y acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé. Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron a desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando finalmente a la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme: “¡Echad de aquí pronto a ese bicho de mal agüero!” Otro dijo: “¡Mejor sería matarlo!” Y un tercero repuso. “Sí; matémoslo con este sable.” Entonces me eché a llorar, y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abun­dantes.

Y en seguida el capitán, compa­deciéndose de mí, exclamó: “¡Oh mercaderes! este mono acaba de implorarme, y queda bajo mi protec­ción. Y os prohibo echarle, pegarle u hostigarle.” Luego hubo de diri­girme benévolas palabras, y yo las entendía todas. Entonces acabó por tomarme en calidad de criado, y yo hacía todas sus cosas y le servía en la nave.

Y al cabo de cincuenta días, durante los cuales nos fue el viento propicio, arribamos a una ciudad enorme y tan llena de habitantes, que sólo Alah podría contar su nú­mero.

Cuando llegamos, acercáronse a nuestra nave los mamalix enviados por el rey de la ciudad. Y llegaron para saludarnos y dar la bienvenida a los mercaderes, diciéndoles: “El rey nos manda que os felicitemos por vuestra feliz llegada, y nos ha entre­gado este rollo de pergamino para que cada uno de vosotros escriba en él una línea con su mejor letra.”

Entonces yo, que no había perdido aún mi forma de mono, les arranqué de la mano el pergamino, alejándome con mi presa. Y temerosos sin duda de que lo rompiese o lo tirase al mar, me llamaron a gritos y me ame­nazaron; pero les hice seña de que sabía y quería escribir; y el capitán repuso: Dejadle. Si vemos que lo emborrona, le impediremos que con­tinúe; pero si escribe bien de veras, le adoptaré por hijo, pues en mi vida he visto un mono mas inteligente.” Cogí entonces el cálamo, lo mojé, extendiendo bien la tinta por sus dos caras, y comencé a escribir.

Y escribí cuatro estrofas, cada una con una letra diferente, e improvi­sadas en distinto estilo: la primera al modo Rikaa, la segunda al modo Rihani, la tercera al modo Sulci y la cuarta al modo Muchik:

a) ¡El tiempo ha descrito ya los beneficios y los dones de los hombres generosos, pero desespera de poder enu­merar jamás los tuyos!

¡Después de Alah, el género humano no puede recurrir más que a ti, porque eres realmente el padre de todos los beneficios!

b) Os hablaré de su pluma:

¡Es la primera, y el origen mismo de las plumas! ¡Su poderío es sorprendente! ¡Y ella es la que le ha colocado entre los sabios más notables!

¡De esa pluma, cogida con las yemas de sus cinco dedos, han brotado y corren por el mundo cinco ríos de elo­cuencia y poesía!

c) Os hablaré de su inmortalidad:

¡No hay escritor que no muera; pero el tiempo eterniza lo escrito por sus manos!

¡Así, pues, no dejes escribir a tu pluma más que aquello de que puedas enorgullecerte el día de la Resurrec­ción!

d) ¡Si abres el tintero, utilízalo sola­mente para trazar renglones que bene­ficien a toda criatura generosa!

¡Pero si no has de usarlo para hacer donaciones, procura, al menos, producir belleza! ¡Y serás así uno de aquellos a quienes se cuenta entre los escritores más grandes!

Cuando acabé de escribir les entre­gué el rollo de pergamino. Y todos los que lo vieron se quedaron muy admirados. Después cada cual escri­bió una línea con su mejor letra.

Luego de esto se fueron los escla­vos para llevar el rollo al rey. Y cuando el rey hubo examinado lo escrito por cada uno de nosotros, no quedó satisfecho más que de lo mío, que estaba hecho de cuatro maneras diferentes, pues mi letra me había dado reputación universal cuando yo era todavía príncipe.

Y el rey dijo a sus amigos que estaban presentes y a los esclavos: “Id en seguida a ver al que ha hecho esta hermosa letra, dadle este traje de honor para que se lo vista, y traedle en triunfo sobre mi mejor mula al son de los instrumentos.”

Al oírlo, todos empezaron a son­reír. Y el rey, al notarlo, se enojó mucho, y dijo: “¡Cómo! ¿Os doy una orden y os reís de mí?” Y contesta­ron: “¡Oh rey del siglo! En verdad que nos guardaríamos de reirnos de tus palabras; pero has de saber que, el que ha hecho esa letra tan hermosa no es hijo de Adán, sino un mono, que pertenece al capitán de la nave.” Estas palabras sorprendieron mucho al rey, y luego, convulso de alegría y estallando de risa, dijo: “Deseo com­prar ese mono.” Y ordenó inmedia­tamente a las personas de su corte que cogiesen la mula y el traje de honor y se fuesen a la nave a buscar al mono, y les dijo: “De todas maneras, le vestiréis con ese traje de honor y le traeréis montado en la mula.”

