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《一千零一夜》连载二十七
作者:未知  文章来源:互联网  点击数  更新时间:2007-09-10 14:37:23  文章录入:admin  责任编辑:admin

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 299 NOCHE

Ella dijo:

... advertimos que era un palacio de mucha altura, cuadrado, rodeado por sólidas murallas y que tenía una gran puerta de ébano de dos hojas. Como esta puerta estaba abierta y ningún portero la guardaba, la fran­queamos y penetramos en seguida en una inmensa sala tan grande co­mo un patio. Tenía por todo mobi­liario la tal sala enormes utensilios, de cocina y asadores de una longi­tud desmesurada; el suelo, por toda alfombra, montones de huesos, ya calcinados unos, otros sin quemar aún. Dentro reinaba un olor que perturbó en extremo nuestro olfato. Pero como estábamos extenúados de fatigo y miedo, nos dejamos caer cuan largos éramos y nos dormimos profundamente­

Ya se había puesto el sol, cuando nos sobresaltó un ruido estruendoso, despertándonos de repente; y vimot descender ante nosotros desde el te­cho a un ser negro con rostro hu­mano, tan alto como una palmera, y cuyo aspecto era más horrible que el de todos los monos reunidos. Te­nía los ojos rojos como dos tizones inflamados los dientes largos y sa­lientes como los colmillos de un cer­do, una boca enorme, tan grande como el brocal de un pozo, labios que le colgaban sobre el pecho, ore­jas movibles como las del elefante y que le cubrían los hombros, y uñas ganchudas cual las garras del león.

A su vista, nos llenamos de te­rror, y después nos quedamos rígi­dos como muertos. Pero él fue a sen­tarse en un banco alto adosado a la pared, y desde allí comenzó a exa­minarnos en silencio y con toda aten­ción uno a uno. Tras de lo cual se adelantó hacia nosotros, fue derecho a mí, prefiriéndome a los demás mercaderes, tendió la mano y me cogio de la nuca, cual podía cogarse un lío de trapos. Me dio vueltas y vuel­tas en todas direcciones, palpándo­me como palparía un carnicero cual­quier cabeza de carnero. Pero sin duda no debió encontrarme de su gusto, liquidado por el terror como yo estaba y con la grasa de mi piel disuelta por las fatigas del viaje y la pena. Entonces me dejó, echándo­me a rodar por el suelo, y se apoderó de mi vecino más próximo y lo ma­noseó, como me había manoseado a mí, para rechazarle luego y apode­rarse del siguiente. De este modo fue cogiendo uno tras de otro a to­dos los mercaderes, y le tocó ser el último en el turno al capitán del navio.

Aconteció que el capitán era un hombre gordo y lleno de carne, y naturalmente, era el más robusto y sólido de todos los hombres del na­vío. Así es que el espantoso gigante no dudó en fijarse en él al elegir: le cogio entre su manos cual un car­nicero cogería un cordero, le derribó en tierra, le puso un pie en el cuello y le desnucó con un solo golpe. Em­puñó entonces uno de los inmensos asadores en cuestion y se lo intro­dujo por la boca haciéndolo salir por el ano. Entonces encendió mucha leña en el hogar que había en la sala, puso entre las llamas al capitán en­sartado, y comenzó a darle vueltas lentamente hasta que estuvo en sa­zón. Le retiró del fuego entonces y empezo a trincharle en pedazos, co­mo si se tratara de un pollo, sirvién­dose para el caso de sus uñas. Hecho aquello le devoró en un abrir y ce­rrar de ojos. Tras de lo cual chupó los huesos, vaciándolos de la médu­la, y los arrojó en medio del montón que se alzaba en la sala.

Concluida esta comida, el espanto­so gigante fue a tenderse en el banco para digerir, y no tardó en dormirse, roncando exactamente igual que un búfalo a quien se degollara o como un asno a quien se incitara a rebuz­nar. Y así permaneció dormido has­ta por la mañana. Le vimos entonces levantarse y alejarse como había lle­gado, mientras permaneciamos in­móviles de espanto.

Cuando tuvimos la certeza de que había desaparecido, salimos del si­lencio que guardamos toda la noche, y nos comunicamos mutuamente nuestras reflexiones y empezamos a sollozar y gemir pensando en la suerte que nos esperaba.

Y con tristeza nos decíamos: “Me­jor hubiera sido perecer en el mar ahogados o comidos por los monos, que ser asados en las brasas. ¡Por Alah, que se trata de una muerte detestablel! Pero ¿que hacer? ¡Ha de ocurrir lo que Alah disponga! ¡No hay recurso más que en Alah el Todopoderoso!”

Abandonamos entonces aquella casa y vagamos por toda la isla en busca de algún escondrijo donde res­guardarnos; pero fue en vano, por­que la isla era llana y no había en ella cavernas ni nada que nos per­mitiese sustraernos a la persecución. Así es que, como caía la tarde, nos pareció mas prudente volver al pa­lacio.

Pero, apenas llegamos hizo su apa­rición en medio del ruido atronador el horrible hombre negro, y después del palpamiento y el manoseo, se apoderó de uno de mis compañeros mercaderes, ensartándole en seguida, asándolo y haciéndole pasar a su vientre, para tenderse luego en el banco y roncar hasta la mañana co­mo un bruto degollado. Despertáse entonces y se desperezó, gruñendo ferozmente, y se marchó sin ocupar­se de nosotros y cual si no nos viera.

Cuando partió, como habíamos tenido tiempo de reflexionar sobre nuestra triste situación, exclamamos todos a la vez: “Vamos a tirarnos al mar para morir ahogados, mejor que perecer asados y devorados. ¡Porque debe ser una muerte terrible!” Al ir a ejecutar este proyecto, se levantó uno de nosotros y dijo: “¡Escuchad­me compañeros! ¿No creéis que vale quizá más matar al hombre negro antes de que nos extermine?” Enton­ces levanté a mi vez yo el dedo y dije: “¡Escuchadme, compañeros! ¡Caso de que verdaderamente hayáis resuelto matar al hombre negro, se­ría preciso antes comenzar por uti­lizar los trozos de madera de que esta cubierta la playa, con objeto de construimos una balsa en la cual po­damos huir de esta isla maldita des­pués de librar a la Creación de tan bárbaro comedor de musulmanes! ¡Bordearemos entonces cualquier is­la donde esperaremos la clemencia del Destino, que nos enviará algún navío para regresar a nuestro país! De todos modos, aunque naufrague la balsa y nos ahoguemos, habremos evitado que nos asen y no habremos cometido la mala acción de matar­nos voluntariamente. ¡Nuestra muer­te será un martirio que se tendrá en cuenta el día de la Retribución!” Entonces exclamaron los mercade­res: “¡Por Alah! ¡Es una idea exce­lente y una acción razonable!”

