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《一千零一夜》连载二十一
作者:未知  文章来源:互联网  点击数  更新时间:2007-09-10 14:37:33  文章录入:admin  责任编辑:admin

 

HISTORIA DE SCHAKALIK, SEXTO HERMANO DEL BARBERO

“Se llama Schakalik o el Tarro hendido, ¡oh Comendador de los Creyentes! Y a este hermano mío le cortaron los labios a consecuen­cia de circunstancias extremadamen­te asombrosas.

Porque Schakalik, mi sexto her­mano, era el más pobre de todos nosotros, pues era verdaoeramente pobre. Y no hablo de los cien drac­mas de la herencia de nuestro padre, porque Schakalik, que nunca había visto tanto dinero junto, se comió los cien dracmas en una noche, acompañado de la gentuza más de­plorable del barrio izquierdo de Bagdad.

No poseía, pues, ninguna de las vanidades de este mundo, y sólo vivía de las limosnas de la gente que lo admitía en su casa por su divertida conversación y por sus chistosas ocurrencias.

Un día entre los días había salido Schakalik en busca de un poco de comida para su cuerpo extenuado por las privaciones, y vagando por las calles se encontró ante una mag­nífica casa, a la cual daba acceso un gran pórtico con varias pelda­ños. Y en estos peldaños y a la entrada había un número conside­rable de esclavos, sirvientes, oficia­les y porteros. Y mi hermano Scha­kalik se aproximó a los que allí estaban y les preguntó de quién era tan maravilloso edificio y le contestaron: “Es propiedad de un hombre que figura entre los hijos de las reyes.”

Después se acercó a los porteros, que estaban sentados en un banco en el peldaño más alto, y les pidió limosna en el nombre de Alah. Y le respondieron: “¿Pero de dónde sales para ignorar que no tienes más que presentarte a nuestro amo para que te colme en seguida de sus dones?” Entonces mi hermano entró y franqueó el gran pórtico, atravesó un patio espacioso, y un jardín po­blado de árboles hermosísimos y de aves cantoras. Lo rodeaba una gale­ría calada con pavimento de mármol, y unos toldos le daban frescura du­rantes las horas de calor. Mi hermano siguió andando y entró en la sala principal, cubierta de azulejos de colores verde, azul y oro, con flores y hojas entrelazadas. En medio de la sala había una hermosa fuente de mármol, con un surtidor de agua fresca, que caía con dulce murmu­llo. Una maravillosa estera de colo­res alfombraba la mitad del suelo, más alta que la otra mitad, y recli­nado en unos almohadones de seda con bordados de oro se hallaba muy a gusto un hermoso jeique de larga barba blanca y de rostro iluminado por benévola sonrisa. Mi hermano se acercó, y dijo al anciano de la hermosa barba: “¡Sea la paz conti­go!” Y el anciano, levantándose en seguida, contestó: “¡Y contigo la paz y la misericordia de Alah con sus bendiciones! ¿Qué deseas, ¡oh tú!?” Y mi hermano respondió: “¡Oh mi señor! sólo pedirte una limosna, pues estoy extenuado por el hambre y las privaciones.”

Y al oír estas palabras, exclamó el viejo jeique: “¡Por Alah! ¿Es posible que estando yo en esta ciu­dad se vea un ser humano en el estado de miseria en que te hallas? ¡Cosa es que realmente no puedo tolerar con paciencia!” Y mi herma­no, levantando las dos manos al cielo, dijo “Alah te otorgue su ben­dición! ¡Benditos sean tus generado­res!” Y el jéique repuso: “Es de todo punto necesario que te quedes en esta casa para compartir mi comida y gustar la sal en mi mesa.” Y mi hermano dijo: “Gracias te doy, ¡oh mi señor y dueño! Pues no podría estar más tiempo en ayu­nas, como no me muriese de ham­bre.” Entonces el viejo dio dos palmadas y ordenó a un esclavo que se presentó inmediatamente: “¡Trae en seguida el jarro y la palan­gana de plata para que nos lavemos las manos!” Y dijo a mi hermano Schakalik: “¡Oh huésped! Acércate y lávate las manos.”

