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《一千零一夜》连载三十五
作者:未知  文章来源:互联网  点击数  更新时间:2007-09-10 14:36:57  文章录入:admin  责任编辑:admin

 

PERO GUANDO LLEGÓ LA 755 NOCHE

Ella dijo:

... e hizo proclamar el divorcio de su hija Badrú’l-Budur con el hi­jo del gran visir, dando a entender que no se había consumado nada. En cuanto al hijo del gran visir, el sultán, por consideración a su pa­dre, le nombró gobernador de una provincia lejana de China, le dio or­den de partir sin demora. Lo cual fue ejecutado.

Cuando Aladino, al mismo tiempo que los habitantes de la ciudad, se enteró, por la proclama de los pre­goneros públicos, del divorcio de Badrú’l-Budur sin haberse consuma­do el matrimonio y de la partida del burlado, se dilató hasta el límite de la dilatación, y se dijo: “¡Bendita sea esta lámpara maravillosa, causa ini­cial de todas mis prosperidades! ¡Preferible es que haya tenido lugar el divorcio sin una intervención más directa del genni de la lámpara, el cual, sin duda, habría acabado cocí ese cretino!” Y también se alegró de que hubiese tenido éxito su vengan­za sin que nadie, ni el rey, ni el gran visir, ni su misma madre sospecha­ra la parte que había tenido él en todo aquel asunto. Y sin preocuparse ya, como sino hubiese ocurrido na­da anómalo desde su petición de matrimonio, esperó con toda tran­quilidad a que transcurriesen los tres meses del plazo exigido, enviando a palacio, en la mañana que siguió al último día del plazo consabido, a su madre, vestida con sus trajes mejores, para que recordase al sultán su promesa.

Y he aquí que, en cuanto entró en el diván la madre de Aladino, el sultán, que estaba dedicado a des­pachar los asuntos del reino, como de costumbre, dirigió la vista hacia ella y la reconoció en seguida. Y no tuvo ella necesidad de hablar, por que el sultán recordó por sí mismo la promesa que le había dado y el plazo que había fijado. Y se encaró con su gran visir, y le dijo: “¡Aquí está ¡oh visir! la madre de Aladino! Ella fue quien nos trajo, hace tres meses, la maravillosa porcelana lle­na de pedrerías. ¡Y me parece que, con motivo de expirar el plazo, vie­ne a pedirme el cumplimiento de la promesa que le hice concerniente a mi hija! ¡Bendito sea Alah, que no ha permitido el matrimonio de tu hijo, para que así haga honor a la palabra dada cuando olvidé mis com­promisos por ti!” Y el visir, que en su fuero interno seguía estando muy despechado por todo lo ocurrido, contestó: “¡Claro ¡oh mi señor! que jamás los reyes deben olvidar sus promesas! ¡Pero el caso es que, cuan­do se casa a la hija, debe uno infor­marse acerca del esposo, y nuestro amo el rey no ha tomado informes de este Aladino y de su familia! ¡Pero yo sé que es hijo de un pobre sas­tre muerto en la miseria, y de baja condición! ¿De dónde puede venir­le la riqueza al hijo de un sastre?” El rey dijo: “La riqueza viene de Alah, ¡oh visir!” El visir dijo: “Así es, ¡oh rey! ¡Pero no sabernos si ese Aladino es tan rico realmente co­mo su presente dio a entender! Pa­ra estar seguros no tendrá el rey más que pedir por la princesa una dote tan considerable que sólo pue­da pagarle un hijo de rey o de sul­tán. ¡Y de tal suerte el rey casará a su hija sobre seguro, sin correr el riesgo de darle otra vez un esposo indigno de sus méritos!” Y dijo el rey: “De tu lengua brota elocuencia, ¡oh visir! ¡Di que se acerque esa mujer para que yo le hable!” Y el visir hizo una seña al jefe de los guardias, que mandó avanzar hasta el pie del trono a la madre de Ala­dino.

Entonces la madre de Aladino se prosternó, y besó la tierra por tres veces entre las manos del rey, quien le dijo: “¡Has de saber ¡oh tía! que no he olvidado mi promesa! ¡Pero hasta el presente no hablé aún de la dote exigida por mi hija, cuyos mé­ritos son muy grandes! Dirás, pues, a tu hijo, que se efectuará su ma­trimonio con mi hija El Sett Badrúl-Budur cuando me haya enviado lo que exijo como dote para mi hija, a saber: cuarenta fuentes de oro ma­cizo llenas hasta los bordes de las mismas especies de pedrerías en for­ma de frutas de todos colores y to­dos tamaños, como las que me envió en la fuente de porcelana; y estas fuentes las traerán a palacio cua­renta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que serán conducidas por cuar renta esclavos negros, jóvenes y ro­bustos; e irán todos formados en cortejo, vestidos con mucha mag­nificencia, y vendrán a depositar en mis manos las cuarenta fuen­tes de pedrerías. ¡Y eso es todo lo que pido, mi buena tía! ¡Pues no quiero exigir más a tu hijo, en con­sideración al presente que me ha enviado ya!”

Y la madre de Aladino, muy ate­rrada por aquella petición exorbitan­te, se limitó a prosternarse por se­gunda vez ante el trono, y se retiró para ir a dar cuenta de sumisión a su hijo. Y le dijo: “¡Oh! ¡hijo mío, yo te aconsejé desde un principio que no pensaras en el matrimnio con la princesa Badrú’l-Budur!” Y suspirando mucho, contó a su hijo la manera, muy afable desde luego, que tuvo al recibirla el sultán, y las condiciones que ponía antes de con­sentir definitivamente en el matri­monio. Y añadió: “¡Qué locura la tuya, ¡oh hijo mío! ¡Admito lo de las fuentes de oro, y las pedrerías exigidas, porque imagino que serás lo bastante insensato para ir al sub­terráneo a despojar a los árboles de sus frutas encantadas! Pero, ¿quieres decirme cómo vas a arreglarte para disponer de las cuarenta esclavas jóvenes y de los cuarenta jóvenes ne­gros? ¡Ah! ¡hijo mío, la culpa de es­ta pretensión tan exorbitante la tie­ne también ese maldito visir, porque le vi inclinarse al oído del rey, cuan­do yo entraba, y hablarle en secreto! ¡Creeme, Aladino, renuncia a ese proyecto que te llevara a la perdi­ción sin remedio!” Pero Aladino se limitó a sonreír, y contestó a su madre: “¡Por Alah, ¡oh madre! que al verte entrar con esa cara tan tris­te creí que ibas a darme una mala noticia! ¡Pero ya veo que te preocu­pas siempre par cosas que verdade­ramente no valen la pena! ¡Porque has de saber que todo lo que acaba de pedimne el rey como precio de su hija no es nada en comparación con lo que realmente podría darle! Re­fresca pues, tus ojos y tranquiliza tu espíritu. Y por tu parte, no pien­ses más que en preparar la comida, pues tengo hambre. ¡Y deja para mí el cuidado de complacer al rey!”