Al momento nos dirigimos a la playa y construimos la balsa en cues­tión, en la cual tuvimos cuidado de poner algunas provisiones, tales como frutas y hierbas comestibles; luego volvimos al palacio para esperar, temblando, la llegada del hombre ne­gro.

Llegó precedido de un ruido atro­nador, y creíamos ver entrar a un enorme perro rabioso. Todavía tu­vimos necesidad de presenciar sin un murmullo cómo ensartaba y asaba a uno, de nuestros compañeros, a quien escogió por su grasa y buen aspecto, tras del palpamiento y ma­noseo. Pero cuando el espantoso bruto se durmió y comenzó a roncar de un modo estrepitoso, pensamos en aprovecharnos de su sueño con objeto de hacerle inofensivo para siempre.

Cogimos a tal fin dos de los in­mensos asadores de hierro, y los ca­lentamos al fuego hasta que estuvie­ron al rojo blanco; luego los empu­ñamos fuertemente por el extremo frío, y como eran muy pesados, lle­vamos, entre varios cada uno. Nos acercamos a él quedamente, y entre todos hundimos a la vez ambos asa­dores en ambos ojos del horrible hombre negro que dormía, y apreta­mos con todas nuestras fuerzas para que cegase en absoluto.

Debió sentir seguramente un do­lor extremado, porque el grito que lanzó fue tan espantoso, que al oírlo rodamos por el suelo a una distancia respetable. Y saltó él a ciegas, y aullando y corriendo en todos senti­dos, intentó coger a alguno de nos­otros. Pero habíamos tenido tiempo de evitarlo y tirarnos al suelo de bru­ces a su derecha y a su izquierda, de manera que a cada vez sólo se encontraba con el vacío. Así es que, que no podía realizar su pro­posito, acabó por dirigirse a tientas a la puerta y salió dando gritos es­pantosos.

Entonces, convencidos de que el gigante ciego moriría por fin en su suplicio, Comenzamos a tranquilizar­nos, y nos dirigimos al mar con pa­so lento. Arreglamos un poco mejor la balsa, nos embarcamos en ella, la desamarramos de la orilla, y ya iba­mos a remar para alejamos, cuando vimos al horrible gigante ciego que llegaba corriendo, guiado por una hembra gigante todavía más horri­ble y antipática que él. Llegados que fueron a la playa, lanzaron gritos amedrentadores al ver que nos ale­jábamos, después cada uno de ellos comenzó a apedreamos, arrojando a la balsa trozos de peñasco. Por aquel procedimiento consiguieron al­canzarnos con sus proyectiles y aho­gar a todos mis compañeros, excep­to dos. En cuanto a los tres que sa­limos con vida, pudimos al fin ale­jamos y ponemos fuera del alcance de los peñascos que lanzaban.

Pronto llegamos a alta mar, donde nos vimos a merced del viento y em­pujados hacia una isla que distaba dos días de aquella en que creíamos perecer ensartados y asados. Pudi­mos encontrar allá frutas, con lo que nos libramos de morir de ham­bre; luego, como la noche iba ya avanzada, trepamos a un gran ár­bol para dormir en él.

Por la mañana, cuando nos des­pertamos, lo primero que se presen­tó ante nuestros ojos asustados fue una terrible serpiente tan gruesa co­mo el árbol en que nos hallabamos y que clavaba en nosotros sus ojos llameantes, y abría una boca tan an­cha como un horno. Y de pronto se irguió, y su cabeza nos alcanzó en la copa del árbol. Cogió con sus fau­ces a uno de mis compañeros Y lo engulló hasta los hombros, para devorarle por completo casi inme­diatamente. Y al punto oímos los huesos del infortunado crugir en el vientre de la serpiente, que bajó del árbol y nos dejó aniquilados de es­panto y de dolor. Y pensamos: “¡Por Alah, este nuevo género de muerte es más detestable que el anterior! ¡La alegría de haber escapado del asador del hombre negro, se convierte en un presentimiento peor aún que cuanto hubiéramos de experimentar! ¡No hay recurso más que en Alahl”

Tuvimos en seguida alientos para bajar del árbol y recoger algunas frutas que nos comimos, satisfacien­do nuestra sed con el agua de los arroyos. Tras de lo cual, vagamos por la isla en busca de cualquier abrigo más seguro que el de la pre­cedente noche, y acabamos por en­contrar un árbol de una altura pro­digiosa, que nos pareció podría pro­tegernos eficazmente. Trepamos a él al hacerse de noche y ya instalados lo mejor posible, empezábamos a dormimos, cuando nos despertó un silbido seguido de un rumor de ra­mas tronchadas, y antes de que tuviésemos tiempo de hacer un movimien­to para escapar, la serpiente cogió a mi compañero, que se había encara­mado por debajo de mí y de un solo golpe le devoró hasta las tres cuartas partes. La vi luego enroscase al árbol, haciendo rechinar los hue­sos de mi último compañero hasta que terminó de devorarle. Después se retiró, dejándome muerto de mie­do.

Continué en el árbol sin moverme hasta por la mañana, y únicamente entonces me decidí a bajar. Mi primer movinúento fue para tirarme al mar con objeto de concluir una vida miserable y llena de alarmas cada vez más terribles; en él camino me paré, porque mi alma, don precioso, no se avenía a tal resolución; y me sugirió una idea a la cual debo el haberme salvado.