Llegados a la nave me compraron a un precio elevada, aunque al prin­cipio el capitán se resistía a vender­me, comprendiendo, por las señas que le hice, que me era muy doloro­so separarme de él. Después los otros me vistieron con el traje de honor, montáronme en la mula y salimos al son de los instrumentos más armo­niosos que se tocaban en la ciudad. Y todos los habitantes y las criaturas humanas de la población se queda­ron asombrados, mirando con interés enorme un espectáculo tan extraor­dinario y prodigioso.

Cuando me llevaron ante el rey y lo vi, besé la tierra entre sus manos tres veces, permaneciendo luego in­móvil. Entonces el monarca me invitó a sentarme, y yo me postré de hinojos. Y todos los concurrentes se quedaron maravillados de mi buena crianza y mi admirable cortesía; pero el más profundamente mara­villado fue el rey. Y cuando me postré de hinojos, el rey dispuso que todo el mundo se fuese, y todo el mundo se marchó No quedamos más que el rey, el jefe de los eunu­cos, un joven esclavo favorito y yo, señora mía:

Entonces ordenó al rey qué tra­jesen algunas vituallas. Y colocaron sobre un mantel cuantos manjares puede el alma anhelar y cuantas excelencias son la delicia de los ojos. Y el rey me invitó luego a servir­me, y levantándome y besando la tierra entre sus manos siete veces, me senté sobre mi trasero, de mono y me puse a comer pulcramente, recordando en todo mi educación pasada.

Cuando levantaron el mantel, me levanté yo también para lavarme las manos. Volví después de lavármelas, cogí el tintero, la pluma y una hoja de pergamino, y escribí lentamente estas dos estrofas ensalzando las excelencias de la pastelería árabe:

¡Oh pasteles! ¡dulces, finos y subli­mes pasteles; enrollados con los dedos! ¡Vosotros sois la triaca, el antídoto de cualquier veneno! ¡Nada me gusta tan­to, y constituís mi única esperanza, toda mi pasión!

¡El corazón se me estremece al ver un mantel bien extendido, en cuyo centro se aromatiza una kenafa nadan­do sobre la manteca y la miel en una gran bandeja!

¡Oh kenafal ¡kenafa fina y sedosa como cabellera! ¡Mi deseo, por sabo­rearte, ¡oh kénafa! llega a la exagera­ción! ¡Y me pondría en peligro de muerte al pasar un día sin que estuvie­ses en mi mesa! ¡Oh kenafa!

¡Y tú, jarabe! ¡adorable y delicioso jebe! ¡Aunque lo estuviera comiendo y bebiendo, día y noche, volvería a desearlo en la vida futura!

Después de esto dejé la pluma y el tintero, y me senté respetuosa­mente a alguna distancia. Y no bien leyó el rey lo que yo había escrito, se maravilló asombrosamente, y ex­clamó: “¿Es posible que un mono posea tanta elocuencia, y sobre todo una letra tan magnífica? ¡Por Alah!... ¡es el prodigio de los prodigios!”

En aquel instante trajeron un juego de ajedrez, y el rey me preguntó por señas si sabía jugar, contestándole yo que sí con la cabeza. Y me acerqué, coloqué las piezas y me puse a jugar con el rey. Y le di mate dos veces. Y el rey no supo entonces qué pensar, quedándose perplejo, y dijo: “¡Si éste fuera un hijo de Adán, habría superado a todos los vivientes de su siglo!”

Y ordenó luego al eunuco: “Ve a las habitaciones de tu dueña, mi hija, y dile: “¡Oh mi señora! Venid inmediatamente junto al rey”, pues quiero que disfrute de este espectáculo y va un mono tan maravi­lloso.”

Entonces fue el eunuco, y no tardó en volver con su dueña, la hija del rey, que en cuanto me divisó se cubrió la cara con el velo, y dijo: ¡Padre mío! ¿Cómo me mandas llamar ante hombres extraños?” Y el rey dijo: “Hija mía, ¿por quién te tapas la cara, si no hay aquí nadie más que nosotros?” Entonces contes­tó la joven: “Sabe, ¡oh padre mío! que ese mono es hijo de un rey lla­mado Amarus, y dueño de un lejano país. Este mono está encantado por el efrit Georgirus, descendiente de Eblis, después de haber matado a su esposa, hija del rey Aknamus, señor de las Islas de Ébano. Este mono, al cual crees mono de veras, es un hombre, pero un hombre sabio, instruido y prudente.”

Sorprendido al oír estas palabras, me preguntó el rey: “¿Es verdad lo que dice de ti mi hija?” Y yo, con la cabeza, le indiqué que era cierto, y rompí a llorar. Entonces el rey le preguntó a su hija: “¿Por qué sabes que está encantado?” Y la princesa contestó: “¡Oh padre mío! Siendo yo pequeña, la vieja que había en casa de mi madre era una bruja muy versada en la magia y me enseñó este arte. Más tarde me perfeccioné en él, y aprendí más de ciento seasenta artículos mágicos, de los cuales el más insignificante me permitiría transportar tu palacio con todas sus piedras y la ciudad entera detrás del Cáucaso y convertir en mar esta comarca y en peces a cuantos la habitan.”