Y he aquí que, en cuanto la ma­dre salió para ir al zoco a comprar las provisiones necesarias, Aladino se apresuró a encerrarse en su cuarto. Y cogió la lámpara y la frotó en el sitio que sabía. Y al punto apareció el genni, quien después de inclinar­se -ante él y dijo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quie­res? Habla. ¡Soy el servidor de la lampara en el aire por donde vuelo y en la tierra por donde me arras­tro!” Y Aladino le dijo: “Sabe ¡oh efrit! que el sultán consiente en dar­me a su hija, la maravillosa Badrú'l-Budur, a quien ya conoces; pero lo hace a condición de que le envíe lo más pronto posible cuarenta bande­jas de oro macizo, de pura calidad, llenas hasta los bordes de frutas de pedrerías semejantes a las de la fuen­te de porcelana, que las cogí en los árboles del jardín que hay en el si­do donde encontré la lámpara de que eres servidor. ¡Pero no es eso todo! Para llevar esas bandejas de oro, llenas de pedrerías, me pide además, cuarenta esclavas jóvenes, bellas como lunas, que han de ser conducidas por cuarenta negros jó­venes, hermosos, fuertes y vestidos con mucha magnificencia. ¡Eso es lo que, a mi vez, exijo de ti! ¡Date prisa a complacerme, en virtud del poder que tengo sobre ti como due­ño de la lámpara!” Y el genni con­testó: “¡Escucho y obedezco!” Y des­apareció, pero para volver al cabo de un momento.

Y le acompañaban los ochenta es­clavos consabidos, hombres y muje­res, a los que puso en fila en el pa­tio, a lo largo del muro de la casa. Y cada una de las esclavas llenaba a la cabeza una bandeja de oro ma­cizo lleno hasta el borde de perlas, diamantes, rabíes, esmeraldas, turquesas y otras mil especies de pedre­rías en forma de frutas de todos co­lores y de todos tamaños. Y cada bandeja estaba cubierta con una gasa de seda con florones de oro en el te­jido. Y verdaderamente eran las pe­drerías mucho más maravillosas que las presentadas al sultán en la porce­lana. Y una vez alineados contra el muro los cuarenta esclavos, el genni fue a inclinarse ante Aladino, y le preguntó: “¿Tienes todavía ¡oh mi señor! que exigir alguna cosa al ser­vidor de la lámpara?” Y Aládino le dijo: “¡No, por el momento nada más!” Y al punto desapareció el efrit.

En aquel instante entró la madre de Aladino cargada con las provi­siones que había comprado en el zoco. Y se sorprendió mucho al ver su casa invadida por tanto gente; y al pronto creyó que el sultán man­daba detener a Aladino para casti­garle por la insolencia de su petición. Pero no tardó Aladino en disuadirla de ello, pues sin darla lugar a quitar­se el velo del rastro, le dijo: “¡No pierdas el tiempo en levantarte el ve­lo, ¡oh madre! porque vas a verte obligada a salir sin tardanza para acompañar al palacio a estos escla­vos que ves formados en el patio! ¡Como puedes observar, las cuarenta esclavas llevan la dote reclamada por el sultán como precio de su hi­ja! ¡Te ruego, pues, que, antes de preparar la comida, me prestes el servicio de acompañar al cortejo para presentárselo al sultán!'

Inmediatamente la madre de Ala­dino hizo salir de la casa por orden a los ochenta esclavos, formándolos en hilera por parejas: una esclava joven precedida de un negro, y así sucesivamente hasta la última pare­ja. Y cada pareja estaba separada de la anterior por un espacio de diez pies: Y cuando traspuso la puerta la última pareja, la madre de Ala­dino echó a andar detrás del cor­tejo. Y Aladino cerró la puerta, se­guro del resultado, y fue a su cuar­to a esperar tranquilamente el re­gresó de su madre.

En cuanto salió a la calle la pri­mera pareja comenzaron a aglome­rarse los transeúntes; y cuando es­tuvo completo el cortejo la calle ha­bíase llenado de una muchedumbre inmensa, que prorrumpía en murmu­llos y exclamaciones. Y acudió todo el zoco para ver el cortejo y admi­rar un espectáculo, tan magnífico y tan extraordinario. ¡Porque cada pareja era por sí sola una cumplida maravilla; pues su atavío, admirable de gusto y esplendor, su hermosura, compuesta de una belleza blanca de mujer y una belleza negra de negro, un buen aspecto, su continente aven­tajado, su marcha reposada y caden­ciosa, a igual distancia, el resplandor de la bandeja de pedrerías que lle­vaba a la cabeza cada joven, los des­tellos lanzados por las joyas engastadas en los cinturones de oro de los negros, las chispas que brotaban de sus gorros de brocado en que balan­ceábanse airones, todo aquello cons­tituía un espectáculo arrebatador, a ninguno otro parecido, que hacía que ni por un instante dudase el pue­blo de que se trataba de la llegada a palacio de algún asombroso hilo de rey o de sultán.

Y en medio de la estupefacción de todo un pueblo, acabó el cortejo por llegar a palacio. Y no bien los guardias y porteros divisaron a la primer pareja, llegaron a tal estado de maravilla que, poseídos de respe­to y admiración, se formaron espon­táneamente en dos filas para que pa­saran. Y su jefe, al ver al primer negro, convencido de que iba a vi­sitar al rey el sultán de los negros en persona, avanzó hacia él y se prosternó y quiso besarle la mano; pero entonces vio la hilera maravi­llosa que le seguía. Y al mismo tiem­po le dijo el primer negro, sonrien­do, porque había recibido del efrit las instrucciones necesarias: “¡Yo y todos nosotros no somos más que es­clavos del que vendrá cuando llegue el momento- oportuno!”. Y tras de hablar así, franqueó la puerta segui­do de la joven que llevaba la ban­deja de oro y toda la hilera de parejas armoniosas. Y los ochenta esclavos franquearon el primer patio y fueron a ponerse en fila por orden en el segundo patio, al cual daba el diván de recepción.

En cuanto al sultán, que en aquel momento despachaba los asuntos del reinó, vio en el patio aquel cortejo magnífico, que borraba con su es­plendor el brillo de todo lo que él poseía en el palacio, hizo desalo­jar el diván inmediatamente, y dio orden de recibir a los recién llega­dos. Y entraron éstos gravemente, de dos en dos, y se alinearon con lentitud, formando una gran media luna ante el trono del sultán. Y cada una de las esclavas jóvenes, ayuda­da por su compañero negro, depo­sito en la alfombra la bandeja que llevaba. Luego se prosternaron a la vez los ochenta y besaron la tierra entre las manos del sultán, levantán­dose en seguida, y todos a una des­cubrieron con igual diestro ademán las bandejas rebosantes de frutas ma­ravillosas. Y con los brazos cruzados sobre el pecho permanecieron de pie, en actitud del más profundo respeto.

Sólo entonces fue cuando la ma­dre de Aladino, que iba la última, se destacó de la media luna que for­maban las parejas alternadas, y des­pués de las prosternaciones y las za­lemas de rigor, dijo al rey, que había enmudecido por completo ante aquel espectáculo sin par: “¡Oh rey del tiempo ¡mi hijo Aladino, esclavo tuyo, me envía con la dote que has pedido como precio de Sett Badrú'h-­Budur, tu hija honorable! ¡Y me en­carga te diga que te equivocaste al apreciar la valía de la princesa, y que todo esto está muy por debajo de sus méritos! Pero cree que le disculparás por ofrecerte tan poco, y que admitirás este insignificante tributo en espera de lo que piensa hacer en lo sucesivo!”