Empecé a buscar leña, y encon­trándola en seguida, me tendí en tie­rra y cogí una tabla grande que su­jetó a las plantas de mis pies en toda su extensión; cogí luego una segunda tabla que até a mi costado izquierdo, otra a mi costado derecho, la cuarta me la puse en el vientre, y la quinta, más ancha y más larga que las anteriores, la sujeté a mi ca­beza. De este modo me encontraba rodeado por una muralla de tablas que oponían en todos sentidos un obstáculo a las fauces de la serpien­te. Realizado aquello, permanecí tendido en el suelo, y esperé lo que me reservaba el Destino.

Al hacerse de noche, no dejó de ir la serpiente. En cuanto me vio, arrojóse sobre mí dispuesta a sujetarme en su vientre; pero se lo im­pidieron las tablas. Se puso entonces a dar vueltas a mi alrededor intentando cogerme por algún lado más accesible; pero, no pudo lograr su propósito, a pesar de todos sus es­fuerzos y aunque tiraba de mí en todas direcciones. Así pasó toda la noche haciéndome sufrir, y yo me creía ya muerto y sentía en mi ros­tro su aliento nauseabundo. Al ama­necer me dejó por fin, y se alejó muy furiosa, en el límite de la có­lera y de la rabia.

Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo, saqué la ma­no y me desembaracé de las ligadu­ras que me ataban a las tablas. Pero había estado en una postura tan in­cómoda, que en un principio no lo­gré moverme, y durante varias ho­ras creí no poder recobrar el uso de mis miembros. Pero al fin conse­guí ponerme en pie, y poco a poco pude andar y pasearme por la isla. Me encaminé hacia el mar, y apenas llegué, descubrí en lontananza un navío que bordeaba la isla velozmen­te a toda vela.

Al verlo me puse a agitar los bra­zos y gritar como un loco; luego des­plegué la tela de mi turbante, y atándola a una rama de árbol, la le­vanté por encima de mi cabeza y me esforcé en hacer señales para que me advirtiesen desde el navío.

El destino quiso que mis esfuer­zos no resultaran inútiles. No tardé, efectivamente, en ver que el navío viraba y se dirigía a tierra; y poco después fui recogido por el capitán y sus hombres.

Una vez a bordo del navío, empezaron por proporcionarme vestidos y ocultar mi desnudez, ya que desde hacía tiempo había yo destrozado mi ropa, luego me ofrecieron manjares para que comiera, lo cual hice con mucho apetito, a causa de mis pasa­das privaciones; pero lo que me llegó especialmente al alma fue cierta agua fresca en su punto y deliciosa en verdad, de la que bebí hasta saciar­me. Entonces se calmó mi corazón y se tranquilizó mi espíritu, y sentí que el reposo y el bienestar descen­dían por fin a mi cuerpo extenuado.

Comencé, pues, a vivir de nuevo tras de ver a dos pasos de mí la muerte y bendije a Alah por su misericordia, y le di gracias por haber interrumpido mis tribulaciones. Así es que no tardé en reponerme com­pletamente de mis emociones y fatigas, hasta el punto de casi llegar a creer que todas aquellas calami­dades habían sido un sueño.

Nuestra navegación resultó exce­lente, y con la venia de Alah el vien­to nos fue favorable todo el tiempo, y nos hizo tocar felizmente en una isla llamada Salahata, donde debía­mos hacer escala y en cuya rada or­denó anclar el capitán para permitir a los mercaderes desembarcar y des­pachar sus asuntos.

Cuando estuvieron en tierra los pasajeros, como era el único a bordo que carecía de mercancías para ven­der o cambiar el capitán se acercó a mi y me dijo: “¡Escucha lo que voy a decirte! Eres un hombre pobre y extranjero, y por ti sabemos cuántas pruebas has sufrido en tu vida. ¡Así, pues, quiero serte de al­guna utilidad ahora y ayudarte a re­gresar a tu país con el fin de que cuando pienses en mí lo.hagas gusto­so e invoques para mi persona todas las bendiciones!” Yo lo contesté: “Ciertamente, ¡oh capitán! que no dejaré de hacer votos en tu favor.” Y él dijo: “Sabe que hace algunos años vino con nosotros un viajero que si perdió en una isla en que hicimos escala. Y desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas, ni sabemos si ha muerto o si vive todavía. Como están en el navío de­positadas las mercancías que dejó aquel viajero, abrigo la idea de confiártelas para que mediante un co­rretaje provisional sobre la ganan­cia, las vendas en esta isla y me des su importe, a fin de que a mi regre­so a Baplad pueda yo entregarlo a sus parientes o dárselo a él mismo, si consiguió volver a su ciudad.” Y contesté yo: “¡Te soy deudor del bienestar y la obediencia, ¡oh mi se­ñor! ¡Y verdaderamente, eres acree­dor a mi mucha gratitud, ya que quieres proporcionarme una honrada ganancia!”

Entonces el capitán ordenó a los marineros que sacasen de la cala las mercancías y las llevaran a la orilla para que yo me hiciera cargo de ellas, Después llamó al escriba del navío y le dijo que las contase y las anotara fardo por fardo.. Y contestó el escriba: “¿A quién pertenecen es­tos fardos y a nombre de quien debo inscribirlos?” El capitán respondió: “El propietario de estos fardos se lla­maba Sindbad el Marino. Ahora ins­críbelos a nombre de ese pobre pa­sajero y pregúntale cómo se llama.”

Al oír aquellas palabras del capi­tán, me asombré prodigiosamente, y exclamé: “¡Pero si Sindbad el Mari­no soy yo!” Y mirando atentamente al capitán, reconocí en él al que al comienzo de mi segundo viaje, me abandonó en la isla donde me quedé dormido.

