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《一千零一夜》连载二十八 |
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作者:未知 文章来源:互联网 点击数 更新时间:2007-09-10 14:37:23 文章录入:admin 责任编辑:admin |
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| | PERO CUANDO LLEGÓ LA 306 NOCHE
Ella dijo: En cuanto a Sindbad el Cargador, llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Marino, todavía se hallaba emocionado a causa del enterramiento de su huésped. Pero como ya habían extendido el mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en medio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.
LA QUINTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL QUINTO VIAJE
Dijo Sindbad:
“Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del cuarto viaje me dediqué a hacer una vida de alegría, de placeres y de diversiones, y con ello olvidé en seguida mis pasados sufrimientos, y sólo me acordé de las ganancias admirables que me proporcionaron mis aventuras extraordinarias. Así es que no os asombréis si os digo que no dejé de atender a mi alma, la cual inducíame a nuevos viajes por los países de los hombres. Me apresté, pues a seguir aquel impulso, y compré las mercaderías que a mi experiencia parecieron de más fácil salida y de ganancia segura y fructífera; hice que las encajonasen, y partí con ellas para Bassra. Allí fui a pasearme por el puerto y vi un navío grande, nuevo completamente, que me gustó mucho y que acto seguido compré para mí solo. Contraté a mi servicio a un buen capitán experimentado y a los necesarios marineros. Después mandé que cargaran las mercaderías mis esclavos, a los cuales mantuve a bordo para que me sirvieran. También acepté en calidad de pasajeros a algunos mercaderes de buen aspecto, que me pagaron honradamente el precio del pasaje. De esta manera, convertido entonces en dueño de un navío, podía ayudar al capitán con mis consejos, merced a la experiencia que adquirí en asuntos marítimos. Abandonamos Bassra con el corazón confiado y alegre, deseándonos mutuamente, todo género de bendiciones. Y nuestra navegación fue muy feliz, favorecida de continuo por un viento propicio y un mar clemente. Y después de haber hecho diversas escalas con objeto de vender y comprar, arribamos un día a una isla, completamente deshabitada y desierta, y en la cual se veía como unica vivienda una cúpula blanca. Pero al examinar más de cerca aquella cúpula blanca, adivine que se trataba de un huevo de rokh. Me olvidé de advertirlo a los pasajeros, los cuales, una vez que desembarcaron, no encontraron para entretenerse nada mejor que tirar gruesas piedras a la superficie del huevo; y algunos instantes más tarde sacó del huevo una de sus patas el rokhecillo. Al verlo, continuaron rompiendo el huevo los mercaderes; luego mataron a la cría del rokh, cortándola en pedazos grandes, y fueron a bordo para contarme la aventura. ,Entonces llegué al límite del terror, y exclamé: “¡Estamos perdidos! ¡En seguida vendrán el padre y la madre del rokh para atacamos y hacernos perecer! ¡Hay que alejarse, pues, de esta isla lo más de prisa posible! Y al punto desplegamos la vela y nos pusimos en marcha, ayudados por el viento. En tanto, los mercaderes ocupabanse en asar los cuartos del rokh; pero no habían empezado a saborearlos, cuando vimos sobre los ojos del sol dos gruesas nubes que lo tapaban completamente. Al hallarse más cerca de nosotros estas nubes, advertimos no eran otra cosa que dos gigantescos rokhs, el padre y la madre del muerto. Y les oimos batir las alas y lanzar graznidos más terribles que el trueno. Y en seguida nos dimos cuenta de que estaban precisamente encima de nuestras cabezas, aunque a una gran altura, sosteniendo cada cual en sus garras una roca enorme, mayor que nuestro navío. Al verlo, no dudamos ya de que la venganza de los rokhs nos perdería. Y de repente uno de los rokhs dejó caer desde lo alto la roca en dirección al navío. Pero el capitán tenía mucha experiencia; maniobró con la barra tan rápidamente, que el navío viró a un lado, y la roca, pasando junto a nosotros, fue a dar en el mar, el cual abrióse de tal modo, que vimos su fondo, y el navío se alzó, bajó y volvió a alzarse espantablemente. Pero quiso nuestro destino que en aquel mismo instante soltase el segundo Rokh su piedra, que, sin que pudiésemos evitarlo, fue a caer en la popa, rompiendo el timón en veinte pedazos y hundiendo la mitad del navío. Al golpe, mercaderes y marineros quedaron aplastados o sumergidos. Yo fui de los que se sumergieron. Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conservar mi alma preciosa, que pude salir a la superficie del agua. Y por fortuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado navío. Al fin conseguí ponerme a horcajadas encima de la tabla y remando con los pies y ayudado por el viento y la corriente, pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi último aliento, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa, donde permanecí aniquilado una hora, hasta que descansaron y se tranquilizaron mi alma y mi corazón. Me levantó entonces y me interné en la isla con objeto de reconocerla. No tuve necesidad de caminar mucho para advertir que aquella vez el Destino me había transportado a un jardín tan hermoso, que podría compararse con los jardines del paraíso. Ante mis ojos estáticos aparecían por todas partes árboles de dorados frutos, arroyos cristalinos, pájaros de mil plumajes diferentes y flores arrebatadoras. Por consiguiente, no quise privarme de comer de aquellas frutas, beber de aquella agua y aspirar aquellas flores; y todo lo encontré lo más excelente posible. Así es que no me moví del sitio en que me hallaba, y continué reposando de mis fatigas hasta que acabó el día. Pero cuando llegó la noche, y me vi en aquella isla solo entre los árboles, no pude por menos de tener un miedo atroz, a pesar de la belleza y la paz que me rodeaban; no logré dominarme más qne a medias, y durante el sueño me asaltaron pesadillas terribles en medio de aquel silencio y aquella soledad. Al amanecer me levanté más tranquilo y avancé en mi exploración. De esta suerte pude llegar junto a un estanque donde iba a dar el agua de un manantial, y a la orilla del estanque, hallábase sentado inmóvil un venerable anciano cubierto con amplio manto hecho de hojas de árbol. Y pensé para mí: “¡También este anciano debe ser algún náufrago que se refugiara antes que yo en esta isla!” Me acerqué, pues, a él y le deseé la paz. Me devolvió el saludo, pero solamente por señas y sin pronunciar palabra. Y le pregunté: “¡Oh Venerable jeique! ¿a qué se debe tu estancia en este sitio?” Tampoco me contestó; pero movió con aire triste la cabeza, y con la mano me hizo señas que significaban: “¡Te suplico que me cargues a tu espalda y atravieses el arroyo conmigo, porque quisiera coger frutas en la otra orilla!” Entonces pensé: “¡Ciertamente, Sindbad, que verificarás una buena acción sirviendo así a este anciano!” Me incliné, pues, y me lo cargué sobre los hombros, atrayendo a mi pecho sus piernas, y con sus muslos me rodeába el cuello y la cabeza con sus brazos. Y le transporté por la otra orilla del arroyo hasta el lugar que hubo de designarme; luego me incliné nuevamente y le dije: “Baja con cuidado, ¡oh venerable jeique!” ¡Pero no se movió! Por el contrario, cada vez apretaba más sus muslos en torno de mi cuello, y se afianzaba a mis hombros con todas sus fuerzas. Al darme cuenta de ello llegué al límite del asombro y miré con atención sus piernas, Me parecieron negras y velludas, y ásperas como la piel de un búfalo, y me dieron miedo. Así es que, haciendo un esfuerzo inmenso, quise desenlazarme de su abrazo y dejarle en tierra; pero entonces me apretó él la garganta tan fuertemente, que casi me extranguló y ante mí se obscureció el mundo. Todavía hice un último esfuerzo; pero perdí el conocimiento, casi ya sin respiración, y caí al suelo desvanecido. Al cabo de algún tiempo volví en mí, observando que, a pesar de mi desvanecimiento, el anciano se mantenía siempre agarrado a mis hornbros; sólo había aflojado sus piernas ligeramente para permitir que el aire penetrara en mi garganta. Cuando me vio respirar, diome dos puntapiés en el estómago para obligarme a que me incorporara de nuevo. El dolor me hizo obedecer, y me erguí sobre mis piernas, mientras él se afianzaba a mi cuello más que nunca. Con la mano me indicó que anduviera por debajo de los árboles, y se puso a coger frutas y a comerlas. Y cada vez que me paraba yo contra su voluntad o andaba demasiado de prisa, me daba puntapiés tan violentos que veíame obligado a obedecerle. Todo aquel día estuvo sobre mis hombros, haciéndome caminar como un animal de carga; y llegada la noche, me obligó a tenderme con él para dormir sujeto siempre a mi cuello. Y a la mañana me despertó de un puntapié en el vientre, obrando como la víspera. Así permaneció afianzado a mis hombros día y noche sin tregua. Encima de mí hacía todas sus necesidades líquidas y sólidas, y sin piedad me obligaba a marchar, dándome puntapiés y puñetazos. Jamás había yo sufrido en mi alma tantas humillaciones y en mi cuerpo tan malos tratos como al servicio forzoso de este anciano, más robusto