Y al decir esto, el jeique se levan­tó y aunque el esclavo no había vuelto, hizo ademán de echarse agua en las manos con un jarro invisible y restregárselas como si tal agua ca­yese.

Al ver esto, no supo qué pensar mi hermano Schakalik; pero como el viejo insistía para que se acer­case a su vez, supuso que era una broma, y como él tenía también fama de divertido, hizo ademán de lavarse las manos lo mismo que el jeique. Entonces el anciano dijo: ¡Oh vosotros! poned el mantel y traed la comida, que este pobre hombre está rabiando de hambre.”

Y en seguida acudieron numero­sos servidores, que empezaron a ir y venir como si pusieran el mantel y lo cubriesen de numerosos platos llenos hasta los bordes. Y Schakalik aunque muy hambriento, pensó que los pobres deben respetar los capri­chos de los ricos, y se guardó mucho de demostrar impaciencia alguna. Entonces el jeique le dijo: “¡Oh huésped! siéntate a mi lado, y apre­súrate a hacer honor a mi mesa.” Y mi hermano se sentó a su lado, junto al mantel imaginario, y el vie­jo empezó a fingir que tocaba a los platos y que se llevaba bocados a la boca, y movía las mandíbulas y los labios como si realmente mas­case algo. Y le decía a mi hermano: “¡Oh huésped! mi casa es tu casa y mi mantel es tu mantel; no ten­gas cortedad y come lo que quieras, sin avergonzarte. Mira qué pan; cuán blanco y bien cocido. ¿Cómo encuentras este pan?” Schakalik con­testó: “Este pan es blanquísimo y verdaderamente delicioso; en mi vida he probado otro que se le parezca.” El anciano dijo: “¡Ya lo creo! La negra que lo amasa es una mujer muy hábil. La compré en quinien­tos dinares de oro. Pero ¡oh hués­ped! prueba de esta fuente en que ves esa admirable pasta dorada de kebeba con manteca, cocida al hor­no. Cree que la cocinera no ha escatimado ni la carne bien macha­cada, ni el trigo mondado y partido, ni el cardamomo, ni la pimienta. Come, ¡oh pobre hambriento! y di­me qué te parecen su sabor Y su perfume.” Y mi hermano respondió`. “Esta kebeba es deliciosa para mi paladar, y su perfume me dilata el pecho. Cuanto a la manera de guisarla, he de decirte que ni en los palacios de los reyes se come otra mejor.” Y hablando así, Schakalik empezó, a mover las quijadas, a mascar y a tragar como si lo hiciera realmente. Y el anciano dijo: “Así me gusta, ¡oh huésped! Pero no creo que merezca tantas alabanzas, por­que entonces, ¿qué dirás de ese pla­to que está a tu izquierda, de esos maravillosos pollos asados, rellenos de alfónsigos, almendras, arroz, pa­sas, pimienta, canela y carne picada de carnero? ¿Qué te parece el humi­llo?” Mi hermano exclamó: “¡Alah, Alahi ¡Cuán delicioso es su humillo, qué sabrosos están y qué relleno tan admirable!” Y el anciano dijo: “En verdad eres muy indulgente y muy cortés, para mi cocina. Y con mis propios dedos quiero darte a probar ese plato incomparable.” Y el jeique hizo ademán de preparar un pedazo tomado de un plato que estuviese sobre el mantel, y acercándoselo a los labios a Schakalik, le dijo: “Ten y prueba este bocado; ¡oh huésped! y dame tu opinión acerca de este plato de berenjenas rellenas que nadan en apetitosa salsa.” Mi hermano hizo como si alargase el cuello, abriese la boca y tragara el pedazo, y dijo cerrando los ojos de gusto: “¡Por Alah! ¡Cuán exquisito y cuán en su punto! Sólo en tu casa he probado tan excelentes berenjenas. Todo está preparado con el arte de dedos exper­tos: la carne de cordero picada, los garbanzos, los piñones, los granos de cardamomo, la nuez moscada, el clavo, el jengible, la pimienta y las hierbas aromáticas. Y tan bien hecho está, que se distingue el sabor de cada aroma.” El anciano dijo: “Por eso, ¡oh mi huésped! espero de tu apetito y de tu excelente educación que te comerás las cuarenta y cuatro berenjenas rellenas que hay en ese plato.” Schakalik contestó: “Fácil ha de serme el hacerlo, pues están muy sabrosas y acarician mi paladar más deliciosamente que dedos de vír­genes.” Y mi hermano fingió coger cada berenjena una tras otra, ha­ciendo como si las comiese; y me­neando de gusto la cabeza y dando con la lengua grandes chasquidos. Y al pensar en estos platos se le exasperaba el hambre y se habría contentado con un poco de pan seco de habas o de maíz. Pero se guardó de decirlo.

