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《一千零一夜》连载十九
作者:未知  文章来源:互联网  点击数  更新时间:2007-09-10 14:37:35  文章录入:admin  责任编辑:admin

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 31a NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el barbero prosiguió su relato en esta forma:

“Mi hermano, Haddar, empezó a perseguir a la joven, que, ligera, huía de él y se reía. Y las otras jóvenes y la vieja, al ver correr a aquel hom­bre con su rostro pintarrajeado, sin barbas, ni bigotes, ni cejas, se mo­rían de risa y palmoteaban Y golpea­han el suelo con los pies.

Y la joven, después de dar dos vueltas a la sala, se metió por un pasillo muy largo, y luego cruzó dos habitaciones, una tras otra, siem­pre perseguida por mi hermano, completamente loco. Y ella, sin dejar de correr, reía con toda su alma, moviendo las caderas.

Pero de pronto desapareció en un recodo, y mi hermano fue a abrir una puerta por la cual creía que había salido la joven, y se encontró en medio de una calle. Y esta calle era la calle en que vivían los curti­dores de Bagdad. Y todos los cur­tidores vieron a El-Haddar afeitado de barbas, sin bigotes, las cejas ra­padas y pintado el rostro como una mujer. Y escandalizados, se pusie­ron a darle correazos, hasta que perdió el conocimiento. Y después le montaron en un burro, poniéndole al revés, de cara al rabo, y le hicie­ron dar la vuelta a todas los zocos, hasta que lo llevaron al walí, que les preguntó: “¿Quién es ese hom­bre?” Y ellos contestaron: “Es un desconocido que salió súbitamente de casa del gran visir. Y lo hemos hallado en este estado.” Entonces el walí mandó que le diesen cien lati­gazos en la planta de los pies, y lo desterró de la ciudad. Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! corrí en busca de mi hermano, me lo traje secreta­mente y le di hospedaje. Y ahora lo sostengo a mi costa. Comprende­ras que si yo no fuera un hombre lleno de entereza y de cualidades, no habría podido soportar a seme­jante necio.

Pero en lo que se refiere a mi tercer hermano, ya es otra cosa, co­mo vas a ver.

HISTORIA DE BACBAC, TERCER HERMANO DEL BARBERO

“Bacbac el ciego, por otro nom­bre el Cacareador hinchado, es mi tercer hermano. Era mendigo de ofi­cio, y uno de los principales de la cofradía de los pordioseros de Bag­dad, de nuestra ciudad.

Cierto día, la voluntad de Alah y el Destina permitieron que mi her­mano llegase a mendigar a la puerta de una casa. Y mi hermano Bacbac, sin prescindir de sus acostumbradas invocaciones para pedir limosna: “¡Oh donador, oh generoso!”, dio con el palo en la puerta.

Pero conviene que sepas, ¡oh Co­mendador de los Creyentes! que mi hermano Bacbac, igual que los más astutos de su cofradía, no contestaba cuando, al llamar a la puerta de uno casa, le decían: “¿Quién es?” Y se callaba para obligara que abriesen la puerta, pues de otro modo, en lugar de abrir, se contentaban con responder desde dentro: “'¡Alah te ampare!” Que es el modo de despe­dir a los mendigos.

De modo que aquel día, por más que desde la casa preguntasen: ¿Quién es?”, mi hermano callaba. Y acabó por oír pasos que se acer­caban, y que se abría la puerta. Y se presentó un hombre al cual Bac­bac, si no hubiera estado ciego, no habría pedido limosna seguramente. Pero aquel era su Destino. Y cada hombre lleva su Destino atado, al cuello.

Y el hombre le preguntó: “¿Qué deseas?” Y mi hermano Bacbac res­pondió: “Que me des una limosna, por Alah el Altísimo.” El hombre volvió a preguntar: “¿Eres ciego?” y Bacbac dijo: “Sí, mi amo y muy pobre.” Y el otro repuso: “En ese caso, dame la mano para que te guíe.” Y le dio la mano, y el hombre lo metió en la casa, y lo hizo subir escalones y más escalones; hasta que lo llevó a la azotea, que estaba muy alta Y mi hermano, sin aliento, se decía: “Seguramente, me va a dar las sobras de algún festín.”