que un joven y más despiadado que un arriero. Y ya no sabía yo de qué medio valerme para desembarazarme de él; y deploraba el caritativo impulso que me hizo compadecerle y subirle a mis hombros y desde aquel momento me deseé la muerte desde lo más profundo de mi corazón. Hacía ya mucho tiempo que me veía reducido a tan deplorable estado, cuando un día aquel hombre me obligó a caminar bajo unos árboles de los que colgaban gruesas calabazas, y se me ocurrió la idea de aprovechar aquellas frutas secas para hacer con ellas recipientes. Recogí una gran calabaza seca que había caído del árbol tiempo atrás, la vacié por completo, la limpié, y fui a una vid para cortar racimos de uvas que exprimí dentro de la calabaza hasta llenarla. La tapé luego cuidadosamente y la puse al sol dejándola allí varios días, hasta que el zumo de uvas convirtióse en vino puro. Entonces cogí la calabaza y bebí de su contenido la cantidad suficiente para reponer fuerzas y ayudarme a soportar las fatigas de la carga, pero no lo bastante para embriagarme. Al momento me sentí reanimado y alegre hasta tal punto, que por primera vez me puse a hacer piruetas en todos sentidos con mi carga sin notarla ya, y a bailar cantando por entre los árboles. Incluso hube de dar palmadas para acompañar mi baile, riendo a carcajadas. Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición; pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus manos, la llevó a sus labios, saboreó prímero el líquido para saber a qué atenerse, y como lo encontró agradable, se lo bebió, vaciando la calabaza hasta la última gota y arrojándola después lejos de sí. En seguida se hizo en su cerebro el efecto del vino; y como había bebido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un pnricipio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha y a izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse. Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanudé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le despedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él entonces, y cogiendo de entre los árboles una piedra enorme le sacudí con ella con la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el cráneo, y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!... En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGó LA 308 NOCHE
Ella dijo: ... ¡Ojalá no haya tenido Alah nunca compasión de su alma! A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio de mi navío. Quiso el Destino que precisamente en aquel momento se encontrasen allí unos marineros que desembarcaron de un navío anclado para buscar agua y frutas. Al verme, llegaron al limite del asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Y les contó lo que acababa de ocurrirme, cómo había naufragado y cómo estuve reducido al estado de perpetuo animal de carga para el jeique a quien hube de matar. Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron. “¡Es prodigioso que pudieras librarte de ese jeique, conocido por todos los navegantes con el nombre de Anciano del mar! Tú eres el primero a quien no extranguló, porque siempre ha ahogado entre sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!” Después de lo cuál, me llevaron a su navío, donde su capitán me recibió cordialmente, Y me dio vestidos con que cubrir mi desnudez; y luego que le hube contado mi aventura, me felicitó por mi salvacion, y nos hicimos a la vela. Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puerto de una ciudad que tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase la Ciudad de los Monos, a causa de la cantidad prodigiosa de monos que habitaban en los árboles de las inmediaciones. Bajé a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con objeto de visitar la ciudad y procurar hacer algún negocio. El mercader con quien entablé amistad me dio un saco de algodón y me dijo: “Toma este saco, llénale de guijarros .y agrégate a los habitantes de la ciudad, que salen ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás, muy bien tu vida.” Entonces hice lo que él me aconsejaba; llené de guijarros mi sacó, y cuando terminé aquel trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de personas, igualmente cargadas cada cual con un saco parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: “Es un hombre pobre y extranjero. ¡Llevadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida! ¡Si le hacéis tal servicio seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor!” Ellos contestaron que escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo. Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un gran valle, cubierto de árboles tan altos que resultaba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias. Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra sus sacos y pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles piedras. Y yo hice lo que ellos. Entonces, furiosos, los monos nos respondieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de cocos. Y nosotros, procurando resguardamos, recogíamos aquellos frutos y llenábamos nuestros sacos con ellos. Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y volvimos a emprender el camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco pagándome en dinero. Y de este modo continué acompañando todos los días a los recolectores de cocos y vendiendo en la ciudad aquellos frutos, y así estuve hasta que poco a poco, a fuerza de acumular lo que ganaba, adquirí una fortuna que engrosó por sí sola después de diversos cambios y compras, y me permitió embarcarme en un navio que salía para el Mar de las Perlas. Como tuve cuidado de llevar conmigo una cantidad prodigiosa de cocos, no deje de cambiarlos por mostaza y canela a mi llegada a diversas islas; y después vendí la mostaza y la canela, y con el dinero que gané me fui al Mar de las Perlas, donde contraté buzos por mi cuenta. Fue muy grande mi suerte en la pesca de perlas pues me permitió realizar en poco tiempo una gran fortuna. Así es que no quise retrasar más mi regreso, y después de comprar, para mi uso personal madera de áloe de la mejor calidad a los indígenas de aquel país descreído, me embarqué en un barco que se hacía a la vela para Bassra, adonde arribé felizmente después de una excelente navegación. Desde allí salí en seguida para Bagdad, y corrí a mi calle y a mi casa, donde me recibieron con grandes manifestaciones de alegría mis parientes y mis amigos. Como volvía mas rico que jamás lo había estado, no dejé de repartir en torno mío el bienestar, haciendo muchas dádivas a los necesitados. Y viví en un reposo perfecto desde el seno de la alegría y los placeres. Pero cenad en mi casa esta noche, ¡oh mis amigos! y no faltéis mañana para escuchar el relato de mi sexto viaje, porque es verdaderamente asombroso y os hará olvidar las aventuras que acabáis de oír, por muy extraordinarias que hayan sido.” Luego, terminada esta historia, Sindbad el Marino, según su costumbre, hizo que entregaran las cien monedas de oro al cargador, que con los demás comensales retiróse maravillado, después de cenar. Y al día siguiente, después de un festín tan suntuoso como el de la víspera, Sindbad el Marino habló en los siguientes términos ante la misma asistencia:
LA SEXTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD EL MARINO, QUE TRATA DEL SEXTO VIAJE
“Sabed, ¡oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis queridos huéspedes! que al regreso de mi quinto viaje, estaba yo un día sentado delante de mi puerta tomando el fresco› y he aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que experimentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, y la alegría mayor aún, de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio. Resolví, pues, viajar; compré ricas y valiosas mercaderías a propósito para el comercio por mar, mandé cargar los fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a la de Bassra. Allí encontré una gran nave llena de mercaderes y de notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar mis, fardos con los suyos a bordo de aquel navío,y abandonamos en paz la ciudad de Bassra. No dejamos de navegar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, vendiendo, comprando y alegrando la vista con el espectáculo de los países de los hombres, viéndonos favorecidos constantemente Por una feliz navegación, que aprovechábamos para gozar de la vida. Pero un día entre los días, cuando nos creíamos en completa seguridad, oímos gritos de desesperación. Era nuestro capitán, quien los lanzaba. Al mismo tiempo le vimos tirar al suelo el turbante, golpearse el rostro, mesarse las barbas y dejarse caer en mitad del buque, presa de un pesar inconcebible. Entonces todos los mercaderes y pasajeros le rodeamos, y le preguntamos: “¡Oh capitán! ¿qué sucede?” El capitán respondió: “Sabed, buena gente aquí reunida, que nos hemos extraviado con nuestro navío, y hemos salido del mar en que estábamos para entrar en otro mar cuya derrota no conocemos. Y si Alah no nos depara algo que nos salve de este mar, quedaremos aniquilados cuantos estamos aquí. ¡Por lo tanto, hay quee suplicar a Alah el Altísimo que nos saque de este trance!” Dicho esto, el Capitán