Y el anciano repuso: “¡Oh hués­ped! tu lenguaje es el de un hombre bien educado, que sabe comer en compañía de los reyes y de los gran­des. Come, amigo, y que te sea sano y de deliciosa digestión. Y mi her­mano dijo: “Creo que ya he comido bastante de estas cosas.” Entonces el viejo volvió a palmotear, y dis­puso: “¡Quitad este mantel y poned el de los postres! ¡Vengan todos los dulces, la repostería y las frutas más escogidas!” Y los esclavos empeza­ron otra vez a ir y venir, y a mover las manos, y a levantar, los brazos por encima de la cabeza, y a cambiar un mantel por otro. Y después a una seña del viejo, se retiraron. Y el anciano dijo a Schakalik: “Lle­gó, ¡oh huésped! el momento de endulzarnos el paladar, Empecemos por los pasteles. ¿No da gusto ver esa pasta fina, ligera, dorada y rellena de almendra, azúcar y granada, esa pasta de katayefs sublimes que hay en ese plato? ¡Por vida mía! Prueba uno o dos para convencerte. ¿Eh? ¡Cuán en su punto está el almíbar! ¡Qué bien salpicado está de canela! Se comería uno cincuenta sin har­tarse, pero hay que dejar sitio para la excelente kenafa que hay en esa bandeja de bronce cincelada. “Mira cuán hábil es mi repostera, y cómo ha sabido trenzar las madejas de pasta. Apresúrate a comerla antes de que se le vaya el jarabe y se des­migaje ¡Es tan delicada! Y esa mahallabieh de agua de rosas, salpi­cada con alfónsigos pulverizados; y esos tazones llenos de natillas aroma­tizadas con agua de azahar. ¡Come, huésped, métele mano sin cortedad! ¡Así! ¡Muy bien!” Y el viejo daba ejemplo a mi hermano, y se llevaba la mano a la boca con glotonería, y fingía que tragaba como si fuese de veras, y mi hermano le imitaba admirablemente, a pesar de que el hambre le hacía la boca agua.

El anciano continuó: “¡Ahora, dulces y frutas! Y respecto a los dul­ces, ¡oh huésped! sólo lucharás con la dificultad de escoger. Delante de ti tienes dulces secos y otros con almí­bar. Te aconsejo que te dediques a los secos, pues yo los prefiero, aunque los otros sean también muy gratos. Mira esa transparente y ruti­lante confitura seca de albaricoque tendida en anchas hojas. Y ese otro dulce seco de cidras con azúcar cande perfumado con ámbar. Y el otro, redondo, formando bolas son­rosadas, de pétalos de rosa y de flores de azahar. ¡Ese, sobre todo, me va acostar la vida, un día! Re­sérvate, resérvate, que has de probar ese dulce de dátiles rellenos de clavo y almendra. Es del Cairo, pues en Bagdad no lo saben hacer así. Por eso he encargado a un amigo de Egipto que me mande cien tarros llenos de esta delicia. Pero no comas tan aprisa, pues por más que tu apetito me honre en extremo, quiero que me des tu parecer sobre ese dulce de zanahorias con azúcar y nueces perfumado con almizcle. Y Schakalik dijo ¡Oh! ¡Este dulce es una cosa soñada! ¡Cómo adora sus delicias mi paladar! Pero se me figura que tiene demasiado almiz­cle.” El anciano replicó: “¡Oh no, oh no! Yo no pienso que sea exce­sivo, pues no puedo prescindir de ese perfume, como tampoco del ám­bar. Y mis cocineros y reposteros lo echan a chorros en todos mis pasteles y dulces. El almizcle y el ámbar son los dos sostenes de mi corazón.”