Y el, padre exclamó: “¡Por el ver­dadero nombre de Alah sobre ti, ¡oh hija mía! desencanta a ese hom­bre, para que yo le nombre mi visir. Pero ¿es posible que tú poseas ese, talento tan enorme y que yo lo igno­rase? Desencanta inmediatamente a ese mono, pues debe ser un joven muy inteligente y agradable.” Y la princesa respondió: “De buena gana y como homenaje debido.”

En este momento de su narración, Schaltrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA Y 14a NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el segundo saaluk dijo a la dueña de la casa:

¡Oh mi señora! Al oír la princesa el ruego de su padre, cogió un cuchi­llo que tenía unas inscripciones en lengua hebrea, trazó con él un círculo en el suelo, escribió allí varios ren­glones talismánicos, y después se colocó en medio del círculo, mur­muró algunas palabras mágicas, leyó en un libro antiquísimo unas cosas que nadie entendía, y así permaneció breves instantes. Y he aquí que de pronto nos cubrieron unas tinieblas tan espesas, que nos creímos ente­rrados bajo las ruinas del mundo. Y súbitamente apareció el efrit Geor-­girus bajo el aspecto más horrible, las manos como rastrillos, las piernas como mástiles y los ojos como tizo­nes encendidos. Entonces nos aterro­rizamos todos, pero la hija del rey le dijo; “¡Oh, efrit! No puedo darte la bienvenida ni acogerte con cordialidad.” Y contestó el efrit: “¿Por qué no cumples tus promesas? ¿No juras­te respetar nuestro acuerdo de no combatirnos ni mezclarte en nuestros asuntos? Mereces el castigo que voy a imponerte. ¡Ahora verás, traidora!” E inmediatamente el efrit se convir­tió en un león espantoso, el cual, abriendo la boca en toda su exten­sión, se abalanzó sobre la joven. Pero ella, rápidamente, se arrancó un cabello, se lo acercó a los labios, murmuró algunas palabras mágicas, y en seguida el cabello se convirtió en un sable afiladísimo. Y dio con él tal tajo al león, que lo abrió en dos mitades. Pero inmediatamente la cabeza del león se transformó en un escorpión horrible, que se arras­traba hacia el talón de la joven para morderla, y la princesa se convirtió en seguida en una serpiente enorme, que se precipitó sobre el maldito escorpión, imagen del efrit, y ambos trabaron descomunal batalla. De pronto, el escorpión se convirtió en un buitre y la serpiente en un águila, que se cernió sobre el buitre, y ya iba a alcanzarlo, después de una hora de persecución, cuando el buitre se transformó en un enorme gato negro, y la princesa en lobo. Gato y lobo se batieron a través del palacio; hasta que el gato, al verse vencido; se convirtió en una inmensa granada roja y se dejó caer en un estanque que había en el patio.. El lobo se echó entonces al agua, la granada, cuando iba a cogerla, se ele­vó por los aires, pero como era tan enorme cayó pesadamente sobre el mármol y se reventó. Los granos, desprendiéndose uno a uno, cubrie­ron todo el suelo. El lobo se trans­formó entonces en gallo, empezó a devorarlos, y ya no quedaba más que uno, pero al ir a tragárselo se le cayó del pico, pues así lo había dispuesto la fatalidad, y fue a escon­derse en un intersticio de las losas, cerca del estanque. Entonces el gallo empezó a chillar, a sacudir las alas y a hacernos señas con el pico, pero no entendíamos su lenguaje, y como no podíamos comprenderle, lanzó un grito tan terrible, que nos pareció que el palacio se nos venía encima. Des­pués empezó a dar vueltas por el patio, hasta que vio el grano y se precipitó a cogerlo, pero el grano cayó en el agua y se convirtió en un pez. El gallo se transformó enton­ces en una ballena enorme, que se hundió en el agua persiguiendo al pez, y desapareció de nuestra vista durante una hora. Después oímos unos gritos tremendos y nos estreme­cimos de terror. Y en seguida apareció el efrit en su propia; y horrible figura, pero ardiendo como un ascua, pues de su boca, de sus ojos y de su nariz salían llamas y humo; y detrás de él surgió la princesa en su propia forma, pero ardiendo también como metal en fusión; y persiguiendo al efrit, que ya nas iba a alcanzar. Entonces, temiendo que nos abrasase, quisimos echarnos al agua, pero el efrit nos detuvo dando un grito espantoso, y empezó a resollar fuego contra todos. La princesa lanzaba fuego contra él, y fue el caso que nos alcanzó el fuego de los dos, y el de ella no nos hizo daño, pero el del efrit sí que nos lo produjo, pues una chispa me dio en este ojo y me lo saltó; otra dio al rey en la cara, y le abrasó la barbilla y la boca, arrancándole parte de la dentadura, y otra chispa prendió en el pecho del eunuco y le hizo perecer abra­sado.