se levantó y subió al palo mayor, y quiso arreglar las velas; pero de pronto sopló con violencia el viento y echó al navio hacia atrás tan bruscamente, que se rompió el timón cuando estábamos cerca de una alta montaña. Entonces el capitán bajó del palo, y exclamó: “¡No hay fuerza ni recurso más que en Alah el Altísimo y Todopoderoso! ¡Nadie puede detener al Destino! ¡Por Alah! ¡Hemos caído en una perdición espantosa, sin ninguna probabilidad de salvarnos!” Al oír tales palabras, todos los pasajeros se echaron llorar por propio impulso, y despidiéndose unos de otros, antes de que se acabase su existencia y se perdiera toda esperanza. Y de pronto el navío se inclinó hacia la montaña, y se estrelló y se dispersó en tablas por todas partes. Y cuantos estaban dentro se sumergieron. Y los mercaderes cayeron al mar. Y unos se ahogaron y otros se agarraron a la montaña consabida y pudieron salvarse. Yo fui uno de los que pudieron agarrarse a la montaña. Estaba tal montaña situada en una isla muy grande, cuyas costas aparecían cubiertas por restos de buques naufragados y de toda clase de residuos. En el sitio en que tomamos tierra, vimos a nuestro alrededor una cantidad prodigiosa de fardos, y mercancías, y objetos valiosos de todas clases, arrojados por el mar. Y yo empece a andar, por en medio: de aquellas cosas dispersas, y a los pocos pasos llegué a un riachuelo de agua dulce que, al revés de todos los demás ríos que van a desaguar en el mar, salía de la montaña y se alejaba del mar, para internarse más adelante en una gruta situada al pie de aquella montaña y desaparecer por ella. Pero había más. Observé que las orillas de aquel río estaban sembradas de piedras, de rubíes, de gemas de todos los colores, de pedrería de todas formas y de metales preciosos. Y todas aquellas piedras abundaban tanto como los guijarros en el cauce de un río. Así es que todo aquel terreno brillaba y centelleaba con mil reflejos y luces, de manera que los ojos no podían soportar su resplandor. Noté también que aquella isla contenía la mejor calidad de madera de áloe chino Y de áloe comarí. También había en aquella isla una fuente de ámbar bruto líquido, del color del betún, que manaba como cera derretida por el suelo bajo la acción del sol y salían del mar grandes peces para devorarlo. Y se lo calentaban dentro y lo vomitaban al poco tiempo en la superficie del agua y entonces se endurecía y cambiaba de naturaleza y color. Y las olas lo llevaban a la orilla, embalsamándola. En cuanto al ámbar que no tragaban los peces, se derretía bajo la acción de los rayos del sol, y esparcía por toda la isla un olor semejante al del almizcle. He de deciros asimismo que todas aquellas riquezas no le servian a nadie, puesto que nadie pudo llegar a aquella isla y salir de ella vivo ni muerto. En efecto todo navio que se acercaba a sus costas estrellábase contra la montaña; y nadie podía subir a la montaña porque era inaccesible. De modo que los pasajeros que lograron salvarse del naufragio de nuestra nave, y yo entre ellos, quedamos muy perplejos, y estuvimos en la orilla, asombrados con todas las riquezas que teníamos a la vista, y con la mísera suerte que nos aguardaba en medio de tanta suntuosidad. Así estuvimos durante bastante rato en la orilla, sin saber qué hacer y después, como habíamos encontrado algunas provisiones, nos las repartimos con toda equidad. Y mis compañeros, que no estaban acostumbrados a las aventuras, se comieron su parte de una vez o en dos; y no tardaron al cabo de cierto tiempo, variable según la resistencia de cada cual, en sucumbir uno tras otro por falta de alimento. Pero yo supe economizar con prudencia mis víveres y no comi mas que una vez al día, aparte de que había encontrado otras provisiones de las cuales no dije palabra a mis compañeros. Los primeros que murieron fueron enterrados por los demás después de lavarles y meterles en sudarios confeccionados con las telas recogidas en la orilla. Con las privaciones vino a complicarse una epidemia de dolores de vientre, originada por el clima húmedo del mar. Así es que mis compañeros no tardaron en morir hasta el último, y yo abrí con mis manos la huesa del postrer camarada. En aquel momento, ya me quedaban muy pocas provisiones, a pesar de mi economia y prudencia, y como vela acercarse el momento de la muerte, empecé a llorar por mí, pensando: ¿Por qué no sucumbí antes que mis compañeros, que me hubieran rendido el último tributo, lavándome y sepultándome? ¡No hay recurso ni fuerza más que en Alah el Omnipotente!” Y en seguida empecé a morderme las manos con desesperación.