Ante descubrimiento tan inespera­do, mi emoción llegó a sus últimos límites, y añadí: “¡Oh Capitán! ¿No me reconoces? ¡Soy el propio Sind­had el Marino, oriundo de Bagdad! ¡Escucha mí historia! Acuérdate, ¡oh capitán! de que fui yo quien desem­barcó en la isla hace tantos años sin que hubiera vuelto. En efecto, me dormí a la margen de un arroyo de­licioso, después de haber comido, y cuando desperté ya había zarpado el barco. ¡Por cierto que me vieron muchos mercaderes, de la montaña de diamantes, y podrían atestiguar que soy yo el propio Sindbad el Ma­rino!­

Aun no había acabado de expli­carme, cuando uno de los mercade­res que había subido por mercade­rias a bordo, sea cercó a mí, me mi­ró atentamente, y en cuanto terminé de hablar, palmoteó sorprendido, y exclamó: “Por Alah! Ninguno me creyo cuando hace tiempo relaté la extraña aventura que me acaeció un día en la montaña de diamantes, donde, según dije, vi a un hombre atado a un cuarto de carnero y trans­portado desde el valle a la montaña por un pájaro llamado rokh. ¡Plues bien; he aquí aquel hombre! ¡Este mismo es Sindbad el Marino, el hom­bre generoso que me regaló tan her­mosos diamantes! “Y tras de hablar así, el mercader corrió a abrazarme como a un hermano ausente que en­contrara de pronto a su hermano.

Entonces me contempló un instante el capitán del navío y en seguida me reconoció también por Sindbad, el Marino. Y me tomó en sus bra­zos como lo hubiera hecho con su hijo, me felicitó por estar con vida todavía, y me dijo: “¡Por Alah, ¡oh mi señor! que es asombrosa tu his­toria y prodigiosa tu aventura! ¡Pe­ro bendito sea Alah, que permitió nos reuniéramos, e hizo que encon­traras tus mercancías y tu fortuna!” Luego dio orden de que llevaran mis mercancías a tierra para que yo las vendiese, aprovechándome de ellas por completo aquella vez. Y efecti­vamente, fue enorme la ganancia que me proporcionaron, indemnizándome con mucho de todo el tiempo que había perdido hasta entonces.

Después de lo cual, dejamos la isla Salahata y llegamos al país de Sind, donde vendimos y compramos igualmente.

En aquellos mares lejanos vi cosas asombrosas y prodigios innumera­bles, cuyo relato no puedo detallar. Pero, entro otras cosas, vi un pez que tenía el aspecto de una vaca y otro que parecía un asno. Vi también un pájaro que nacía del nácar ma­rino y cuyas crías vivían en la su­perficiade las aguas sin volar nun­ca sobre tierra.

Más tarde continuamos nuestra navegación, con la venia de Alah, y a la postre llegamos a Bassra, donde nos detuvimos pocos días, para en­trar por último en Bagdad.

Entonces me dirigí a mi calle, penetré en mi casa, saludé a mis pa­rientes, a mis amigos y a mis anti­guos compañeros, e hice muchas dá­divas a viudas y a huérfanm Por que había regresado más rico que nunca a causa de los últimos nego­cios hechos al vender mis mercan­cías.

Pero mañana, si Alah quiere, ¡oh amigos míos! os contaré la historia de mi cuarto viaje, que supera en interés a las.tres que acabáis de oír.”

Luego Sindbad el Marino, como los anteriores días, hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, invitándole a volver al día siguiente.

No dejó de obedecer el cargador, y volvió al otro día para escuchar lo que había de contar Sindbad el Marino cuando terminase la comi­da...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA 302 NOCHE

Ella dijo:

... para escuchar lo que había de contar Sindbad el Marino cuando terminase la comida.

LA CUARTA HISTORIA DE LAS HISTORIAS DE SINDBAD

EL MARINO, QUE TRATA DEL CUARTO VIAJE

Y dijo Sindbad el Marino:

“Ni las delicias ni los placeres de la vida de Bagdad, ¡oh amigos míos! me hicieron olvidar los viajes. Al contrario, casi no me acordaba de las fatigas sufridas y los peligros co­rridos. Y el alma pérfida que vivía en mí no dejó de mostrarme lo ven­tajoso que seiría recorrer de nuevo las comarcas de los hombres. Así es que no pude resistirme a sus tenta­ciones, y abandonando un día la ca­sa y las riquezas, llevó conmigo una gran cantidad de mercaderías de pre­cio, bastantes más que las que había llevado en mis últimos viajes, y de Bagdad partí para Bassra, donde me embarqué en un gran navío en compañía de varios notables mer­caderes prestigiosamente conocidos.

Al principio fue excelente nuestro viaje por el mar, gracias a la ben­díción. Fuimos de isla en isla y de tierra en tierra, vendiendo y com­prando Y realizando beneficios muy apreciables, hasta que un día en alta mar hizo anclar el capitán, dicién­donos: “¡Estamos perdidos sin re­medio!” Y de improviso un golpe de viento terrible hinchó todo el mar, que se precipitó sobre el navío, ha­ciéndolo crujir por todas partes, y arrebató a los pasajeros, incluso el capitán, los marineros y yo mismo. Y se hundió todo el mundo y yo igual que los demás.

Pero, merced a la misericordia, pude encontrar sobre el abismo una tabla del navío, a la que me agarré con manos y pies, y encima de la cual navegamos durante medio día yo y algunos otros mercaderes que lograron asirse conmigo a ella.

Entonces, a fuerza de bregar con pies y manos, ayudados por el viento y la corriente, caímos en la costa de una isla, cual si fuésemos un mon­tón de algas, medio muertos ya de frío y de miedo.

Toda una noche permanecimos sin movernos, aniquilados, en la costa de aquella isla. Pero al día siguiente pudimos levantarnos e intemarnos por ella, vislumbrando una casa, hacia la cual nos encaminamos.

Cuando, llegamos a ella, vimos que por la puerta de la vivienda salía un grupo de individuos completamente desnudos y negros, quienes se apo­deraron de nosotros sin decirnos palabra y nos hicieron penetrar en una vasta sala donde aparecía un rey sentado en alto trono.

El rey nos ordenó que nos sentá­ramos, y nos sentamos. Entonces pusieron a nuestro alcance platos lle­nos de manjares como no los había­mos visto en toda nuestra vida. Sin embargo, su aspecto no excitó mi apetito, al revés de lo que ocurría a mis companeros, que comieron glotonamente para aplacar el ham­bre que les torturaba desde que nu­fragamos. En cuanto a mí, por abs­tenerme conservo la existencia hasta hoy.