Mientras tanto, la princesa perse­guía al efrit, lanzándole fuego enci­ma, hasta que oímos decir: “¡Alah es el único grande! ¡Alah es el único poderoso! ¡Aplasta al que reniega de la fe de Mohamed, señor de los hom­bres!” Esta voz era de la princesa, que nos mostraba al efrit enteramen­te convertido en un montón de ceni­zas. Después llegó hasta nosotros y dijo: “Aprisa, dadme una taza con agua.” Se la trajeron, pronunció la princesa unas palabras incomprerisi­bles, me roció con el agua, y dijo: “¡Queda desencantado en nombre del único Verdadero! ¡Por el pode­roso nombre de Alah, vuelve a tu primitiva forma!”

Entonces volví a ser hombre, pero me quedé tuerto. Y la princesa, que­riendo consolarme, me dijo: “¡El fuego siempre es fuego, hijo mío!” Y lo mismo dijo a su padre por sus barbas chamuscadas y sus dientes rotos. Después exclamó: ¡Oh padre mío! Necesariamente he de morir, pues está escrita mi muerte. Si este efrit hubiese sido una simple criatura humana, lo habría aniquilado en seguida. Pero lo que más me hizo sufrir fue que, al dispersarse los gra­nos de la granada, no acerté a devorar el grano principal, el único que contenía el alma del efrit; pues si hubiera podido tragármelo, habría perecido inmediatamente. Pero ¡ay de mí! tardé mucho en verlo. Así lo quiso la fatalidad del Destino. Por eso he tenido que combatir tan terri­blemente contra el efrit debajo de tierra, en el aire y en el agua. Y cada vez que él abría una puerta de sal­vación, le abría yo otra de perdición, hasta que abrió por fin la más fatal de todas, la puerta del fuego, y yo tuve que hacer lo mismo. Y después de abierta la puerta del fuego, hay que morir necesariamente. Sin em­uargo, el Destino me permitió que­mar al efrit antes de perecer yo abrasada. Y antes de matarle, quise que abrazara nuestra fe, que es la santa religión del Islam, pero se negó, y entonces lo quemé. Alah ocupará mi lugar cerca de vosotros, y esto podrá serviros de consuelo.”

Después de estas palabras empezó a implorar al fuego, hasta que al fin brotaron unas chispas negras que subieron hacia su pecho. Y cuando el fuego le llegó a la cara, lloró, y luego dijo: “¡Afirmo que no hay más Dios que Alah, y que Mohamed es su profeta!” No bien había pro­nunciado estas palabras, la vimos convertirse en un montón de ceniza, próximo al otro montón que forma­ba el efrit.

Entonces nos afligimos profunda­mente. Gustoso habría yo ocupado su lugar, antes que ver bajo tan mísero aspecto a aquella joven de radiante hermosura que tanto quiso favorecerme; pero los designios de Alah son inapelables.

Al advertir el rey la transforma­ción sufrida por su hija, lloró por ella, mesándose las barbas que le quedaban, abofeteándose y desga­rrándose las ropas. Y lo propio hice yo. Y los dos lloramos sobre ella. En seguida llegaron los chambelanes, y los jefes del gobierno hallaron al sultán llorando aniquilado ante los dos montones de ceniza. Y se asom­braron muchísimo, y comenzaron a dar vueltas a su alrededor, sin atre­verse a hablarle. Al cabo de una hora se repuso algo el rey, y les contó lo ocurrido entre la princesa y el efrit. Y todos gritaron; “¡Alah! ¡Alah! ¡Qué gran desdicha! ¡Qué tremenda desventura!”

En seguida llegaron todas las da­mas de palacio con sus esclavas, y durante siete días se cumplieron todas las ceremonias de duelo y de pésame.

Luego dispuso el rey la construc­ción de un gran sarcófago para las cenizas de su hija, y que se encendie­sen velas, faroles y linternas día y noche. En cuanto a las cenizas, del efrit, fueron aventadas bajo la maldición de Alah.

La tristeza acarreó al sultán una enfermedad que le tuvo a la muerte. Esta enfermedad le duró un mes entero. Y cuando hubo recobrado algún vigor, me llamó a su presencia y me dijo: “¡Oh joven!, Antes de que vinieses vivíamos aqui nuestra vida en la más perfecta dicha, libres de los sinsabores de la suerte. Ha sido necesario que: tú vinieses y que viéramos tu hermosa letra para que cayesen sobre nosotros todas las aflic­ciones ¡Ojalá no te hubiésemos visto nunca a ti, ni a tu cara de mal agüero, ni a tu maldita escritura! Porque primeramente ocasionaste la pérdida de mi hija, la cual, sin duda, valía más que cien hombres. Des­pués, por causa tuya, me quemé lo que tú sabes, y he perdido la mitad de mis dientes, y la otra mitad casi ha volado también. Y por último, ha perecido mi pobre eunuco, aquel buen servidor que fue ayo de mi hija. Pero tú no tuviste la culpa, y mal podrías remediarlo ahora. Todo nos ha ocurrido a nosotros y a ti por voluntad de Alah. ¡Alabado sea por permitir que mi hija te desencantara, aunque ella pereciese! ¡Es el Destino! Ahora, hijo mío, debes abandonar este país, porque ya tenemos bastante con lo que por tu causa nos ha pasado. ¡Alah es quien todo lo decre­ta!, ¡Sal, pues, y vete en paz!”