Y el viejo prosiguió: “pero no olvides estás frutas, pues supongo que habrás dejado sitio para, ellas. Ahí tienes limones, plátanos, higos, dátiles frescos, manzanas, membri­llos, y muchas más. También hay nueces y almendras frescas y avella­nas. Come, ¡oh huésped! que Alah es misericordioso.”

Pero mi hermano, que a fuerza de mascar en balde ya no podía mover las mandíbulas, y cuyo esto­mago estaba cada vez más excitado por el incesante recuerdo de tanta cosa buena, dijo: “¡Oh señor! He de confesar que estoy ahito, y que ni un bocado me podría entrar por la garganta.” El anciano replicó: “¡Es admirable que te hayas hartado tan pronto! Pero ahora vamos a beber, que aún no hemos bebido.”

Entonces el viejo palmoteó, y acu­dieron los esclavos con las mangas levantadas y los ropones cuidadosa­mente recogidos, y fingieron llevár­selo todo y poner después en el mantel dos copas frascos, alcarra­zas y tarros magnificos. Y el ancia­no hizo como si echara vino en las copas, y cogió una copa imaginaria y se la presentó a mi hermano, que la aceptó con gratitud, y después de llevársela a la boca dijo: “¡Por Alah! ¡Qué vino tan delicioso!” E hizo ademán de acariciarse placentera­mente el estómago. Y el anciano fingió coger un frasco grande de vino añejo y verterlo delicadamente en la copa, que mi hermano se bebió de nuevo. Y siguieron haciendo lo mismo, hasta que mi hermano hizo como si se viera dominado por los vapores del vino, y empezó a menear la cabeza y a decir palabras atre­vidas. Y pensaba: “Llegó la hora de que pague este viejo todos los suplicios que me ha hecho pasar.”

Y como si estuviera completa­mente borracho, levantó el brazo derecho y descargó tan violento gol­pe en el cogote del anciano, que resonó en toda la sala. Y alzó de nuevo el brazo, y le dio el segundo golpe más recio todavía. Entonces el anciano exclamó: “¿Qué haces, ¡oh tú el más vil entre los hom­bres!?” Mi hermano Schakalik res­pondió: “¡Oh dueño mío y corona de mi cabeza! soy tu esclavo sumiso, aquel a quien has colmado de dones, acogiéndole en tu mansión y alimen­tándole en tu mesa con los manjares más exquisitos, como no los pro­baron ni los reyes. Soy aquel a quien has endulzado con las confituras, compotas y pasteles más ricos, aca­bando por saciar su sed con los vinos más delicados. Pero bebí tan­to, quo he perdido el seso. ¡Disculpa, pues, a tu esclavo, que levantó la mano contra su bienhechor! ¡Dis­cúlpame, ya que tu alma es más elevada que la mía, y perdona mi locura!”

Entonces el anciano, lejos de enco­lerizarse, se echó a reír a carcajadas, y acabó por decir: “Mucho tiempo he estado buscando por todo el mundo, entre las personas con más fama de bromistas y divertidas, un hombre de tu ingenio, de tu carác­ter y de tu paciencia. Y nadie ha sabido sacar tanto partido como tú de mis chanzas, y juegos. Hasta ahora has sido el único que ha sabido amoldarse a mi humor, y a mis caprichos, conllevando la broma y correspondiendo con ingenio a ella. De modo que no sólo te per­dono este final, sino que quiero que me acompañes a la mesa, que estará realmente cubierta de los manjares, dulces y frutas enumeradas. Y en adelante, ya no me separaré jamás de ti:”

Y dio orden a sus esclavos para que los sirvieran en seguida, sin escatimar nada, lo cual se ejecutó puntualmente.