Así habló la madre de Aladino. Pero el rey, que no estaba en estado de escuchar lo que ella le decía, se­guía absorto y con los ojos muy abiertos ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Y miraba alter­nativamente las cuarenta bandejas, el contenido de las cuarenta bandejas, las esclavas jóvenes que habían lle­vado las cuarenta bandejas y los jó­venes negros que habían acompaña­do a las portadoras de las bandejas. ¡Y no sabía qué debía admirar más, si aquellas joyas, que eran las más extraordinarias que vio nunca en el mundo, o aquellas esclavas jóvenes, que eran como lunas, o aquellos es­clavos negros, que se dirían otros tantos reyes! Y así se estuvo una hora de tiempo, sin poder pronun­ciar una palabra ni separar sus mira­das de las maravillas que tenía ante sí. Y en lugar de dirigirse a la ma­dre de Aladino para manifestarle su opinión acerca de lo que le llevaba, acabó por encararse con su gran visir y decirle:' “¡Por mi vida! ¿qué suponen las riquezas que poseemos y que supone mi palacio ante tal magnificencia? ¿Y qué debemos pen­sar del hombre que, en menos tiem­po del precisa para desearlos, reali­za tales esplendores y nos los envía? ¿Y qué son los méritos de mi hija comparados con semejante profusión de hermosura?” Y no obstante el despecho y el rencor que experi­mentaba por cuanto le había sucedí­do a su hijo, el visir no pudo menos de decir: “¡Sí, por Alah, hermoso es todo esto; pero, aún así, no vale lo que un tesoro único como la prin­cesa Badrú'l-Budur!” Y dijo el rey: “¡Por Alah, ya lo creo que vale tan­to como ella y la supera con mucho en valor! ¡Por eso no me parece mal negocio concedérsela en matrimonio a un hombre tan rico, tan generoso y tan magnífico como el gran Ala­dino, nuestro hijo!” Y se encaró con las demás visires y emires y nota­bles que le rodeaban, y les interrogó con la mirada. Y todos contestaron inclinándose profundamente hasta el suelo por tres veces para indicar bien su aprobación a las palabras de su rey.

Entonces no vaciló más ef rey. Y sin preocuparse ya de saber si Ala­dino reunía todas las cualidades re­queridas para ser esposo de una hija de rey, se encaró con la madre de Aladino, y le dijo: “¡Oh venerable madre de Aladino! ¡te ruego que vayas a decir a tu hijo que desde este instante ha entrado en mi raza y en mi descendencia, y que ya no aguardo más que a verle para besar­le como un padre besaría a su hija, y para unirle a mi hija Badrú’l-Bu­dur por el Libro y la Sunnah!”

Y después de las zalemas, por una y otra parte la madre de Aladino se apresuró a retirarse para volar en seguida a su casa, desafiando a, la rapidez del viento, y poner a su hijo Aladino al corriente de lo que oca­baba de pasar. Y le apremió para que se diera prisa a presentarse al rey, que tenía la más viva impacien­cia por verle. Y Aladino, que con aquella noticia veía satisfechos sus anhelos después de tan larga espera, no quiso dejar ver cuán embriagado de alegría estaba. Y contestó con aire muy tranquilo y acento mesu­rado: “Toda esta dicha me viene de Alah y de tu bendición ¡oh madre! y de tu celo infatigable.” Y le besó las manos y la dio muchas gracias y le pidió permiso para retirarse a su cuarto; a fin de prepararse para ir a ver al sultán.

No bien estuvo solo, Aladino co­gió la lámpara mágica, que hasta en­tonces había sido de tanta utilidad para él, y la frotó como de ordina­rio. Y al instante apareció el efrit, quien, después de inclinarse ante él, le preguntó con la fórmula habitual qué servicio podía prestarle. Y Ala­dino contestó: “¡Oh efrit de la lám­para!. ¡deseo tomar un baño! ¡Y pa­ra después del baño quiero que me traigas un traje que no tenga igual en magnificencia entre los sultanes más grandes de la tierra, y tan bue­no, que los inteligentes puedan esti­marlo en más de mil millares de di­nares de oro, por lo menos! ¡Y bas­ta por el momento!”

Entonces, tras de inclinarse en prueba de obediencia, el efrit de la lámpara dobló completamente el espi­nazo, y dijo a Aladino: “Móntate en mis hombros, ¡oh dueño de la lám­para!” Y Aladino se montó en los hombros dei efrit, dejando colgar sus piernas sobre el pecho del genni; y el efrit se elevó por los aires, ha­ciéndole invisible, como él lo era, y le transportó a un hammam tan hermoso que no podría encontrár­sele hermano en casa de los reyes y kaissares. Y el hammarn era todo de jade y alabastro transparente, con piscinas de coralina rosa y coral blanco y con ornamentos de piedra de esmeralda de una delicadeza en­cantadora. ¡Y verdaderamente po­dían deleitarse allá los ojos y los sentidos, porque en aquel recinto na­da molestaba a la vista en el con­junto ni en los detalles! Y era deli­ciosa la frescura que se sentía allí y el calor estaba graduado y pro­porcionado. Y no había ni un ba­ñista que turbara con su presencia o con su voz la paz de las bóvedas blancas. Pero en cuanto el genni de­jó a Aladino en el estrado de la sala de entrada, apareció ante él un joven efrit de lo más hermoso, semejante a una muchacha, aunque más seduc­tor, y le ayudó a desnudarse, y le echó por los hombros una toalla grande perfumada, y le cogió con mucha precaución y dulzura y le condujo a la más hermosa de las salas, que estaba toda pavimentada de pedrerías de colores diversos. Y al punto fueron a cogerle de manos de su compañero otros jóvenes efrits, no menos bellos y no menos seduc­tores, y le sentaron cómodamente en un banco de mármol, y se dedica­ron. a frotarle y a lavarle con varias clases de aguas de olor; le dieron masaje con un arte admirable, y vol­vieron a lavarle con agua de rosas almizclada. Y sus sabios cuidados le pusieron la tez tan fresca como un pétalo de rosa y blanca y encar­nada, a medida de los deseos. Y se sintió ligero hasta el punto de poder volar como los pájaros. Y el joven y hermoso efrit que habíale condu­cido se presentó para volver a coger­le y llevarle al estrado, donde le ofreció, como refrescó, un delicioso sorbete de ámbar gris. Y se encon­tró con el genni de la lámpara, que tenía entre sus manos un traje de suntuosidad incomparable. Y ayu­dado por el joven efrit de manos sua­ves, se puso aquella magnificencia, y estaba semejante a cualquier rey entre los grande reyes, aunque te­nía mejor aspecto aún. Y de nuevo le tomo el efrit sobre sus hombros y se le llevó, sin sacudidas, a la habitación de su casa.