Efectivamente, desde que tomaron los primeros bocados, apoderóse de mis compañeros una gula enorme, y estuvieron durante horas y horas devorando cuanto les presentaban; mientras hacían gestos de locos y lanzaban extraordinarios gruñidos de satisfacción.

En tanto que caían en aquel esta­do mis amigos, los hombres desnu­dos llevaron un tazón lleno de cierta pomada con la que untaron todo el cuerpo a mis compañeros, resultan­do asombroso el efecto que hubo de producirle en el vientre., Porque vi que se les dilataba poco a poco en todos sentidos hasta quedar más gor­do que un pellejo inflado. Y su ape­tito aumentó proporcionalmente, y continuaron comiendo sin tregua, mientras yo les miraba asustado al ver que no se llenaba su vientre nunca.

Por lo que a mí respecta, persistí en no tocar aquellos manjares, y me negué a que me untaran con la po­mada al ver el efecto que produjo en mis compañeros. Y en verdad que mi sobriedad fue provechosa, porque averigüé que aquellos hom­bres desnudos comían carne huma­na, y empleaban diversos medios pa­ra cebar a los hombres que caían entre sus manos y hacer de tal suer­te más tierna y mas jugosa su carne. En cuanto al rey de estos antropó­fagos, descubrí que era ogro. Todos los días le servían asado un hombre cebado por aquel método; a los de­más no les gustaba el asado y co­mían la carne humana al natural, sin ningún aderezó.

Ante tan triste descubrimiento, mi ansiedad sobre mi suerte y la de mis compañeros no conoció límites cuando advertí en seguida una dis­minución notable de la inteligencia de mis camaradas, a medida que se hinchaba su vientre y engordaba su individuo. Acabaron por embrute­cerse del todo a fuerza de comer, y cuando tuvieron el aspecto de unas bestias buenas para el matadero, se les confió a la vigilancia de un pastor que a diario les llevaba a pacer en el prado.

En cuanto a mí, por una parte el hambre, y el miedo por otra, hicieron de mi persona la sombra de mí mismo y la carne se me secó enci­ma del hueso. Así, es que, cuando los indígenas de la isla me vieron tan delgado y seco, no se ocuparon ya de mí y me olvidaron enteramen­te, juzgándome sin duda indigno de servirme asado ni siquiera a la pa­rrilla ante su rey.

Tal falta de vigilancia por parte de aquellos insulares negros y des­nudos, me permitió un día alejarme de su vivienda y marchar en direc­ción opuesta a ella. En el camino me encontré al pastor que llevaba a pacer a mis desgraciados compañe­ros, embrutecidos por culpa de su vientre. Me di prisa, a esconderme entre las hierbas altas, andando y corriendo para perderlos de vista, pues su aspecto me producía tortu­ras y tristeza.

Ya se había puesto el sol, y yo no dejaba de andar. Continué camino adelante, toda la noche sin sentir ne­cesidad de dormir, porque me despa­bilaba el miedo de caer en manos de los negros comedores de carne humana. Y anduve aún durante todo el otro día, y también los seis siguientes, sin perder más que el tiempo necesario para hacer una co­mida diaria que me permitiese seguir mi carrera en pos de lo desconocido. Y por todo alimento Cogía hierbas y me comía las indispensables para no sucumbir de hambre.

Al amanecer del octavo día...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGó LA 303 NOCHE

Ella dijo:

...Al amanecer del octavo día llegué a la orilla opuesta de la isla y me encontré con hombres como yo, blancos y vestidos con trajes, que se ocupaban en quitar granos de pimienta de los árboles de que estaba cubierta aquella región. Cuan­do me advirtieron, se agruparon en torno mío y me hablaron en mi len­gua, el árabe, que no escuchaba yo desde hacia tiempo. Me preguntaron quién era y de dónde venía. Contes­té: “¡Oh buenas gentes, soy un pobre extranjero!” Y les enumeré cuan­tas desgracias y peligros había ex­perimentado. Mi relato les asombró maravillosamente, y me felicitaron por haber podido escapar de los de­voradores de carne humana; me ofre­cieron de comer y de beber, me de­jaron reposar una hora y después me llevaron a su barca para presen­tarme a su rey, cuya residencia se hallaba en otra isla vecina.

La isla en que reinaba este rey te­nía por capital una ciudad muy po­blada, abundante en todas las cosas de la vida, rica en zocos y en mer­caderes cuyas tiendas aparecían pro­vistas de objetos preciosos, cruzada por calles en que circulaban nume­rosos jinetes en caballos espléndidos, aunque sin sillas ni estribos. Así es que cuando me presentaron al rey, tras de las zalemas hube de partici­parle mi asombro por ver cómo los hombres montaban a pelo en los caballos. Y le dije: “¿Por qué moti­vo, ¡oh mi señor y soberano! no se usa aquí la silla de montar? ¡Es un objeto tan cómodo para ir a ca­bállo! ¡Y adernas aumenta el domi­nio del jinete!”

Sorprendióse mucho de mis pala­bras el rey, y me preguntó: “¿Pero en qué consiste una silla de montar? ¡Se trata de una cosa que nunca en nuestra vida vimos!” Yo lo dije: “¿Quiéres, entonces, que te confec­cione una silla para que puedas com­probar su comodidad y experímentar sus ventajas?” Me contestó: “¡Sin duda!”

Dije que pusieran a mis órdenes un carpintero hábil y le hice trabajar a mi vista la madera de una silla conforme exactamente, a mis indica­ciones. Y permanecí junto a él has­ta que la terminó. Entonces yo mis­mo forré la madera de la silla con lana y cuero, y acabé guarneciéndo­la alrededor con bordados de oro y borlas de diversos colores. Hice que viniese a mi presencia luego un he­rrero, al cual le enseñé el arte de confeccionar un bocado y estribos; y ejecutó perfectamente estas cosas, porque no le perdí de vista un ins­taute.