Después que comieron los man­jares y se endulzaron con pasteles, confituras y frutas, el anciano invitó a Schakalik a pasar con él al segun­do comedor, reservado especialmente a las bebidas. Y al entrar fueron recibidos al son de armoniosos ins­trumentos y con canciones de las esclavas blancas, deliciosas jóvenes más hermosas que lunas. Y mien­tras el viejo y mi hermano bebían exquisitos vinos, no cesaron las can­toras de entonar admirables melo­días. Y algunas bailaron después como pájaros de alas rápidas. Y este día de fiesta terminó con besos y goces más positivos que soñados.

Pero el jeique tomó tal afecto a mi hermano, que fue su amigo ínti­mo y su compañero inseparable, demostrándole un inmenso cariño, y le obsequiaba cada día con mayor regalo. Y no dejaron de comer, beber y vivir deliciosamente durante veinte años más.

Pero tenía que cumplirse lo que había escrito el Destino. Y pasados los veinte años murió el viejo, e inmediatamente el walí mandó em­bargar todos sus bienes, confiscán­dolos en provecho propio, pues el jeique carecía de herederos, y mi hermano no era su hijo. Entonces Schakalik, obligado a escaparse por la persecución del walí, tuvo que buscar la salvación huyendo de Bagdad.

Y resolvió atravesar el desierto para dirigirse a la Meca y santifi­carse. Pero cierto día, la caravana a la cual se había unido fue atacada por los nómadas, salteadores de ca­minos, malos musulmanes que no practicaban los preceptos de nuestro Profeta (¡sean con él la plegaria y la paz de Alah!.) Y los viajeros fueran despojados y reducidos a esclavitud, y a Schakalik le tocó el más feroz de aquéllos bandidos beduinos, que lo llevó a su tribu y lo hizo su esclavo. Y todos los días le pegaba una paliza y le hacía sufrir todos los suplicios, y le decía: “Debes ser muy rico en tu país, y si no me pagas un buen rescate, acabarás por morir a mis propias manos.” Y mi hermano, llorando, exclamaba: “¡Por Alah! Nada poseo ¡oh jefe de los árabes! pues desco­nozco el camino de la riqueza. Y ahora soy tu esclavo y estoy en tu poder; puedes hacer de mí lo que quieras.”

Pero el beduíno tenía por esposa a una admirable mujer entre las mujeres, de negras cejas y ojos de noche. Por eso, cada vez que el beduíno se alejaba de la tienda, esta criatura del desierto iba a buscar a mi hermano para ofrecerle su amor. Pero un día que estaban a punto de besarse se precipitó en la tienda el terrible beduíno, y los sor­prendió en aquella postura. Y sacó del cinturón un cuchillo tan ancho que de un solo golpe podía rebanar la cabeza de un camello, de una a otra yugular. Y agarró a mi hermano, empezó por cortarle los dos labios, metiéndoselos en la boca, y le dijo: '¡Miserable! ¿Cómo te atreviste a seducir a mi esposa? Y de un tajo lo mutiló. En seguida arrastrándolo por los pies lo echó sobre un came­llo, lo llevó a lo alto de una mon­taña, lo tiró al suelo, y se marchó para seguir su camino.

Como la tal montaña está situada en el camino por donde van los peregrinos, algunos de estos peregri­nos, que eran de Bagdad, hallaron a Schakalik; y al reconocer al chis­tosísimo Tarro hendido, que tanto los había hecho reír, vinieron a avi­sarme, después de haberle dado de comer y beber.

Y fui en su busca, ¡oh Emir de los Creyentes! me lo eché a cuestas, lo traje a Bagdad, y luego de cu­rarle, le he dado con que mantener­se mientras viva.

He aquí en pocas palabras, ¡oh Príncipe de los Creyentes! la historia de mis seis hermanos, que habría podido contarte con más detenimien­to. Pero he preferido no abusar de tu paciencia, probando de este modo lo poco charlatán que soy, y que además de hermano de mis herma­nos podría llamarme su padre, y que el mérito de ellos desaparece al presentarme yo, apellidado el Samet.