Entonces Aladino se encaró con el efrit de la lámpara, y le dijo: “Y ahora ¿sabes lo que tienes que ha­cer?” El genni contestó: “No, ¡oh dueño de la lámpara! ¡Pero ordena y obedeceré en los aires por donde vuelo o en la tierra por donde me arrastro!” Y dijo Aladino: “Deseo que me traigas un caballo de pura raza, que no tenga hermano en her­mosura ni en las caballerizas del sultán ni en las de los monarcas más poderosos; del mundo. Y es precisó que sus arreos valgan por sí solos mil millares de dinares de oro, por lo menos. Al mismo tiempo me trae­rás cuarenta y ocho esclavos jóvenes, bien formados, de talla aventajada y llenos de gracia, vestidos con mu­cha limpieza, elegancia y riqueza, para que abran marcha delante de mi caballo veinticuatro de ellos pues­tos en dos hileras de a doce, mientras los otros veinticuatro irán detrás de mí en dos hileras de a doce también. Tampoco has de olvidarte, sobre to­do, de buscar para el servicio de mi madre doce jóvenes como lunas, úni­cas en su especie, vestidas con mu­cho gusto y magnificencia y llevan­do en los brazos cada una un traje de tela y color diferentes y con el cual pueda vestirse con toda confian­za una hija de rey. Por último, a ca­da uno de mis cuarenta y ocho escla­vos le darás, para que se lo cuelgue al cuello, un saco con cinco mil di­nares de oro, a fin de que haga yo de ello el uso que me parezca. ¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 759 NOCHE

Ella dijo:

“ ...¡Y eso es todo lo que deseo de ti por hoy!”

Apenas acabó de hablar Aladino, cuando el genni, después de la res­puesta con el oído y la obediencia, apresuróse a desaparecer, pero pa­ra volver al cabo de un momento con el caballo, los cuarenta y ocho esclavos jóvenes, las doce jóvenes, los cuarenta y ocho sacos con cinco mil dinares; cada uno y los doce tra­jes de tela y color diferentes. Y to­do era absolutamente de la calidad pedida, aunque más hermoso aún. Y Aládino se posesionó de todo y despidió al genni, diciéndole: “¡Te llamaré cuando tenga necesidad de ti!” Y sin pérdida de tiempo se des­pidió de su madre, besándola una vez más las manos, y puso a su ser­vicio a las doce esclavas jóvenes, re­comendándoles que no dejaran de hacer todo lo posible por tener con­tenta a su ama y qué le enseñaran la manera de ponerse los hermosas trajes que habían llevado.

Tras todo lo cual Aladino se apre­suró a montar a caballo y a salir al patio de la casa. Y aunque subía entonces por primera vez a lomos de un caballo, supo sostenerse con una elegancia y una firmeza que le hu­bieran envidiado los más consuma­dos jinetes. Y se puso en marcha, con arreglo al plan que había imagi­rindo para el cortejo, precedido por veinticuatro esclavos formados en dos hileras de a doce, acompañado por cuatro esclavos que iban a am­bos lados llevando los cordones de la gualdrapa del caballo, y seguido por los demás, que cerraban la mar­cha.

Cuando el cortejo echó a andar por las calles se aglomeró en todas partes, lo mismo en zocos que en ventanas y terrazas, una inmensa muchedumbre mucho más conside­rable que la que había acudido a ver el primer cortejo. Y siguiendo las órdenes que les había dado Aladino, los cuarenta y ocho esclavos empe­zaron entonces a coger oro de sus sacos y a arrojárselo a puñados a derecha y a izquierda al pueblo que se aglomeraba a su paso. Y resona­ban por toda la ciudad las aclamacio­nes, no sólo a causa de la generosi­dad del magnífico donador, sino también a causa de la belleza del ji­nete y de sus esclavos espléndidos. Porque en su caballo, Aladino esta­ba verdaderamente muy arrogante, con su rostro al que la virtud de la lámpara mágica. hacía aún más en­cantador, con su aspecto real y el airón de diamantes que se balancea­ba sobre su turbante. Y así fue como, en medio de las aclamaciones y la admiración de todo un pueblo, Aladino llegó a palacio precedido por el rumor de su llegada; y todo estaba preparado allí para recibirle con todos los honores debidos al es­poso de la princesa Badrú'l-Budur.

Y he aquí que el sultán le espera­ba precisamente en la parte alta de la escalera de honor, que empeza­ba en el segundo patio. Y no bien Aladino echó pie a tierra, ayudado por el propio gran visir, que le tenía el estribo, el sultán descendió en ho­nor suyo dos o tres escalones. Y Aladino subió en dirección a él y quiso prosternarse entre sus manos; pero se lo impidió el sultán, que re­cibióle en sus brazos y le besó co­mo si de su propio hijo se tratara, maravillado de su arrogancia, de su buen aspecto y de la riqueza de sus atavíos. Y en el mismo momento retembló el aire con las aclamacio­nes lanzadas por todos los emires, visires y guardias, y con el sonido de trompetas, clarinetes, óboes y tambores. Y pasando el brazo por el hombro de Aladino, el sultán le condujo al salón de recepciones, y le hizo sentarse a su lado en el le­cho del trono, y le besó por segunda vez, y le dijo: “¡Por Alah, oh hijo mío Aladino! que siento mucho que mi destino no me haya hecho encon­trarte antes de este día, y haber di­ferido así tres meses tu matrimonio con mi hija Badrú’l-Budur, esclava tuya!” Y le contestó Aladino de una manera tan encantadora, que el sul­tán sintió aumentar el cariño que le tenía, y le dijo: “¡En verdad, ¡oh Aladino! ¿qué rey no anhelaría que fueras el esposo de su hija?” Y se puso a hablar con él y a interrogar­le con mucho afecto, admirándose de la prudencia de sus respuestas y de la elocuencia y sutileza de sus dis­cursos. Y mandó preparar, en la misma sala del trono, un festín mag­nífico, y comió solo con Aladino, haciéndose servir por el gran visir, a quien se le había alargado con el despecho la nariz hasta el límite del alargamiento, y por los expires y los demás altos dignatarios:

Cuando terminó la comida, el sul­tan, que no quería prolongar por mas tiempo la realización de su pro­mesa, mando llamar al kadí y a los testigos, y les ordenó que redactaran inmediatamente el contrato de ma­trimonio de Aladino y su hija la princesa Badrú’l-Budur. Y en presen­cia de los testigos el kadí se apresuró a ejecutar la orden y a extender el contrato con todas las fórmulas re­queridas por el Libro y la Sunnah. Y cuando el kadí hubo acabada, el sultán besó a Aladino, y le dijo: “¡Oh hijo mío! ¿penetrarás en la cámara nupcial para que tenga efecto la con­sumación esta misma noche?” Y con­testó Aladino: “¡Oh rey del tiempo! sin duda que penetraría esta misma noche para que tuviese efecto la consumación, si no escuchase otra voz que la del gran amor que ex­perimento por mi esposa. Pero de­seo que la cosa se haga en un pa­lacio digno de la princesa y que le pertenezca en propiedad. Permíteme, pues, que aplace la plena realización de mi dicha hasta que haga cons­truir el palacio que le destino. ¡Y a este efecto, te ruego que me otor­gues la concesión de un vasto terre­no situado frente por frente de tu palacio, a fin de que mi esposa no esté muy alejada de su padre, y yo mismo esté siempre cerca de ti para servirte! ¡Y por mi parte, me com­prometo a hacer construir este palacio en el plazo más breve posible!” Y el sultán contesto: “¡Ah! ¡hijo mío, no tienes necesidad de pedirme permiso para eso! ¡Aprópiate de to­do el terreno que te haga falta en­frente de mi palacio. ¡Pero te ruego que procures se acabe ese palacio lo más pronto posible, pues quisiera gozar de la posteridad de mi des­cendencia antes de morir!” Y Ala­dino sonrió, y dijo: “Tranquilice su espíritu el rey respecto a esto. ¡Se construirá el palacio con más diligencia de la que pudiera esperar­se!” Y se despidió del sultán, que le besó con ternura, y regresó a su casa con el mismo cortejo que le había acompañado y seguirlo por las aclamaciones del pueblo y por votos de dicha y prosperidad.