Cuando estuvo todo en condicio­nes, escogí el caballo más hermoso de las cuadras del rey, y le ensillé y embridé, y le enjaecé espléndidamen­te, sin olvidarme de ponerle diversos accesorios de adorno, como largas gualdrapas, borlas de seda y oro, pe­nacho y collera azul. Y fui en segui­da a presentárselo al rey, que lo es­peraba con mucha impaciencia desde hacía algunos días.

Inmediatamente lo montó el rey, y se sintió tan a gusto y le satisfizo tanto la invención, que me probó su contento con regalos suntuosos y grandes prodigalidades.

Cuando el gran visir vio aquella silla y comprobó su superioridad, me rogó que le hiciera una parecida. Y yo accedí gustoso. Entonces todos los notables del reino y los altos dig­natarios quisieron asimismo tener una silla, y me hicieron la oportuna demanda. Y tanto me obsequiaron, que en poco tiempo hube de con­vertirme en el hombre más rico y considerado de la ciudad.

Me había hecho amigo del rey, y un día que fui a verle, según era mi costumbre, se encaró conmigo, y me dijo: “¡Ya sabes, Sindbad, que te quiero mucho! En mi palacio lle­gaste a ser como de mi familia, Y no puedo pasarme sin ti ni sopor­tar la idea de que venga un día en que nos dejes. ¡Deseo, pues, pedirte una cosa sin que me la rehu­ses!” Contesté: “¡Ordena, ¡oh rey! ¡Tu poder sobre mi lo consolidaron tus beneficios y la gratitud que te debo por todo el bien que de ti re­cibí desde mi llegada a este reino!” Contestó él: “Deseo casarte entre nosotros con una mujer bella bonita, perfecta, rica en oro y en cualida­des, con el fin de que ella te decida a permanecer siempre en nuestra ciudad y en mi palacio. ¡Espero, pues, de ti, que no rechaces mi ofre­cimiento y mis palabras!”

Al oír aquel discurso quedé con­fundido, bajé la cabeza y no pude responder de tanta timidez que me embargaba. De manera que el rey me preguntó: “¿Por qué no me con­testas, hijo mío?” Yo repliqué: “¡Oh rey del tiempo, tus deseos son los míos y en mí tienes un esclavo!- Al punto envió él a buscar al kadí y a los testigos, y acto seguido dióme por esposa a una mujer noble de alto rango, poderosamente rica, dueña de propiedades edificadas y de tierras, y dotada de gran belleza. Al propio tiempo, me hizo el regalo de un pa­lacio completamente amueblado, con sus esclavos de ambos sexos y un tren de casa verdaderamente regio.

Desde entonces viví en medio de una tranquilidad perfecta y llegué al límite del desahogo y el bienestar. Y de antemano me regocijaba, la idea de poder un día escaparme de aquella ciudad y volver a Bagdad con mi esposa, porque la amaba mu­cho, y ella también me amaba, y nos llevábamos muy bien. Pero cuan­do el Destino dispone algo, ningún poder humano logra torcer su curso. ¿Y qué criatura puede conocer el porvenir? Aun había yo de comprobar una vez más ¡ay! que todos nuestros proyectos son juegos infan­tiles ante los designios del Destino.

Un día, por orden de Alah, murió la esposa de mi vecino. Como el tal vecino era amigo mío, fui a verle y traté de consolarle, diciéndole: “¡No te aflijas más de lo permitido, ¡oh vecino mío! ¡Pronto te indemni­zará Alah, dándote una esposa mas bendita todavía! ¡Prolongue Alah tus días!” Pero mi vecino, asombrado de mis palabras, levantó la cabeza y me dijo: ¿Cómo puedes desearme larga vida cuando bien sabes que sólo tengo ya una, hora de vivir7' Entonces me asombré a mi vez y le dije: “¿Por qué hablas así, vecino mío, y a qué vienen semejantes pre­sentimientos? ¡Gracias a Alah, eres robusto y nada te amenaza! ¿Preten­des, pues, matarte por tu propia mano?” Contestó: “¡Ah! Bien veo ahora tu ignorancia acerca de los usos de nuestro país. Sabe, pues, que la costumbre quiere que todo marido vivo sea enterrado vivo con su mu­jer cuando ella muere, y que toda mujer viva sea enterrada viva con su marido cuando muere él. ¡Es cosa inviolable! ¡Y en seguida debo ser enterrado vivo ya con mi mujer muerta! ¡Aquí ha de cumplir tal ley, establecida por los antepasados, todo el mundo, incluso el rey!”

Al escuchar aquellas palabras, ex­clamé: “¡Por Alah, qué costumbre tan detestable! ¡Jamás podré confor­marme con ella!”

Mientras hablábamos en estos tér­minos, entraron los parientes y ami­gos de mi vecino y se dedicaron, en efecto, a consolarle por su propia muerte y la de su mujer. Tras de lo cual, se procedió a los funerales. Pusieron en un ataúd descubierto el cuerpo de la mujer, después de re­vestirla con los trajes más hermosos y adornarla, con las más precio­sas joyas. Luego se formó el acom­pañamiento; el marido iba a la ca­beza detrás del ataúd, y todo el mundo, incluso yo, se dirigió al sitio del entierro.

Salimos de la ciudad, llegando a una montaña que daba sobre el mar. En cierto paraje vi una especie de pozo inmenso, cuya tapa de piedra levantaron en seguida. Bajaron por allá el ataúd donde yacía la mujer muerta adornada con sus alhajas; luego se apoderaron de mi vecino, que no opuso ninguna resistencia; por medio de una cuerda le bajaron hasta el fondo del pozo, proveyéndo­le de un cántaro con agua y siete panes. Hecho lo cual, taparon el brocal del pozo con las piedras gran­des que lo cubrían, y nos volvimos por donde habíamos ido.

Asistí a todo esto en un estado de alarma inconcebible, pensando: “¡La cosa es aún peor que todas cuantas he visto!” Y no bien regresé al pala­cio, corrí en busca del rey y le di­je: “¡Oh señor mío! ¡muchos países recorrí hasta hoy; pero en ninguna parte vi una costumbre tan barbara como esa de enterrar al marido vivo con su mujer muerta! Por tanto, desearía saber, ¡oh rey del tiempo! si el extranjero ha de cumplir tam­bien esta ley al morir su esposa,” El rey contestó: “¡Sin duda que se le enterrará con ella!”