Entonces, ¡oh mi señora! abando­né el palacio del rey, sin fiar mucho en mi salvación. No sabía adonde ir. Y recordé entonces todo cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, cómo me habían dejado sano y salvo los árabes del desierto, mi viaje y mis fatigas de un mes, mi entrada en la ciudad coma extran­jero, el encuentro con el sastre, la entrevista e intimidad tan deliciosa con la joven del subterráneo, el modo de escaparme de las manos del efrit que me quería matar, todo, en fin; sin olvidar mi transformación en mono al servicio después del capitán mercante, mi compra a elevado pre­cio por el rey a consecuencia de mi hermosa letra, mi desencanto, ¡en fin, todo! Pero más que nada, ¡hay de mí! el último incidente, que me hizo perder un ojo. Pero di gracias a Alah, y dije: “¡Más vale perder un ojo que la vida! Después de esto, fui al hammam a tomar un baño antes de salir de la ciudad. Entonces, ¡oh señora mía! me afeité la barba para poder viajar seguro en calidad de saaluk. Desde aquella fecha no he dejado ni un día de llorar pensando en las desgracias -que sobre mí han caído, y sobre todo en la pérdida de mi ojo izquierdo. Y cada vez que esto me viene a la memoria, el ojo derecho se me llena de lágrimas, que no me dejan ver, aunque nunca me impedirán pensar en estos versos del poeta:

¿Conoce Alah misericordioso mi afliccíón? ¡Las desdichas pesan sobre mí, y me he dado cuenta de ellas demasiado tarde!

¡Pero haré acopio de paciencia fren­te a mis grandes desventuras, para que el mundo no ignore que he tomado con paciencia algo que es mas amar­go que la misma paciencia!

¡Porque la paciencia tiene su belleza, sobre todo, cuando es el hombre pia­doso quien la practica! ¡De todos modos, ha de ocurrir lo que, haya deci­dido Alah respecto a cada criatura!

¡Mi misteriosa amada conoce los secretos de mi lecho, y ninguno, aun­que sea el secreto de los secretos, puede ocultársele!

¡Al que diga que hay delicias en este mundo, contestadle que pronto conoce­rá días más amargos que el jugo de la mirra!

Entonces salí de la ciudad aquella, viaje por varios países, atravesé sus capitales, y luego me dirigí a Bag­dad, la Morada de Paz, donde espero llegar a ver al Emir de los Creyentes para contarle cuanto me ha ocurrido.

Después de muchos días de viaje, he llegado esta misma noche a Bag­dad, y encontré muy perplejo al hermano que está ahí, al primer saaluk, y le dije: “¡La paz sea con­tigo!” Y él me contestó: “¡Y contigo la paz, y la misericordia de Alah, y todas sus bendiciones!”

Entonces empecé a charlar con él, y se nos acercó el otro hermano, el tercer saaluk, quien después de desearnos la paz, nos dijo que era extranjero. Y nosotros le dijimos: “También somos extranjeros, y he­mos llegado hoy a esta ciudad ben­dita.” Y echamos a andar juntos, sin que ninguno supiera la historia de sus compañeros. Y la suerte y el Des­tino nos guiaron hasta esta puerta, y entramos en vuestra casa.

He aquí, ¡oh mi señora! los moti­vos de que me veas tuerto y con la barba afeitada.”

Entonces la dueña de la casa dijo al segundo saaluk: “Tu historia es realmente extraordinaria. Ahora alí­sate un poco el pelo sobre la cabeza y ve a buscar tu destino por la ruta de Alah.”

Pero él respondió: “En verdad que no saldré de aquí sin haber oído el relato de mi tercer compañero.”

Entonces el tercer saaluk dio un paso y dijo:

HISTORIA DEL TERCER SAALUK

¡Oh gloriosa señora! no creas que mi historia encierra menos maravi­llas que las de mis dos compañeros!

Porque mi historia es infinitamente más asombrosa aún.

Si sobre estos dos compañeros míos pesaron las desgracias, motiva­das por el Destino y la fatalidad, otra cosa fue respecto a mí. Sí estoy afeitado y tuerto, yo tengo la culpa, pues me atraje la fatalidad y llené mi corazón de penas y zozobras. ¡Helo aquí! Soy rey, hijo de rey: Mi padre se llamaba Kassib y yo era su hijo. Cuando murió el rey, mi padre, heredé su reino, y reiné y goberné con justicia, haciendo mu­cho bien entre mis súbditos.