“En cuanto entró en su casa puso a su madre al corriente de lo que había pasado, y se apresuró a reti­rarse a su cuarto completamente so­lo. Y cogió la lámpara mágica y la frotó como de ordinario. Y no dejó el efrit de aparecer y de ponerse a sus órdenes. Y le dijo Aladino: “¡Oh efrit de la lámpara! ante todo, te fe­licito por el celo que desplegaste en servicio mío. Y después tengo que pedirte otra cosa según creo, más difícil de realizar que cuanto hiciste por mí hasta hoy, a causa del poder que ejercen sobre ti las virtudes de tu señora, que es esta lámpara de mi pertenencia. ¡Escucha! ¡quiero que en el plazo más corto posible me construyas, frente por frente del palacio del sultán, un palacio que sea digno de mi esposa El Sett Badrú’l-Budur! ¡Y a tal fin, dejo a tu buen gusto y a tus conocimientos ya acreditados el cuidado de todos los detalles de ornamentación y la elección de materiales preciosos, ta­les como piedras de jade, pórfido, alabastro, ágata, lazulita, jaspe, már­mol y granito! Solamente, te reco­miendo que en medio de ese palacio eleves una gran cúpula de cristal, construida sobre columnas de oro macizo y de plata, alternadas y agu­jeriada con noventa y nueve venta­nas enriquecidas con diamantes, rubíes, esmeraldas y otras pedrerías, pero procurando que la ventana número noventa y nueve quede im­perfecta, no de arquitectura, sino de ornamentación. Porque tengo un proyecto sobre el particular. Y no te olvides de trazar un jardín her­moso, con estanques y saltos de agua y plazoletas espaciosas. Y sobre todo, ¡oh efrit! pon un tesoro enor­me lleno de dinares de oro en cierto subterráneo, cuyo emplazamiento has de indicarme: ¡Y en cuanto a lo demás, así como en lo referente a cocinas, caballerizas y servidores, te dejo en completa libertad, con­fiando en tu sagacidad y en tu buena voluntad!” Y añadió: “¡En seguida que esté dispuesto todo, vendrás a avisarme!” Y contestó el genni: “¡Escucho y obedezco!” Y desapareció

Y he aquí que al despuntar del día siguiente estaba todavía en su lecho Aladino, cuando vio apare­cerse ante él al efrit de la lámpara, quien, después de las zalemas de rigor, le dijo: “¡Oh dueño de la lámpara! se han ejecutado tus orde­nes: ¡Y te ruego que vengas a revisar su realización!” Y Aladino se pres­tó a ello, y el efrit le transportó inmediatamente al sitio designado, y le mostró, frente por frente el pa­lacio del sultán, en medio de un magnífico jardín, y precedido de dos inmensos patios de mármol, un pala­cio mucho más hermoso de lo que el joven esperaba. Y tras de haberle hecho admirar la arquitectura y el aspecto general, el genni le hizo vi­sitar una por una, todas las habita­ciones y dependencias. Y parecióle a Aladino que se habían hecho las cosas con un fasto, un esplendor y una magnificencia inconcebibles; y en un inmenso subterráneo encontró un tesoro formado por sacos super­puestos y llenos de dinares de oro, que se apilaban hasta la bóveda. Y también visitó las cocinas, las re­posterías, las despensas y las caba­llerizas, encontrándolas muy de su gusto y perfectamente limpias; y se admiró de los caballos, y yeguas, que comían en pesebres de plata, mientras los palafreneros los cuida­han y les echaban el pienso. Y pasó revista a los esclavos de ambos se­xos y a los eunucos, formados por orden, según la importancia de sus funciones. Y cuando lo hubo visto todo y examinado todo, se encaró con el efrit de la lámpara, el cual sólo para él era visible y le acom­pañaba por todas partes, y hubo de felicitarle por la presteza, el buen gusto y la inteligencia de que había dado prueba en aquella obra per­fecta. Luego añadió: “¡Pero te has olvidado ¡oh efrit! de extender des­de la puerta de mi palacio a la del sultán una gran alfombra que per­mita que mi esposa no se canse los pies al atravesar esa distancia!” Y contestó el genni: “¡Oh dueño de la lámpara! tienes razón: ¡Pero eso se hace en un instante!” Y efectiva­mente, en un abrir y cerrar de ojos se extendió en el espacio que sepa­raba ambos palacios una magnífica alfombra de terciopelo con colores que armonizaban a maravilla con los tonos del césped y de los maci­zos.

Entonces Aladino, en el límite de la satisfacción, dijo al efrit: “¡Todo está perfectamente ahora! ¡Llévame a casa!” Y el efrit le cogió y le transportó a su cuarto cuando en el palacio del sultán los individuos de la servidumbre comenzaban a abrir las puertas para dedicarse a sus ocupaciones.

Y he aquí que, en cuanto abrie­ron las puertas, los esclavos y los porteros llegaron al límite de la es­tupefacción al notar que algo se oponía a su vista en el sitio donde la víspera se veía un inmenso meidán para torneos y cabalgatas. Y lo primero que vieron fue la mag­nífica alfombra de terciopelo que se extendía entre el césped lozano y sacaba sus colores con los matices naturales de flores y arbustos. Y siguiendo con la mirada aquella al­fombra, entre las hierbas del jardín milagroso divisaron entonces, el so­berbio palacio construido con pie­dras preciosas y cuya cúpula de cris­tal brillaba como el sol. Y sin saber ya que pensar, prefirieron ir a contar la cosa al gran visir, quien, después de mirar el nuevo palacio, a su vez fue a prevenir de la cosa al sultán, diciéndole: “No cabe duda, ¡oh rey del tiempo! ¡El esposo de Sett Badrú’l-Budur es un insigne mago!» Pero el sultán le contestó: “¡Mucho me asombra ¡oh visir! que quieras insinuarme que el palacio de que me hablas es obra de magia! ¡Bien sabes, sin embargo, que el hombre que me hizo donde tan maravillo­sos presentes es muy capaz de hacer construir todo un palacio en una sola noche, teniendo en cuenta las riquezas que debe poseer y el nú­mero considerable de obreros de que se habrá servido, merced a su fortuna. ¿Por qué, pues, vacilas en creer que ha obtenido ese resultado por medio de fuerzas naturales? ¿No te cegarán los celos, haciéndote juzgar mal de los hechos e impul­sándote a murmurar de mi yerno Aladino?” Y comprendiendo, por aquellas palabras, que el sultán quería a Aladino, el visir no se atrevió a insistir por miedo a perjudicarse a sí mismo, y enmudeció por pru­dencia. ¡Y he aquí lo referente a él!