Cuando hube oído aquellas pala­bras, sentí que en el hígado me es­tallaba la vejiga de la hiel a causa de la pena, salí de allí loco de terror y marché a mi casa, temiendo ya que hubiese muerto mi esposa du­rante mi ausencia y que se me obli­gase a sufrir el horroroso suplicio que acababa de presenciar. En vano intenté consolarme diciendo: “¡Tran­quilízate, Sindbad! -¡Seguramente mo­rirás tú primero! ¡Por consiguiente, no tendrás que ser enterrado vivo!” Tal consuelo de nada había de ser­virine, porque poco tiempo después mi mujer cayó enferma, guardó ca­ma algunos días y murió, a pesar de todos los cuidados con que no cesé de rodearla día y noche.

Entonces mi dolor no tuvo lími­tes porque si realmente resultaba deplorable el hecho, de ser devo­rado por los comedores de carne humana, no lo resultaba menos el de ser enterrado vivo. Cuando vi que el rey iba personalmente a mi casa para darme el pésame por mi entierro, no dudé ya de mi suerte. El soberano quiso hacerme el honor de asistir, acompañado por todos los personajes de la corte, a mi entierro, yendo al lado mío a la cabeza del acompañamiento, detrás del ataúd, en que yacía muerta mi esposa, cu­bierta con sus joyas y adornada con todos sus atavios.

Cuando estuvirnos al pie de la montaña que daba sobre el mar, se abrió el pozo en cuestión, haciendo bajar al fondo del agujero el cuerpo de mi esposa; tras de lo cual, todos los concurrentes se acercaron a mí y me dieron el pésame, despidiéndo­se. Entonces yo quise intentar que el rey y los concurrentes me dispensa­ran de aquella prueba, y exclamé llo­rando: “¡Soy extranjero y no pare­ce justo que me someta a vuestra ley. ¡Además, en mi país tengo una esposa que vive e hijos que necesitan de mí!”

Pero en vano hube de gritar y sollozar, porque cogiéronme sin es­cucharme, me echaron cuerdas por debajo de los brazos, sujetaron a mi cuerpo un cántaro de agua y siete panes, como era costumbre, y me descolgaron hasta el fondo del pozo. Cuando llegué abajo me dijeron: “¡Desátate para que nos llevemos las cuerdas!” Pero no quise desligar­me y continué con ellas, por si se de­cidían a subirme de nuevo. Enton­ces abandonaron las cuerdas, que cayeron sobre mí, taparon otra vez con las grandes piedras el brocal del pozo y se fueron por su camino sin escuchar mis gritos, que movían a piedad.

A poco me obligó a taparme las narices la hediondez de aquel lugar subterráneo. Pero no me impidió inspeccionar, merced a la escasa luz que descendía de lo alto, aquella gruta mortuoria llena de cadáveres antiguos y recientes. Era muy espa­ciosa, y se dilataba hasta una distan­cia que mis ojos no podían sondear. Entonces me tiré al suelo llorando, y exclamé: “¡Bien merecida tienes tu suerte, Sindbad de alma insacia­ble! Y luego, ¿qué necesidad tenías de casarte en esta ciudad? ¡Ah! ¿Por qué no pereciste en el valle de los diamantes, o por qué no te devora­ron los comedores de hombres? ¡Era preferible que te hubiese tragado el mar en uno de tus naufrugios y no tendrías que sucumbir ahora a tan espantosa muerte!” Y al punto co­mencé a golpearme con fuerza en la cabeza en el estómago y en todo mi cuerpo. Sin embargo, acosado por el hambre y la sed, no me decidí a dejarme morir de inanición, y desaté de la cuerda los panes y el cántaro de agua, y comí y bebí, aunque con prudencia, en previsión de los si­guientes días.

De este modo viví durante algunos días, habituándome paulatinamente al olor insoportable de aquella gruta, y para dormir me acostaba en un lugar que tuve buen cuidado de lim­piar de los huesos que en él apare­cían. Pero no podía retrasar mas el momento en que se me acabaran el pan y el agua. Y llegó ese momento. Entonces, poseído por la más abso­luta desesperación, hice mi acto de fe, y ya iba a cerrar los ojos para aguardar la muerte, cuando vi abrir­se por encima de mi cabeza el agu­jero del pozo -y descender en un ataúd a un hombre muerto, y tras él su esposa con los siete panes y el cántaro de agua.

Entonces esperé a que los hom­bres de arriba tapasen de nuevo el bocal, y sin hacer el menor ruido, muy sigilosamente, cogí un gran hue­so de muerto y me arrojé de un salto sobre la mujer, rematándola de un golpe en la cabeza; y para cer­ciorarme de su muerte, todavía la propiné un segundo y un tercer gol­pe con toda mi fuerza. Me apoderé entonces de los siete panes y del agua, con lo que tuve provisiones para algunos días.

Al cabo de ese tiempo, abrióse de nuevo el orificio, y esta vez descen­dieron una mujer muerta y un hombre. Con objeto de seguir viviendo -¡porque el alma es preciosa!- no dejó de rematar al hombre, robándo­le sus panes y su agua. Y así con­tinué viviendo durante algún tiempo matando en cada oportunidad a la persona a quien se enterraba viva y robándola sus provisiones.

Un día entre los días, dormía yo en mi sitio de costumbre, cuando me desperté sobresaltado al oír un ruido insólito. Era cual un resuello huma­no y un rumor de pasos. Me levan­té y cogí el hueso que me servía pa­ra rematar a los individuos enterra­dos vivos, dirigiéndome al lado de donde parecía venir el ruido. Des­pués de dar unos pasos, creí entre­ver algo que huía resollando con fuerza. Entonces, siempre armado con mi hueso, perseguí mucho tiern­po a aquella especie de sombra fu­gitiva, y continué corriendo en la obscuridad tras ella, y tropezando a cada paso con los huesos de los muertos; pero de pronto crei ver en el fondo de la gruta como una estre­lla luminosa que tan pronto brillaba como se extinguía. Proseguí avan­zando en la misma dirección, y con­forme avanzaba veía aumentar y en­sancharse la luz. Sin embargo, no me atreví a creer que fuese aquello una salida por donde pudiese esca­parme, y me dije: “¡Indudablemente debe ser un segundo agujero de este pozo por el que bajan ahora, algún cadáver!” Así, que cuál no sería mi emoción al ver que la sombra fu­gitiva, que no era otra cosa que un animal, saltaba con ímpetu por aquel agujero. Entonces comprendí que se trataba de una brecha abierta por las fieras para ir a comerse en la gruta los cadáveres. Y salté detrás del animal y me hallé al aire libre bajo el cielo.