Pero tenía gran afición a los viajes por mar. Y no me privaba de ellos, porque la capital de mi reino estaba junto al mar, y en una gran exten­sión marítima pertenecíanme nume­rosas islas fortificadas. Una vez quise ir a visitarlas todas, y, mandé pre­parar diez naves grandes; y llenarlas de provisiones para un mes, dándome a la vela. Esta visita duró veinte días, al cabo de los cuales, una noche se desencadenó contra nos­otros un viento contrario, que se prolongó hasta la aurora. Entonces, calmado un poco el viento y suavi­zado el mar, al salir el sol vimos una isla, en la que podíamos dete­nernos. Fuimos a tierra, hicimos algo de comer, y descansamos dos días en espera de que la tempestad termi­nara, y luego zarpamos. El viaje duró otros veinte días, hasta que en uno de tantos perdimos la derrota, pues las aguas en que navegábamos eran tan desconocidas para nosotros como para el capitán. Porque el capitán, realmente, no conocía este mar. Entonces le dijimos al vigía: “Mira con atención el mar.”' Y el vigía subió al palo, descendió des­pués y nos dijo al capitán y a mí: “A la derecha he visto peces en la superficie del agua, y muy lejos, en medio de las olas, una cosa que unas veces parecía blanca y otras negra.”

Al oír. estas palabras del vigía, el capitán sufrió un cambio muy notable en su color, tiró él turbante al suelo, se mesó la barba, y nos dijo: “¡Os anuncio nuestra total per­dida! ¡No ha de salvarse ni uno!” Luego se echó a llorar, y con él lloramos todos. Yo le pregunté enton­ces: ¡Oh capitán! ¿Quieres expli­carnos las palabras del vigía?” Y contestó: “¡Oh mi señor! Sabe que desde el día que sopló el aire contra­rio, perdimos la derrota, y hace de ello once días, sin que haya un viento favorable que nos permita volver al buen camino. Sabe, pues, el signifi­cado de esa cosa negra y blanca y de esos peces que sobrenadan cerca de nosotros: mañana llegaremos a una montaña de rocas negras que se llama la Montaña del Imán, y hacia ella han de llevamos a la fuer­za las aguas. Y nuestra nave se des­pedazará, porque volarán todos sus clavos, atraídos por la montaña v adhiriéndose a sus laderas, pues Alah el Altísimo dotó a la Mentaña del Imán de una secreta virtud que la permite atraer todos los objetos de hierro. Y no puedes imaginarte la enorme cantidad de cosas de hierro que se han acumulado y colgado de dicha montaña desde que atrae a los navíos. ¡Sólo Alah sabe su número! Desde el mar se ve relucir en la cima de esa montaña una cúpula de cobre amarillo sostenida por diez columnas y encima hay un jinete en un caballo de bronce, y el jinete tiene en la mano una lanza de cobre, y le pende del pecho una chapa de plomo grabada con palabras talis­mánicas desconocidas; Sabe, ¡oh rey! que mientras el jinete permanezca sobre su caballo, quedarán destroza­dos todos los barcos que naveguen en torno suyo, y todos los pasaje­ros se perderán sin remedio, y todos los hierros de las naves se irán a pegar a la montaña. ¡No habrá sal­vación posible mientras no se preci­pite el jinete al mar!

Dicho esto, ¡oh señora mía! el capitán continuó derramando abun­dantes lágrimas, y juzgamos segura e irremediable nuestra pérdida, des­pidiéndose cada cual de sus amigos.

Y así fue; porque apenas amane­ció, nos vimos próximos a la mon­taña de rocas negras imantadas y las aguas nos empujaban violenta­mente hacia ella, Y cuando las diez naves llegaron al pie de la montaña, los clavos se desprendieron de pronto y comenzaron a volar por millares, lo mismo que todos los hierros, y todos fueron a adherirse a la montaña. Y nuestros barcos se abrieron, siendo precipitados al mar todos nosotros.

Pasamos el día entero a merced de las olas, ahogándose la mayoría y salvándonos otros, sin que los que no perecimos pudiéramos volver a encontrarnos, pues las corrientes terribles y los vientos contrarios nos dispersaron por todas partes.

Y Alah el Altísimo; ¡oh señora, mía! me quiso salvar para reservar­me nuevas penas, grandes padeci­mientos y enormes desventuras. Pude agarrarme a uno de los tablones que sobrenadaban, y las olas y el viento me arrojaron a la costa, al pie de la Montaña del Imán.

Allí encontré un camino que subía hasta la cumbre, y estaba hecho de escalones tallados en la roca. En seguida invoqué el nombre de Alah el Altísimo, y...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO GUANDO LLEGÓ LA 15a. NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el tercer saaluk, mien­tras permanecían sentados y cruzados de brazos los demás, vigilados por los siete negros, que tenían en la mano el alfanje desnudo, prosiguió diri­giéndose a la dueña de la casa:

Invoqué, pues, el nombre de Alah, le imploré, y me absorbí en el éxta­sis de la plegaria. Y cuando el viento cambió, por orden del Altísimo, logré subir a lo más alto de la montaña, agarrándome como pude a las rocas y excavaciones: Y mi alegría por hallarme en salvo llegó hasta el lími­te de la alegría. Ya sólo me faltaba llegar a la cúpula; lo conseguí al fin, y pude penetrar en ella. Enton­ces me puse de rodillas y di gracias a Alah por haberme salvado.