Y el califa Montasser Billah se echó a reír a carcajadas y me dijo: “Efectivamente, ¡oh Samet! hablas bien poco, y nadie podrá acusarte de indiscreción, ni de curiosidad, ni de malas cualidades. Pero tengo mis motivos para exigir que inme­diatamente salgas de Bagdad y te vayas a otra parte. Y sobre todo, date prisa.” Y así me desterró el califa, tan injustamente, sin expli­carme la causa de aquel castigo.

Entonces, ¡oh mis señores! empecé a viajar por todos los climas y todos los países, hasta que supe el falle­cimiento de Montasser Billah y el reinado de su sucesor el califa El­-Mostasem. Volví a Bagdad en seguí­da, pero me encontré con que todos mis hermanos habían muerto. Y entonces ese joven que se acaba de marchar tan descortésmente me llamó a su casa para que le afeitase la cabeza. Y contra todo lo que ha dicho puedo aseguraros, ¡oh mis señores! que le hice un grandísimo favor, y a no ser por mi ayuda, probable es que el kadí, padre de la joven, lo hubiese mandado matar. De modo que todo lo que ha dicho es una calumnia, y cuanto ha con­tado sobre mi supuesta curiosidad, indiscreción, charlatanería y falta de tacto es falso absolutamente, ¡oh vosotros cuantos aquí estáis!”.

Tal es, ¡oh rey afortunado! ––prosiguió Schahrazada––, la his­toria en siete partes que el sastre de la China refirió al rey. Y des­pués añadió:

“Cuando el barbero Samet hubo terminado su historia, no necesita­mos oír más para convencernos de que era realmente el charlatán más extraordinario y el rapista más indis­creto de toda la tierra. Y quedamos persuadidos de que el joven cojo de Bagdad había sido la víctima de su insoportable indiscreción. Entonces, aunque sus historias nos habían he­cho pasar un buen rato, acordamos castigarle. Y nos apoderamos de él, a pesar de sus chillidos, y lo ence­rramos en un cuarto obscuro lleno de ratas. Y los demás seguimos comiendo, bebiendo y disfrutando hasta que llegó la hora de la plega­ria. Y entonces nos retiramos y yo fui en busca de mi esposa.

Pero al llegar a mi casa encontré a mi mujer de muy mal humor, y me dijo: ¿Té parece bien dejarme sola mientras andas de diversión con tus amigos? Si no me sacas en segui­da a paseo, me presentaré al walí para entablar la demanda de divor­cio.”

Y como soy enemigo de distur­bios conyugales, quise que hubiera paz, y a pesar del cansancio salí a paseo con mi mujer. Y anduvimos recorriendo calles y jardines hasta la puesta del sol.

Y cuando regresábamos a casa encontramos por casualidad a ese jo­robeta que se hallaba a tu servicio, ¡oh rey poderoso y magnánimo! Y el jorobado estaba borracho comple­tamente, diciendo chiste a cuantos le rodeaban, y recitó estos versos:

¡No sé si elegir la copa transparente y coloreada o el vino sutil y purpurino!

¡Porque la copa es como el vino sutil y purpurino, y el vino es como la copa coloreada y transparente!

Y se interrumpía para embromar a los transeúntes o para danzar, golpeando la pandereta. Y yo y mi mujer supimos que sería para nos­otros un agradable comensal, y le convidamos a comer con nosotros. Y juntos comimos, y mi esposa se quedó con nosotros, pues no creía que la presencia de un jorobado fuese como la de un hombre regu­lar, pues de no pensarlo así no habría comido delante de un extraño. Entonces fue cuando a mi esposa se le ocurrió bromear con el joro­beta y meterle en la boca la comida que lo ahogó.

Y en seguida, ¡oh rey poderoso! cogimos el cadáver del jorobeta y lo dejamos en la casa del médico judío que está presente. Y a su vez el médico judío lo dejó en la casa del intendente, que hizo responsable al corredor copto.