En cuanto a Aladino, una vez que el efrit de la lámpara le trans­portó a su antigua casa, dijo a una de las doce esclavas jóvenes que fueran a despertar a su madre, y les dio a todas orden de ponerle uno de los hermosos trajes que habían llevado, y de ataviarla lo mejor que pudieran. Y cuando estuvo vestida su madre conforme el joven deseaba, le dijo él que había llegado el mo­mento de ir al palacio del sultán para llevarse a la recién casada y conducirla al palacio que había he­cho construir para ella. Y tras de recibir acerca del particular todas las instrucciones necesarias, la madre de Aladino salió de su casa acompañada por sus doce esclavas, y no tardó Aladino en seguirla a caballo en medio de su cortejo. Pero, llega­dos que fueron a cierta distancia de palacio, se separaron, Aladino para ir a su nuevo palacio, y su madre para ver al sultán.

No bien los guardias del sultán divisaron a la madre de Aladino en medio de las doce jóvenes que le servían de cortejo, corrieron a pre­venir al sultán, que se apresuró a ir a su encuentro. Y la recibió con las señales del respeto y los mira­mientos debidos a su nuevo rango. Y dio orden al jefe de los eunucos para que la introdujeran en el harem, a presencia de Sett Badrú’l-Budur. Y en cuanto la princesa la vio y supo que era la madre de su esposo Ala­dino, se levantó en honor suyo y fue a besarla. Luego la hizo sentarse a su lado, y la regaló con diversas confituras y golosinas, y acabó de hacerse vestir, por sus mujeres y de adornarse con las más preciosas jo­yas con que le obsequió su esposo Aladino. Y poco después entró el sultán, y pudo ver al descubierto entonces por primera vez, gracias al nuevo parentesco, el rostro de la madre de Aladino. Y en la delictadeza de sus facciones notó que debía haber sido muy agraciada en su ju­ventud, y que aun entonces, vestida como estaba con un buen traje y arreglada con lo que más le favo­recía, tenía mejor aspecto que mu­chas princesas y esposas de visires y de emires. Y la cumplimentó mucho por ello, lo cual conmovió y enterneció profundamente el cora­zón de la pobre mujer del difunto sastre Mustafá, que fue tan desdichada, y hubo de llenarle de lágri­mas los ojos.

Tras de lo cual se pusieron a de­partir los tres con toda cordialidad, haciendo así más amplio conoci­miento, hasta la llegada de la sul­tana, madre de Bádrú'l-Budur: Pero la vieja sultana estaba lejos de ver con buenos ojos aquel matrimonio de su hija con el hijo de gentes des­conocidas; y era del bando del gran visir, que seguía estando muy mor­tificado en secreto por el buen ca­riz que el asunto tomaba en detri­mento suyo. Sin embargo, no se atrevió a poner demasiado mala cara a la madre de Aladino, a pesar de las ganas que tenía de hacerlo; y tras de las zalemas por una y otra parte, se sentó con los demás, aunque sin interesarse en la conversación.

Y he aquí que cuando llegó el mo­mento de las despedidas para mar­charse al nuevo palacio, la princesa Badrú'l--Budur se levantó y besó con mucha ternura a su padre y a su madre, mezclando a los besos mu­chas lágrimas, apropiadas a las cir­cunstancias. Luego, apoyándose en la madre de Aladino, que iba a su izquierda, y precedida de diez eunu­cos vestidos con ropa de ceremonia y seguida de cien jóvenes esclavas ataviadas con una magnificencia de libélulas, se puso en marcha hacia el nuevo palacio, entre dos filas de cuatrocientos jóvenes esclavos blan­cos y negros alternados, que forma­ban entre los dos palacio y tenían cada cual una antorcha de oro en que ardía una bujía grande de ámbar y de alcanfor blanco. Y la princesa avanzó lentamente en medio de aquel cortejo, pasando por la alfombra de terciopelo, mientras que a su paso se dejaba oír un concierto admirable de instrumentos en las avenidas del jardín y en lo alto de las terrazas del palacio de Aladino. Y a lo lejos resonaban las aclamaciones lanzadas por todo el pueblo, que había acudido a las inmediaciones de ambos pa­lacios; y, unía el rumor de su alegría a toda aquella gloria. Y acabó la princesa por llegar a la puerta del nuevo palacio, en donde la esperaba Aladino. Y salió él a su encuentro sonriendo; y ella quedó encantada de verle tan hermoso y tan brillante. Y entró con él en la sala del festín, bajo la cúpula grande con ventanas de pedrerías. Y sentáronse los tres ante las bandejas de oro debidas a los cuidados del efrit de la lámpara; y Aladino estaba sentado en medio, con su esposa a la derecha y su madre a la izquierda. Y empezaron a comer al son de una música que no se veía y que era ejecutada por un coro de efnts de ambos sexos: Y Badrú'l-­Budur, encantada de cuanto veía y oía, decía para sí: “¡En mi vida me imaginé cosas tan maravillosas!” Y hasta dejó de comer para escuchar mejor los cánticos y el concierto de los efrits. Y Aladino y su madre no cesaban de servirla y de echarle de beber bebidas que no necesitaba, pues ya estaba ebria de admiración. Y fue para ellos una jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de Iskandar y de Solei­man...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 762 NOCHE

Ella dijo:

....Y fue para ellos una jornada espléndida que no tuvo igual en los tiempos de Iskandar y. de Soleimán.

Y cuando llegó la noche levanta­ron los manteles e hizo al punto su entrada en la sala de la cúpula un grupo de danzarinas. Y estaba com­puesto de cuatrocientas jóvenes, hi­jas de efrits, vestidas como flores y ligeras como pájaros. Y al son de una música, aérea se pusieron a bailar varias clases de motivos y con pasos de danza como no pueden versa más que en las regiones del paraíso. Y entonces fue cuando Aladino se le­vantó y cogiendo de la mano a su esposa se encaminó con ella a la cá­mara nupcial con paso cadencioso. Y les sigueron ordenadamente las esclavas jóvenes, procedidas, por la madre de Aladino. Y desnudaron a Badrú'l-Budur; y no le pusieron so­bre el cuerpo más que lo estricta­mente necesario para la noche. Y así era ella comparable a un narciso que saliera de su cáliz. Y tras de desearles delicias y alegría, les deja­ron solos en la cámara nupcial. Y por fin pudo Aladino, en el límite de la dicha, unirse a la princesa Badrú'l­-Budur, hija del rey. Y su noche, co­mo su día, no tuvo par en los tiem­pos de Iskandar y de Soleimán.

Al día siguiente, después de toda una noche de delicias, Aladino salió de los brazos de su esposa Badrú'l­Budur para hacer que al punto le pusieran un traje mas magnífico to­davía que el de la víspera, y dispo­nerse a ir a ver al sultán. Y mandó que le llevaran un soberbio caballo de las caballerizas pobladas por el efrit de la lámpara, y lo montó y se encaminó al palacio del padre de su esposa en medio de una escolta de honor. Y el sultán le recibió con muestras del más vivo regocijo, y le besó y le pidió con mucho interés noticias suyas y noticias de Badrú'l­-Budur. Y Aladino le dio la respues­ta conveniente acerca del particular, y le dijo: “¡Vengo sin tardanza ¡oh rey del tiempo! para invitarte a que vayas hoy a iluminar mi morada con tu presencia y a compartir con noso­tros la primera comida que celebra­mos después de las bodas! ¡Y te rue­go que, para visitar el palacio de tu hija, te hagas acompañar del gran visir y los emires!” Y el sultán, pasa demostrarle su estimación y su afecto, no puso ninguna dificultad al aceptar la invitación, se levantó en aquella hora y en aquel instante, y seguido de su gran visir y de sus emires salió con Aladino.