Pero estaba tan rendido, que me eché en el suelo y me dormí. Y durante mi sueño oí que una voz me decía: “¡Oh hijo de Kassib! cuando te despiertes cava a tus pies, y encontrarás un arco de cobre y tres flechas de plomo, en las cuales hay grabados talismanes. Coge el arco y dispara contra el jinete que está en la cúpula, y así podrás devol­ver la tranquilidad a los humanos, librándoles de tan terrible plaga. Cuando hieras al jinete, este jinete caerá al mar y el arco se escapará de tus manos al suelo. Le cogerás entonces y lo enterrarás en el mismo sitio en que haya caído. Y mientras tanto, el mar empezará a hervir, creciendo hasta llegar a la cumbre en que te encuentras. Y verás en el mar una barca, y en la barca, a una persona distinta del jinete arrojado al abismo. Esa persona se te acercará con un remo en la mano. Puedes entrar sin temor en la barca. Pero guárdate bien de pronunciar el santo nombre de Alah, y no olvides esto por nada del mundo. Una vez en la barca, te guiará ese hombre, hacién­dote navegar por espacio de diez días, hasta que llegues al Mar de Salva­ción. Y cuando llegues a este mar encontrarás a alguien que ha de llevarte a tu tierra. Pero no olvides que para que todo eso ocurra no debes pronunciar nunca el nombre de Alah.”

Entonces, ¡oh señora mía! desperté y me dispuse animoso a ejecutar las órdenes de aquella voz. Con el arco y las flechas encontradas disparé contra el jinete, lo derribé, y lo vi hundirse en el mar. El arco se me escapó de la mano, y lo enterre en el mismo sitio en que había caído. En seguida el mar se agitó, hirvió y se desbordó, llegando hasta la cumbre en que yo me hallaba. Y a los pocos instantes vi en medio del mar una barca que se dirigía hacia la costa. Entonces di gracias a Alah el Altísimo. Y al aproximar­se la barca advertí en ella a un hombre de bronce que llevaba en el pecho una chapa de plomo con nom­bres y talismanes grabados. Y cuando la barca llegó, entré en ella, pero sin decir palabra. Y el hombre de bronce me condujo durante un día, durante dos, durante tres, y así suce­sivamente, hasta diez días. Entonces vi unas islas a lo lejos. ¡Aquello era la salvación! Y me alegré hasta el límite de la alegría; pero tanta era la plenitud de mi emoción y de mi gratitud hacia el Altísimo, que pronuncié el nombre de Alah y lo glorifiqué, exclamando: “¡Alahu akbar! ¡Alahu akbar!”

Pero apenas dije tan sagradas pala­bras, el hombre de bronce se apoderó de mí, me arrojó al mar, y hundién­dose a lo lejos, desapareció.

Estuve nadando hasta el anoche­cer, en que mis brazos, quedaron extenuados y rendido todo mi cuer­po. Entonces, viendo aproximarse la muerte, dije la schehada, mi, profesión de fe, y me dispuse a morir. Pero en aquél momento una ola más enorme que las otras vino desde la lejanía como una torre gigantesca y me despidió con tal empuje, que me encontré junto a unas islas que había divisado en lontananza. ¡Así lo quiso Alah!

Entonces trepé a la orilla, retorcí mi ropa, tendiéndola en el suelo para que se secase, y me eché a dormir, sin despertar hasta por la mañana. Me puse mis vestidos secos, me levanté buscando donde ir, y me in­terné en un pequeño valle fértil, recorriéndolo en todas direcciones, y así di una vuelta entera al lugar en que me encontraba, viendo que me rodeaba el mar por todas partes. Y me dije: “¡Qué fatalidad la mía! ¡Siempre que me libro de una des­gracia caigo en otra peor!”

Mientras me absorbían tan tristes pensamientos, divisé que venía por el mar una barca con gente. Enton­ces, temeroso de que me ocurriera algo desagradable, me levanté y me encaramé, a un árbol para esperar los acontecimientos. Al arribar la barca salieron de ella diez esclavos con una pala cada uno. Anduvieron hasta llegar al centro de la isla, y allí empezaron a cavar la tierra, dejando al descubierto una trampa. La levantaron, y abrieron una puerta que apareció debajo. Hecho esto, vol­vieron a la barca, descargando de su interior-y echándose a hombros gran cantidad de efectos: pan, harina, miel, manteca, carneros, sacos llenos y otras muchas cosas; todo, en fin, lo que pueda desear, quien vive en una casa. Los esclavos siguieron yendo y viniendo del subterráneo a la barca y de la barca a la trampa, hasta vaciar completamente aquella, sacan­do luego trajes suntuosos y magní­ficos, que se echaron al brazo; y entonces vi salir de la barca, en medio de los esclavos, a un anciano venerable, tan flaco y encorvado por los años y las vicisitudes, que apenas tenia apariencia humana. Este jeique llevaba de la mano a un joven her­mosísimo, moldeado realmente en el molde de la perfección, rama tierna­ y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón.

Llegaron hasta la puerta, la fran­quearon y desaparecieron ante mis ojos. Pero pasados unos instantes, subieron todos menos el joven; en­traron otra vez en la barca y se alejaron por el mar.