Y tal es, ¡oh rey generoso! la más extraordinaria de las historias que te hayan referido. Y esta his­toria del barbero y sus hermanos es, con seguridad, más sorprendente que la del jorobado.”

Cuando el sastre hubo acabado de hablar, el rey de la China dijo: “He de confesar que es muy interesante esa historia, y acaso más sugestiva que la del pobre jorobeta. Pero ¿dónde está ese asombroso barbero? Quiero verle y oírle antes de adoptar mi decisión respecto a vosotros cuatro. Después enterraremos a nuestro jorobeta. Y le erigiremos un buen sepulcro por lo mucho que me divir­tió en vida, y aun después de muerto, pues me ha dado ocasión de oír la historia del joven cojo, la del barbero con sus seis hermanos y las otras tres historias.”

Y dicho esto, el rey mandó a sus chambelanes que se fuesen con el sastre a buscar al barbero. Y una hora después, el sastre y los chambe­lanes, que habían ido a sacar al barbero del cuarto obscuro, lo traje­ron al palacio y se lo presentaron al rey­.

Y el rey examinó al barbero, y vio que era un anciano jeique lo me­nos de noventa años, de cara muy negra, barbas muy blancas, lo mismo que las cejas, orejas colgantes y agu­jereadas, narices de pasmosa longitud y aspecto lleno de presunción y alta­nería. Al verlo, el rey de la China se echó a reír ruidosamente y le dijo: “¡Oh Silencioso! Me han dicho que sabes contar historias admirables y llenas de maravillas. Quisiera oírte algunas de las que sabes referir tan bien.” El barbero contestó: “¡Oh rey del tiempo! no te han engañado al ponderarte mis cualidades, pero en primer lugar desearía saber lo que hacen aquí, reunidos, ese corredor nazareno, ese judío, ese musulmán, y ese jorobeta muerto, tumbado en el suelo. ¿De dónde procede esta extra­ña reunión?” Y el rey de la China se rió mucho y replicó: “¿Y por qué me interrogas respecto a gen­te que te es desconocida?” El barbero dijo: “Pregunto solamente para demostrar a mi rey que no soy un char­latán indiscreto, que no me ocupo nunca en lo que no me importa, y que soy inocente de las calumnias que me dirigen, como la de llamar­me hablador y lo demás. Sabe, por tanto, que soy digno de ostentar el sobrenombre de Silencioso, pues el poeta dijo:

¡Cuando tus ojos vean a una persona con un sobrenombre, sabe que, como indagues bien, siempre acabará por surgir el sentido del sobrenombre!”

Entonces dijo el rey: “Mucho me agrada este barbero. Voy a contarle la historia del jorobado, y luego las relatadas por el nazareno, el judío, el intendente y el sastre.” Y el rey refirió al barbero todas las historias, sin omitir una particularidad. Pero no es necesario repetirlas.

Cuando el barbero hubo oído las historias y supo, la causa de la muer­te del jorobado, empezó a menear gravemente la cabeza, y exclamó: “¡Por Alah! ¡Cosa extraordinaria es esa y me sorprende grandemente! A ver, levantad el velo que cubre el cadáver, que yo lo vea.”

Y cuando se descubrió el cadáver, el barbero se sentó en el suelo, puso la cabeza del jorobado en sus rodillas y le miró atentamente a la cara. Y de pronto soltó tal carcaja­da, que la fuerza de la risa le hizo caer. Y exclamó: “En verdad, toda muerte tiene una causa entre las causas. Y la causa de la muerte de este jorobado es la cosa más sor­prendente de las cosas sorprenden­tes. Porque merece ser escrita con hermosas letras de oro en los regis­tros del reino, para enseñanza de los hombres futuros.”