En este momento de su narracion, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 310 NOCHE
Ella dijo:
... empecé a morderme las manos con desesperación. Me decidí entonces a levantarme, y empecé a abrir una fosa profunda, diciendo para mí: “Cuando sienta llegar mi último momento, me arrastraré hasta allí y me meteré en la fosa, donde moriré. ¡El viento se encargará de acumular poco a poco la arena encima de mi cabeza, y llenará el hoyo!” Y mientras verificaba aquel trabajo, me echaba en cara mi falta de inteligencia y mi salida de mi país después de todo lo que me había ocurrido en nus diferentes viajes, y de lo que había experimentado la primera, y la segunda, y la tercera, y la cuarta, y la quinta vez, siendo cada prueba peor que la anterior. Y decía para mí: “¡Cuántas veces te arrepentiste para volver a empezar! ¿Qué necesidad tenías de viajar nuevamente? ¿No poseías en Bagdad riquezas bastantes para gastar sin cuento y sin temor a que se te acabaran nunca los fondos suficientes para dos existencias como la tuya?” A estos pensamientos sucedió pronto otra reflexión sugerida por la vista del río. En efecto, pensé: ¡Por Alah! Ese río indudablemente ha de tener un principio y un fin. Desde aquí veo el principio, pero el fin es invisible. No obstante, ese río que se interna así por debajo de la montaña, sin remedio ha de salir al otro lado por algún sitio. De modo que la única idea práctica para escaparme de aquí, es construir una embarcación cualquiera, meterme en ella y dejarme llevar por la corriente del agua que entra en la gruta. Si es mi destino, ya encontraré de ese modo el medió de salvarme; ¡si no, moriré ahí dentro y será menos espantoso que perecer de hambre, en esta playa! Me levanté, pues, algo animado por esta idea, y en seguida me puse a ejecutar mi proyecto. Junté grandes haces de madera de áloes comarí y chino; los até sólidamente con cuerdas; coloqué encima grandes tablones recogidos de la orilla y procedentes de los barcos náufragos, y con todo confeccioné una balsa tan ancha como el río, o mejor dicho, algo menos ancha, pero poco. Terminado este trabajo, cargué la balsa con algunos sacos grandes llenos de rubies, perlas y toda clase de pedrerías, escogiendo las más gordas, que eran como guijarros, y cogí también algunos fardos de ámbar gris, que elegí muy bueno y libre de impurezas; y no deje tampoco de llevarme las provisiones que me quedaban. Lo puse todo bien acondicionado sobre la balsa, que cuidé de proveer de dos tablas a guisa de remos, y acabé por embarcarme en ella, confiando en la voluntad de Alah y recordando estos versos del poeta:
¡Amigo, apártate de los lugares en que reina la opresión, y deja que resuene la morada con los gritos de duelo de quienes la construyeron. ¡Encontrarás tierra distinta de tu tierra; pero tu alma es una sola y no encontrarás otra! ¡Y no te aflijas ante los accidentes de las noches, pues por muy grandes que sean las desgracias, siempre tienen un término! ¡Y sabe que aquel cuya muerte fue decretada de antemano en una tierra, no podrá morir en otra! ¡Y en tu desgracia no envíes mensajes a ningún consejero; ningún, consejero mejor que el alma propia!