Al darme cuenta de la realidad, caí de rodillas, y con todo mi cora­zón di gracias al Altísimo, por haber­me libertado, y calmé y tranquilicé mi alma.

Miré entonces al cielo, y vi que me encontraba al pie de una monta­ña junto al mar; y observé que la tal montaña no debía comunicarse de ninguna manera con la ciudad por lo escarpada e impracticable que era. Efectivamente, intenté ascender por ella, pero en vano. Entoneces, para no morirme de hambre, entré en la gruta por la brecha en cuestión y cogí pan y agua; y volví a alimen­tarme, bajo el cielo, verificándolo con bastante mejor apetito que mientras duró mi estancia entre los muertos.

Todos los días continué yendo a la gruta para quitarles los panes y el agua, matando a los que se enterra­ba vivos. Luego tuve la idea de reco­ger todas las joyas de los muertos, diamantes brazaletes, collares, per­las, metales cincelados, telas preciosas y cuantos objetos de oro y plata había por allá. Y poco a po­co iba transportando mi botín a la orilla del mar, esperando que llegara día en que pudiese salvarme con ta­les riquezas. Y para, que todo estu­viese preparado, hice fardos bien en­vueltos en los trajes de los hombres y mujeres de la gruta.

Estaba yo sentado un día a la ori­lla del mar pensando en mis aventu­ras y en mi actual estado, cuando vi que pasaba un navío por cerca de la montaña. Me levanté en seguida, desarrollé la tela de mi turbante y me puse a agitarla con bruscos ade­manes y dando muchos gritos mien­tras corría por la costa. Gracias a Alah, la gente del navío advirtió mis señales, y destacaron una barca para que fuese a recogerme y transpor­tarme a bordo. Me llevaron con ellos y también se encargaron muy gus­tosos de mis fardos.

Cuando estuvimos a bordo, el ca­pitán se acercó a mí y me dijo: “¿Quién eres y cómo te encontrabas en esa montaña donde nunca vi más que animales salvajes y aves de ra­piña, pero no un ser humano, desde que navego por estos parajes?” Con­teste: ¡Oh señor mio, soy un pobre mercader extranjero en estas comar­cas! Embarqué en un navío enorme que naufragó junto a esta costa; y gracias a mi valor y a mi resistencia, yo sólo entre mis compañeros pude salvarme de perecer ahogado y salvé conmigo mis fardos de mercancías, poniéndolos en una tabla grande que me proporcioné cuando el navío vio­se a merced de las olas. El Destino y mi suerte me arrojaron a esa orilla, y Alah ha querido que no muera yo de hambre y de sed.” Y esto fue lo que dije al capitán, guardándome mucho de decirle la verdad sobre mi matrimonio y mi enterramiento, no fuera que a bordo hubiese alguien de la ciudad donde reinaba la espan­tosa costumbre de que estuve a pun­to de ser víctima.

Al acabar mi discurso al capitán, saqué de uno de mis paquetes un hermoso objeto de precio y se lo ofrecí como presente para que me tuviese consideración durante el via­je. Pero con gran sorpresa por mi parte, dio prueba de un raro des­interés sin querer aceptar mi obse­quio, y me dijo con acento benévolo: “No acostumbro a hacerme pagar las buenas acciones. No eres el pri­mero a quien hemos recogido en el mar. A otros náufragos socorrimos, transportándolos a su país, ¡por Alah! y no sólo nos negamos a que nos pagaran, sino que como care­cían de todo, les dimos de comer y de beber y les vestimos, y siempre ¡por Alah! hubimos de proporcionar­les lo preciso para subvenir a sus gastos de viaje. ¡Porque el hombre se debe a sus semejantes, por Alah!”

Al escuchar tales palabras, di gra­cias al capitán e hice votos en su favor, deseándole larga vida, en tan­to que él ordenaba desplegar las ve­las y ponía en marcha al navio. Durante días y días navegamos en excelentes condiciones, de isla en is­la y de mar en mar, mientras yo me pasaba las horas muertas deliciosa­mente tendido, pensando en mis ex­trañas aventuras y preguntándome si en realidad había yo experimen­tado todos aquellos sinsabores o si no eran un sueño. Y al recordar al­gunas veces mi estancia en la gruta subterránea con mi esposa muerta, creía volverme loco de espanto.

Pero al fin, por obra y gracia de Alah, llegamos con buena salud a Bassra, donde no nos detuvimos más que algunos días, entrando luego en Bagdad.­

Entonces, cargado con riquezas infinitas, tomé el camino de mi calle y de mi casa, adonde entré y encon­tré a mis parientes y a mis amigos; festejaron mi regreso y se regocijaron en extremo, felicitándome por mi salvación. Yo entonces guardé con cuidado en los armarios mis tesoros, sin olvidarme de distribuir muchas limosnas a los pobres, a las viudas y a los huérfanos, así como valiosas dádivas entre mis amigos y conoci­mientos. Y desde entonces no cesé de entregarme a todas las diversio­nes y a todos los placeres en com­pañía de personas agradables.

¡Pero cuanto os conté hasta aquí no es nada, verdaderamente, en com­paración de lo que me reservo para contároslo mañana, si Alah quiere!”

¡Así hablo aquel día Sindbad! Y no dejó de mandar que dieran cien monedas de oro al cargador invitán­dole a cenar con él, en compañía asimismo de los notables que se ha­llaban presentes Y todo el mundo maravillóse de aquello.

En cuanto a Sindbad el Carga­dor...

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

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