Y el rey, pasmado al oír las pala­bras del barbero, le dijo: “¡Oh bar­bero, oh Silencioso! explícanos el sentido de tus palabras.” Y el barbe­ro replicó: “¡Oh rey! te juro por tu gracia y tus beneficios que tu joroba­do tiene el alma en el cuerpo. Y lo vas a ver.” Y en seguida sacó de su cinturón un frasquito con un ungüen­to, empapó con él el pescuezo del jorobado y le vendó el cuello con un paño de lana. Después aguardó que transcurriera una hora. Sacó entonces del mismo cinturón unas largas tenazas de hierro, las introdu­jo en el garguero del jorobado, ma­nipuló en varios sentidos, y las sacó al fin, llevando en ellas el pedazo de pescado y la espina, causa de lo ocu­rrido al jorobeta. Y éste estornudó estrepitosamente, abrió los ojos, vol­vio en sí, se palpó la cara con las manos, dio un brinco, se puso de pie y exclamó: “¡La ilah ile Alah! ¡Y Mohamed es el Enviado de Alah! ¡Sean con él la plegaria y la salva­ción de Alah!”

Y todos los circunstantes queda­ron estupefactos y llenos de admira­ción hacia el barbero. Y después, al reponerse de su emoción, el rey y todas los presentes empezaron a reír a carcajadas al ver la cara del joro­beta. Y el rey dijo: “¡Por Alah! ¡Qué ventura tan prodigiosa! ¡En mi vida he visto nada más sorpren­dente y extraordinario!” Y añadió: “¡Oh vosotros aquí presentes! ¿Ha visto alguno que así se muera un hombre para resucitar después? Si, gracías a Alah, no hubiese estado aquí este barbero, nuestro jeique Samet, el día de hoy habría sido el último de la vida del jorobado. Y sólo por la ciencia y el mérito de este barbero admirable y lleno de capa­cidad hemos podido salvar su vida” Y todos los presentes dijeron: “Ver­dad es, ¡oh rey! Pues esta aventura es el prodigio de los prodigios y el milagro de los milagros.”

Entonces el rey de la China, lleno de júbilo, mandó que inmediata­mente se escribieran con letras de oro la historia del jorobado y la del barbero, y que se conservasen en los archivos del reino. Y así se ejecu­to puntualmente. En seguida regaló un magnífico traje de honor a cada uno de los acusados, al médico judío, al corredor nazareno, el intendente y al sastre, y los agregó al servicio de su persona y del palacio, y les mandó hacer las paces con el joro­beta. Y a éste le hizo maravillosos regalos, le colmó de riquezas, le nombró para altas cargos y lo eligió como compañero de mesa y bebida.

Pero aún tuvo más extraordinarias atenciones con el barbero; le hizo vestir un suntuoso traje de honor, mandó que le construyesen un astro­labio todo de oro, otros instrumentos de oro, tijeras y navajas con perlas y pedrería; le nombró barbero y pelu­quero de su persona y del reino, y también le tomó por compañero íntimo.

Y siguieron viviendo la vida más próspera y más dichosa, hasta que puso término a su felicidad la Arre­batadora de todo goce, la Disloca­dora de toda intimidad, la Separado­ra de los amigos, la Sepultadora, la Invencible, la Inevitable.

Al terminar, la discretísima Schah­razada dijo al rey: “No creas, ¡oh rey! que esta historia sea tan notable y sorprendente como la de Ghanem ben-Ayub y su hermana Fetnah. “ Y el rey Schahriar contestó: “No co­nozco tal historia.”

HISTORIA DE GHANEM BEN-AYUB Y DE SU HERMANA FETNAH

Y Schahrazada dijo:

“He llegado a saber, ¡oh rey afor­tudado! que en la antigüedad de los tiempos, en lo pasado de los siglos y de las edades, hubo un mer­cader entre los mercaderes que era riquísimo y padre de dos hijos. Se llamaba Ayub, y su hijo varón, Ghanem ben-Ayub, fue conocido después par el sobrenombre de El-­Motim El-Masslub, y era tan hermo­so como la luna llena, y estaba dotado de una elocuencia maravi­llosa. La hija, hermana de Ghanem, se llamaba Fetnah, nombre muy me­recido por sus encantos y su hermo­sura.

Al morir Ayub les dejó grandes riquezas....

  En este momento de su relato, vio Schahrazada nacer el día y se calló discretamente.
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