Cuando los hube perdido de vista, salté del árbol, corrí hacia el sitio donde estaba la trampa, que habían cubierto otra vez de tierra, y la qui­té de nuevo. Entonces descubrí la trampa, que era de madera y del tamaño de una piedra de molino, la levanté con ayuda de Alah, y vi que arrancaba de ella una escalera abovedada. Descendí poseído de asombro sus peldaños de piedra, y me encontré al fin en un espacioso salón revestido de tapices magníficos y colgaduras de seda y terciopelo. En un diván, entre bujías encendi­das, jarrones con flores y tarros llenos de frutas y de dulces, aparecía sentado el joven, que estaba hacién­dose aire con un abanico. Al verme se asustó mucho, pero yo le dije con mi más armoniosa voz: “¡La paz sea contigo!” Y él contestó, tranquilizán­dose: “¡Y contigo sea la paz, la misericoria de Alah y sus bendicio­nes!” Yo le dije: “¡Oh mi señor! Que tu corazón no se alarme. Aquí donde me ves, soy rey e hijo de un rey. Alah me ha guiado hasta ti para sacarte de este subterráneo, al cual sin duda te trajeron para que murie­ses. Pero yo te libertaré. Y serás mi amigo, pues me bastó verte para, estar predispuesto a tu favor.”

Entonces el joven, dibujando una sonrisa en sus labios, me invitó a que me sentase junto a él en el diván, y me dijo: “Sabe, ¡oh señor mío! que no me trajeron a este lugar para que muriese, sino para librarme de la muerte. Sabe también que soy hijo de un gran joyero, conocido en todo el mundo por sus riquezas y la cuantía de sus tesoros. Las cara­vanas que van por cuenta suya a lejanos países para vender su pedre­ría a los reyes y emires de la tierra han extendido su reputación por to­das partes. Al nacer yo, siendo ya él de edad madura, le anunciaron los maestros -de la adivinación que 'su hijo había de morir antes que su pa­ore y su madre; y mi padre, este día, a pesar del regocijo que le había cau­sado mi nacimiento y la felicidad de mi madre, que me dio al mundo después del término de nueve rieses, por voluntad de Alah, experimentó un dolor muy grande, sobre todo cuando: los sabios que habían leído en los astros mi suerte le dijeron: “Matará a tu hijo un rey, hijo de otro rey, llamado Kassib, cuarenta días después de que aquél haya arro­jado al mar al jinete de bronce de la montaña magnética.” Y mi padre el joyero quedó afligidísimo. Y cuidó de mí, educándome con mucho esme­ro, hasta que hube cumplido los quince años. Pero entonces supo que el jinete había sido echado al mar, y la noticia le apenó y le hizo llorar tanto, que en poco tiempo palideció su cara, enflaqueció su cuerpo y toda su persona adquirió la apariencia de un hombre decrepito, rendido por los años y las des­venturas. Entonces me trajo a esta morada subterránea, la cual mandó construir para sustraerme a la busca del rey que había de matarme cuan­do cumpliera yo los quince años, y yo y mi padre estamos seguros de que el hijo de Kassib no podrá dar conmigo en esta isla desconocida. Tal es la causa de mi estancia en este sitio.”

Entonces pensé yo: “¿Cómo po­drán equivocarse así los sabios que leen en los astros? Porque, ¡por Alah! este joven es la llama de mi corazón, y más fácil que matarlo me sería matarme.” Y luego le dije: “¡Oh hijo mío! Alah Todopoderoso no consentirá nunca que se quiebre flor tan hermosa. Estoy dispuesto a defenderte y a seguir aquí contigo toda la vida.” Y él me contestó: “Pasados cuarenta días vendrá a bus­carme mi padre, pues ya no habrá peligro.” Y yo le dije: “¡Por Alah! que permaneceré en tu compañía esos cuarenta días, y después le diré a tu padre que te deje ir a mi reino, donde serás mi amigo y heredero del trono.”

Entonces el mancebo me dio las gracias con palabras cariñosas; y comprendí que era en extremo cortés y correspondía a la inclinación que a él me arrastraba. Y empezamos a conversar amistosamente, regalándo­nos con las vituallas deliciosas de sus provisiones, que podían bastar para un año a cien comensales.

Al acercarse el día me desperté y me lavé, llevando al joven la palan­gana llena de agua perfumada para que asimismo se lavase, y preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo luego hasta la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un carnero relle­no de almendras, pasas, nuez mos­cada, clavo y pimienta. Y bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas y pos­telillos tan finos y leves como una cabellera, en los cuales no se había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni la canela. Y así deja­mos transcurrir, tranquilos y felices; hasta el día cuadragésimo. Este úl­timo día, como tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen baño, y puse a calentar agua en el caldero vertiéndola después en la tina de cobre y añadiéndole agua fría para hacerla más agrable. El joven entró en el baño, lavándose y. Perfumándose.

Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la bandeja, en un tapiz, me subí a la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la cabeza del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de pronto cosquillas en una pierna, produciéndome tal efecto, que caí encima de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en seguida.

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