Y he aquí que, a medida que el sultán se aproximaba al palacio de su hija, su admiración erecta consi­derablemente y sus exclamaciones se hacían más vivas, más acentuadas y más altisonantes. Y eso que aún es­taba fuera del palacio. ¡Pero cómo se maravilló cuando estuvo dentro! ¡No veía por doquiera más que es­plendores, suntuosidades, riquezas, buen gusto, armonía y magnificen­cia! Y lo que acabó de deslumbrarle fue la sala de la cúpula de cristal, cuya arquitectura aérea y cuya or­namentación no podía dejar de ad­mirar. Y quiso contar el numero de ventanas enriquecidas con pedrerías, y vio que, en efecto, ascendían al número de noventa y nueve, ni una más ni una menos. Y se asombró enormemente. Pero asimismo notó que la ventana que hacía el número noventa y nueve no estaba conclui­da y carecía de todo adorno; y se encaró con Aladino y le dijo, muy sorprendido: “¡Oh hijo mío Aladino! ¡he aquí, ciertamente, el palacio más maravilloso que existió jamás sobre la faz de la tierra! ¡Y estoy lleno de admiración por cuanto veo! Pero, ¿puedes decirme qué motivo te ha impedido acabar la labor de esa ven­tana que con su imperfección afea la hermosura de sus hermanas?” Y Aladino sonrió y contestó: “¡Oh rey del tiempo! te ruego que no creas fue por olvido o por economía o por simple- negligencia por lo que dejé esa ventana en el estado imperfecto en que la ves, porque la he querido así a sabiendas. Y el motivo consiste en dejar a tu alteza el cuidado de hacer acabar esa labor para sellar de tal suerte en la piedra de este palacio tu nombre glorioso y el recuer­do de tu reinado. ¡Por eso te supli­co que consagres con tu consenti­miento la construcción de esta mo­rada que, por muy confortable que sea, resulta indigna de los méritos de mi esposa, tu hija!” Y extremada­mente halagado por aquella delicada atención de Aladino, el rey le dio las gracias y quiso que al instante se comenzara aquel trabajo. Y a este efecto dio orden a sus guardias para que hicieran ir al palacio, sin demo­ra, a los joyeros más hábiles y mejor surtidos de pedrerías, para acabar las incrustaciones de la ventana. Y mientras llegaban fue a ver a su hija y a pedirla noticias de su primera noche de bodas. Y sólo por la son­risa con que le recibió ella y por su aire, satisfecho comprendió que sería superfluo insistir. Y besó a Aladino, felicitándole mucho, y fue con él a la sala en que ya estaba preparada la comida con todo el esplendor con­veniente. Y comió de todo, y le pa­recieron los manjares los más exce­lentes que había probado nunca, y el servicio muy superior al de su pa­lacio, y la plata y los accesorios ad­mirables en absoluto.

Entre tanto llegaran los joyeros y orfebres a quienes habían ido a buscar los guardias por toda la ca­pital; y se pasó recado al rey, que en seguida subió a la cúpula de las noventa y nueve ventanas. Y enseñó a los orfebres la ventana sin termi­nar, diciéndoles: “¡Es preciso que en el plazo más breve posible acabéis la labor que necesita esta ventana en cuanto a inscrustaciones de per­las y pedrerías de todos colores!” Y los orfebres y joyeros contestaron con el oído y la obediencia, y se pusieron a examinar con mucha mi­nuciosidad la labor y las incrustacio­nes de las demás ventanas, mirán­dose unos a otros con ojos muy di­latados de asombro. Y después de ponerse de acuerdo entre ellos, vol­vieron junto al sultán, y tras de las prosternaciones, le dijeron: “¡Oh rey del tiempo! ¡no obstante todo nues­tro repuesto de piedras preciosas, no tenemos en nuestras tiendas con qué adornar la centésima parte de esta ventana!” Y dijo el rey; “¡Yo os proporcionare lo que os haga fal­ta!” Y mandó llevar las frutas de piedras preciosas que. Aladino le había dado como presente, y les di­jo: “¡Emplead lo necesario y devol­vedme lo que sobre!” Y los joyeros tomaron sus medidas e hicieron sus cálculos, repitiéndolos varias veces, y contestaron: “¡Oh rey del tiempo! ¡con todo lo que nos das y con todo lo que poseemos no habrá bastante para adornar la décima parte de la ventana!” Y el rey se encaró con sus guardias, y les dijo: “¡Invadid las casas de mis visires, grandes y pequeños, de mis emires y de todas las personas ricas de mi reino, y haced que os entreguen de grado o por fuerza todas las piedras precio­sas que posean!” Y los guardias se apresuraron a ejecutar la orden.

En espera de que regresasen, Ala­dino, que veía que el rey empezaba a estar inquieto por el resultado de la empresa y que interiormente se re­gocijaba en extremo de la cosa, qui­so distraerle con un concierto. E hi­zo una seña a uno de los jóvenes efrits esclavos suyos, el cual hizo entrar al punto un grupo de canta­rinas, tan hermosas, que cada una de ellas podía decir a la luna: “¡Le­vántate para que me siente en tu sitio!”, y dotadas de una voz encan­tadora que podía decir al ruiseñor ¡Cállate para escuchar cómo can­to!” Y en efecto, consiguieron con la armonía que el rey tuviese un po­co de paciencia.

Pero en cuanto llegaron los guar­dias el sultán entregó en seguida a joyeros y orfebres las pedrerías pro­cedentes del despojo de las consa­bidas personas ricas, y es dijo: “Y bien, ¿qué tenéis que decir ahora?” Ellos contestaron: “¡Por Alah, ¡oh señor, nuestro! que aun nos falta mu­cho! ¡Y necesitaremos ocho veces más materiales que los que poseemos al presente! ¡Además, para hacer bien este trabajo, precisamos por lo me­nos un plazo de tres meses, poniendo manos a la obra de día y de noche!”

Al oír estas palabras, el rey llegó al límite el desaliento y de la per­plejidad, y sintió alargársele la nariz hasta los pies de lo que le avergon­zaba su impotencia en circunstancias tan penosas para su amor propio. Entonces Aladino, sin querer ya pro­longar más la prueba a la que le hubo de someter, y dándose, por sa­tisfecho, se encaró con los orfebres y joyeras, y les dijo: “¡Recoged lo que os pertenece y salid!” Y dijo a los guardias: “¡Devolved las pedre­rías a sus dueños!” Y dijo al rey. “¡Oh rey del tiempo! ¡no sería bien que admitiera de ti yo lo que te di una vez! ¡Te ruego, pues, veas con agrado que te restituya yo estas frutas de pedrerías y te reemplace en lo que falta hacer para llevar a cabo la ornamentación de esa ven­tana! ¡Solamente te suplico que me esperes en el aposento de mi esposa Badrú’l-Budur, porque no puedo tra­bajar ni dar ninguna orden cuando sé que me están mirando!” Y el rey se retiró con su hija Badrú’l-Budur para no importunar a Aladino.