La balsa fue, pues, arrastrada por la corriente bajo la bóveda de la gruta, donde empezó a rozar con aspereza contra las paredes, y también mi cabeza recibió varios choques mientras que yo, espantado por la obscuridad completa en que me vi de pronto, quería ya volver a la playa. Pero no podía retroceder; la fuerte corriente me arrastraba cada vez más adentro, y el cauce del río tan pronto se estrechaba como se ensanchaba, en tanto que iban haciéndose más densas las tinieblas a mi alrededor, cansándome muchísimo. Entonces, soltando los remos que por cierto no me servían para gran cosa, me tumbó boca abajo en la balsa con objeto de no romperme el cráneo contra la bóveda, y no se cómo fui insensibilizándome en un profundo sueño. Debió éste durar un año o más, a juzgar por la pena que lo originó. El caso es que al despertarme me encontré en plena claridad. Abrí más los ojos y me encontró tendido en la hierba de una vasta campiña, y mi balsa estaba amarrada junto a un río; y alrededor de mí había indios y abisinios. Cuando me vieron ya, despierto aquellos hombres, se pusieron a hablarme, pero no entendí nada de su idioma y no les pude contestar. Empezaba a creer que era un sueño todo aquello, cuando advertí que hacia mí avanzaba un hombre que me dijo en árabe: “¡La paz contigo, ¡oh hermano nuestro! ¿Quién eres, de dónde vienes y qué motivo te trajo a este país? Nosotros somos labradores que venimos aquí a regar nuestros campos y plantaciones. Vimos la balsa en que te dormiste y la hemos sujetado y amarrado a lo orilla. Después nos aguardamos a que despertaras tú solo, para no asustarte. ¡Cuéntanos ahora qué aventura te condujo a este lugar!” Pero yo contesté: “¡Por Alah sobre ti, ¡oh señor! dame primeramente de comer, porque tengo hambre, y pregúntame luego cuanto gustes!” Al oír estas palabras, el hombre se apresuró a traerme alimento y comí hasta que me encontré harto, y tranquilo, y reanimado. Entonces comprendí que recobraba el alma, y di gracias a Alah por lo ocurrido, y me felicité de haberme librado de aquel río subterráneo. Tras de lo cual conte a quienes me rodeaban todo lo que me aconteció, desde el principio hasta el fin. Cuando hubieron oído mi relato, quedaron maravillosamente asambrados, y conversaron entre sí, y el que hablaba árabe me explicaba lo que se decían como, también les había hecho comprender mis palabras. Tan admirados estaban, que querían llevarme junto a su rey para que oyera mis aventuras. Yo consentí inmediatamente, y me llevaron. Y no dejaron tampoco de transportar la balsa como estaba, con sus fardos de ámbar y sus sacos llenos de pedrería. El rey, al cual le contaron quién era yo, me recibió con mucha cordialidad, y después de recíprocas zalemas me pidió que yo mismo le contase mis aventuras. Al punto obedecí, y le narré cuanto me había ocurrido, sin omitir nada. Pero no es necesario repetirlo. Oído mi relato, el rey de aquella isla, que era la de Serendib, llegó al límite del asombro y me felicitó mucho por haber salvado la vida a pesar de tanto peligro corrido. En seguida quise demostrarle que los viajes me sirvieron de algo, y me apresuré a abrir en su presencia mis sacos y mis fardos. Entonces el rey, que era muy inteligente en pedrería, admiró mucho mi colección, y yo, por deferencia a él, escogí un ejemplar muy hermoso de cada especie de piedra, como asi mismo perlas grandes y pedazos enteros de oro y plata, y se los ofrecí de regalo. Avínose a aceptarlos, y en cambio me colmó de consideraciones y honores, y me rogó que habitara en su propio palacio. Así lo hice, y desde aquel día llegué a ser amigo del rey y uno de los personajes principales de la isla. Y todos me hacían preguntas acerca de mi país, y yo les contestaba, y les interrogaba acerca del suyo, y me respondían. Así supe que la isla de Serendib tenía ochenta parasanges de longitud y ochenta de anchura; que poseía una montaña que era la más alta del mundo, en cuya cima había vivido nuestro padre Adán cierto tiempo; que encerraba muchas perlas y piedras preciosas, menos bellas, en realidad, que las de mis fardos, y muchos cocoteros. Un día el rey de Serendib me interrogó acerca de los asuntos públicos de Bagdad, y del modo que tenía de gobernar el califa Harún Al-Rachid. Y yo le conté cuán equitativo y magnánimo era el califa y le hablé extensamente de sus méritos y buenas cualidades. Y el rey de Screndib se maravilló y me dijo: “¡Por Alah!' ¡Veo que el califa conoce verdaderamente la cordura y el arte de gobernar su imperio, y acabas de hacer que le tomo gran afecto! ¡De modo que desearía prepararle algún regalo digno de él, y enviárselo contigo!” Yo contestó en seguida: “¡Escucho y obedezco, ¡oh mi señor! ¡Ten la seguridad de que entregaré fielmente tu regalo al califa, que llegará al límite del encanto! ¡Y al mismo tiempo le diré cuán excelente amigo suyo eres, y que puede contar con tu alianza!” Oídas estas palabras, el rey de Serendib dio algunas órdenes a sus chambelanes, que se apresuraron a obedecer. Y he aquí en qué consistía el regalo que me dieron para el califa Harún Al-Rachid. Primeramente había una gran vasija tallada en un solo rubí de color admirable, que tenía medio pie de altura y un dedo de espesor. Esta vasija, en forma de copa, estaba completamente llena de perlas redondas y blancas, como una avellana cada una. Además, había un alfombra hecha con una enorme piel de serpiente, con escamas grandes como un dínar de oro, que tenía la virtud de curar todas las enfermedades a quienes se acostaban en ella. En tercer lugar había doscientos granos de alcanfor exquisito, cada cual del tamaño de un alfónsigo. En cuarto lugar había dos colmillos de elefante, de doce codos de largo cada uno, y dos de ancho en la base. Y por último había una hermosa joven de Serendib, cubierta de pedrerías. Al mismo tiempo el rey me entregó una carta para el Emir de los Creyentes, diciéndome: “Discúlpame con el califa de lo poco que vale mi regalo. ¡Y has de decirle lo mucho que le quiero! Y yo contesté. “¡Escucho y obedezcol” Y le besé la mano. Entonces, me dijo: “De todos modos, Sindbad, si prefieres quedarte en mi reino, te tendré sobre mi cabeza y mis ojos; y en ese caso en-viaré a otro en tu lugar junto al califa de Bagdad”. Entonces exclamé: “¡Por Alah! Tu esplendidez es gran esplendidez, y me has colmado de beneficios. ¡Pero precisamente hay un barco que va a salir para Bassra y mucho desearía embarcarme en él para volver a ver a mis parientes, a mis hijos y mi tierra!” Oído esto, el rey no quiso insistir en que me quedase, y mandó llamar inmediatamente al capitán del barco, así como a los mercaderes que iban a ir conmigo, y me recomendó mucho a ellos, encargándoles que me guardaran toda clase de consideraciones. Pagó el precio de mi pasaje y me regaló muchas preciosidades que conservo todavía, pues no pude decidirme a vender lo que me recuerda al excelente rey de Serendib. Después de despedirme del rey y de todos los amigos que me hice durante mi estancia en aquella isla tan encantadora, me embarqué en la nave, que en seguida se dio a la vela. Partimos con viento favorable y navegamos de isla en isla y de mar en mar, hasta que, gracias a Alah, llegamos con toda seguridad a Bassra, desde donde me dirigí a Bagdad con mis riquezas y el presente destinado al califa. De modo que lo primero que hice fue encaminarme al palacio del Emir de los Creyentes; me introdujeron en el salón de recepciones, y besé la tierra entre las manos del califa, entregándole la carta y los presentes, y contándole mi aventura con todos sus detalles. Cuando el califa acabó de leer la carta del rey de Serendib y examinó los presentes, me preguntó si aquel rey era tan rico y poderoso como lo indicaban su carta y sus regalos. Yo contesté: “¡Oh Emir de los Creyentes! Puedo asegurar que el rey de Serendib no exagera. Además, a su poderío y su riqueza añade un gran sentimiento de justicia, y gobierna sabiamente a su pueblo. Es el único kadí de su reino, cuyos habitantes son, por cierto, tan pacíficos, que nunca suelen tener litigios. ¡Verdaderaniente, el rey es digno de tu amistad, ¡oh Emir de los Creyentes!” El califa quedó satisfecho de mis palabras, y me dijo: “La carta que acabo de leer y tu discurso me demuestraa que el rey de Serendib es un hombre excelente que no ignora los preceptos de la sabiduría y sabe vivir. ¡Dichoso el pueblo gobernado por él!” Después el califa me regaló un ropón de honor y ricos presentes, y me colmó de premincias y prerrogativas, y quiso que escribieran mi historia los escribas más hábiles para conservarla en los archivos del reino. Y me retiró entonces, y corrí a mi calle y a mi casa, y vivi en el seno de las riquezas y los honores, entre mis parientes y amigos, olvidando las pasadas tribulaciones y sin pensar mas que en extraer de la existencia cuantos bienes pudiera proporcionarme. Y tal es mi historia durante el sexto viaje. Pero mañana, ¡oh huéspedes míos! Os contaré la historia de mi séptimo viaje, que es más mayavilloso, y más admirable, Y más abundante en prodigios que los otros seis juntos.” |