Entonces Aladino sacó del fondo de un armario de nácar la lámpara mágica; que había tenido mucho cui­dado de no olvidan en la mudanza de la antigua casa al palacio, y la frotó como tenía por costumbre ha­cerlo. Y al instante apareció el efrit y se inclinó ante Aladino esperando sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡te he hecho venir para que hagas, de todo punto semejante a sus hermanas, la venta­na número noventa y nueve!” Y apenas había él formulado está pe­tición cuando desapareció el efrit. Y oyó Aladino como una infinidad de martillazos- y chirridos de limas en la ventana consabida; y en menos tiempo del que el sediento necesita para beberse un vaso de agua fresca, vio aparecer y quedar rematada la milagrosa ornamentación de pedre­rías de la ventana. Y no pudo encon­trar la diferencia con las otras. Y fue en busca del sultán y le rogó que le acompañara a la sala de la cúpula.

Cuando el sultán llegó frente a la ventana, que había visto tan im­perfecta unos instantes antes, creyó que se había equivocado de sitio, sin poder diferenciarla de las otras. Pero cuando después de dar la vuelta va­rias veces a la cúpula, comprobó que en tan poco tiempo se había hecho aquel trabajo, para cuya terminación exigían tres meses enteros todos los joyeros y orfebres reunidos, llegó al límite de la maravilla, y besó a Ala­dino entre ambos ojos, y le dijo: ¡Ah! ¡hijo mío Aladino, conforme te conozco más, me pareces más admirable!” Y envió a buscar al gran visir, y le mostró con el dedo la ma­ravilla que le entusiasmaba, y le dijo con acento irónico: “Y bien, visir, ¿qué te parece`?” Y el visir, que no se olvidaba de su antiguo rencor, se convenció cada vez más, al ver la cosa, de que Aladino era un hechicero, un herético y un filósofo alquimista. Pero se guardó mucho de dejar trans­lucir sus pensamientos al sultán, a quien sabía muy adicto a su nuevo yerno, y sin entrar en conversación con él le dejó con su maravilla y se limitó a contestar: “¡Alah es el más grande!”

Y he aquí que, desde aquel día, el sultán no dejó de ir a pasar, des­pués del diván; algunas horas cada tarde en compañía de su yerno Ala­dino y de su hija Badrú’l-Budur, pa­ra contemplar las maravillas del pa­lacio, en donde siempre encontraba cosas nuevas más admirables que las antiguas, y que le maravillaban y le transportaban.

En cuanto a Aladino, lejos de en­vanecerse con lo agradable de su nueva vida, tuvo cuidado de consa­grarse, durante las horas que no pa­saba con su esposa Badrú't-Budur, a hacer el bien a su alrededor y a informarse de las gentes pobres pa­ra socorrerlas. Porque no olvidaba su antigua condición y la miseria en que había vivido con su madre en los años de su niñez. Y además, siempre que salía a caballo se hacía escoltar por algunos esclavos que, si­guiendo órdenes suyas, no dejaban de tirar en todo el recorrido puñados de dinares de oro a la muche­dumbre que acudía a su paso. Y a diario, después de la comida de me­diodía y de ta noche, hacía repartir entre los pobres las sobras de su me­sa, que bastarían para alimentar a más de cinco mil personas. Así es que su conducta tan generosa y su bondad y su modestia le granjearon el afecto de todo el pueblo y le atra­jeron las bendiciones de todos los habitantes. Y no había ni uno que no jurase por su nombre y por su vida. Pero lo que acabó de conquis­tarle los corazones y cimentar su fama fue cierta gran victoria que lo­gro sobre unas tribus rebeladas con­tra el sultán, y donde había dado prueba de un valor maravilloso y de cualidades guerreras que superaban á las hazañas de los héroes más fa­mosos. Y Badrú’l-Budur le amó ca­da vez mas, y cada vez felicitóse mas de su feliz destino que le había dado por esposo al único hombre que se la merecía verdaderamente. Y de tal suerte vivió Aladino varios años de dicha perfecta entre su es­posa y su madre, rodeado del afecto y la abnegación de grandes y pe­queños, y más querido y más respe­tado que el mismo sultán, quien, por cierto continuaba teniéndole en alta estima y sintiendo por él una admi­ración ilimitada. ¡Y he aquí lo refe­rente a Aladino!

¡He aquí ahora lo que se refiere al mago maghrebín a quien encontra­mos al principio de todos estos acon­tecimientos y que, sin querer, fue causa de la fortuna de Aladino!

Cuando abandonó a Aladino en el subterráneo, para dejarle morir de sed y de hambre, se volvió a su país al fondo del Maghreb lejano. Y se pasaba el tiempo entristeciéndose con el mal resultado de su expedi­ción y lamentando las penas y fati­gas que había soportado tan vana­mente para conquistar la lámpara mágica. Y pensaba en la fatalidad que le había quitado de los labios el bocado que tanto trabajo le costó confeccionar. Y no transcurría día sin que el recuerdo lleno de amargura de aquellas cosas asaltase su memo­ria y le hiciese maldecir a Aladino y el momento en que se encontró con Aladino. Y un día que estaba más lleno de rencor que de ordina­rio acabó por sentir curiosidad por los detalles de la muerte de Ala­dino. Y a este efecto, como estaba muy versado en la geomancia, cogió su mesa de arena adivinatoria, que hubo de sacar del fondo de un, ar­mario, sentóse sobre una estera cua­drada en medio de un círculo tra­zado con rojo, alisó la arena, arregló los granos machos y los granos hem­bras, las madres y las hijos, murmu­ró las fórmulas geomanticas, y dijo: “Está bien, ¡oh arena! veamos. ¿Qué ha sido de la lámpara mágica? ¿Y cómo murió ese miserable, que se llamaba Aladino?” Y pronun­ciando estas palabras agitó la are­na con arreglo al rito. Y he aquí que nacieron las figuras y se for­mó el horóscopo. Y el maghrebín, en el límite de la estupefacción, después de un examen detallado de las figuras del horóscopo, des­cubrió sin ningún género de duda que Aladino no estaba muerto, sino muy vivo, que era dueño de la lám­para mágica, y que vivía con esplen­dor, riquezas y honores, casado con la princesa Badrú’l-Budur, hija del rey de la China, a. la cual amaba y la cual le amaba, y por último, que no se le conocía en todo el imperio de la China e incluso en las fron­teras del mundo más que con el nombre del emir Aladino.

Cuando el mago se enteró de tal suerte, por medio de las operaciones de su geomancia y de su descrei­miento, de aquellas cosas que estaba tan lejos de esperarse, espumajeó de rabia y escupió al aire y al suelo, di­ciendo: “Escupo en tu cara. Piso tu cabeza, ¡oh Aladino! ¡oh pájaro de horca! ¡oh rostro de pez y de brea!..

  En éste, momento de su narración, Schahrazaa vio aparecerla mañana, y se calló discretamente.
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