Y cuando hubieron llegado a la azotea, el hombre volvió a pregun­tar: “¿Qué quieres, ciego?” Y mi. hermano, bastante asombrado, res­pendió: “Una limosna por Alah.” Y el otro replicó: “Que Alah te abra el día en otra parte:” Entonces Bacbac le dijo: “¡Oh tú, un tal! ¿no podías haberme contestado así cuan­do estábamos abajo?” A lo cual re­plicó el otro: “¡Oh tú, que vales menos! ¿por qué no me contestaste cuando yo preguntaba desde den­tro: “¿Quién es? ¿Quién está a la puerta?” ¡Conque lárgate de aquí en seguida, o te haré rodar como una bola, asqueroso mendigo de mal agüero!” Y Bacbác tuvo que bajar más que de prisa la escalera com­pletamente solo.

Pero cuando le quedaban unos veinte escalones dio un mal paso, y fue rodando hasta la puerta. Y al caer se hizo una gran contusión en la cabeza, y caminaba gimiendo por la calle. Entonces varios de sus compañeros, mendigos y ciegos como él al oírle gemir le preguntarte la causa, y Bacbac les refirió, su des­ventura. Y después les dijo: “Ahora tendréis que acompañarme a casa para cojer dinero con que comprar comida para este día infructuoso y maldito. Y habrá que recurrir a nuestros ahorros, que, como sabéis, son importantes, y cuyo depósito me habéis confiado.”

Pero el hombre de la azotea había bajado detrás de él y le había seguí­do. Y echó a andar detrás de mi hermano y los otros dos ciegos, sin que nadie se apercibiese, y así llega­ron todas a casa de Bacbac. Entraron, y el hombre se deslizó rápidamente antes de que hubiesen cerrado la puerta.Y Bacbac dijo a las dos cíe­gos: “Ante todo, registremos la habi­tación por si hay algún extraño es­condído”

Y aquel hombre, que era toda un ladrón de los más hábiles entre los ladrones, vio una cuerda que pendía del techo, se agarró de ella, y silenciosamente trepó hasta una viga, donde se sentó con la mayor tranquilidad. Y los dos ciegos ca­menzaran a buscar por toda la habi­tación, insistiendo en sus pesquisas varias veces„ tentando los rincones con los palos. Y hecho esto, se reunieron con mí hermano, que sacó entonces del escondite todo el dinero de que era depositario, y lo contó con sus dos compañeros, resultando que tenían diez mil dracmas juntos. Después, cada cual cogió dos o tres dracmas, volvieron a meter todo el dinero en los sacos, y los guardaron en el escondite. Y uno de los tres ciegos marchó a comprar provisiones y volvió en seguida, sacando de la alforja tres panes, tres cebollas y al­gunos dátiles. Y los tres compañeros se sentaron en corro y se pusieron a comer.

Entonces el ladrón se deslizó silen­ciosamente a lo largo de la cuerda, se acurrucó junta a los tres mendigos y se puso a comer con ellos. Y se había colocada al lado de Bacbac, que tenía un oído excelente. Y Bacbac, oyendo el ruido de sus mandíbulas al comer, exclamó: ¿Hay un extraño entre nosotros!” Y alargó rápidamente la mano hacia donde oía el ruida de la mandibu­las y su mano cayó precisamente sobre el brazo del ladrón. Entonces Bacbac y los dos mendigos se preci­pitaron encima de él, y empezaran a gritar y a golpearle con sus palos, ciegos como estaban, y pedían auxi­lio a las vecinos, chillando: “¡Oh musulmanes, acudid a socarrenos! ¡Aquí hay un ladrón! ¡Quiere robar­nos el poquísimo dinero de nuestros ahorros!” Y acudiendo los vecinos, vieron a Bacbac, que, auxiliado por los otros dos mendigos, tenía bien sujeto al ladrón, que intentaba defen­derse y escapar. Pero el ladrón, cuan­do llegaron los vecinos, se fingió támbién ciego, y cerrando los ojos, exclamó: “¡Por Alah! ¡Oh musul­manes! Soy ciego y socio de estas otros tres, que me niegan lo que me corresponde de los diez mil drac­mas de ahorros que poseemos en comunidad. Os lo jura por Alah el Áltísimo, por el sultán, por el emir. Y os pido que me llevéis a presea­cia del walí, donde se camprabará todo.” Entonces llegaron las guar­dias del walí, se apoderaron de los cuatro hombres y los llevaron entre las manos del walí. Y el walí pre­guntó: “¿Quiénes son esos hombres?” Y el ladrón exclamó: “Escucha mis palabras, ¡oh walí justo y perspicaz! y sabrás lo que debes saber. Y si no quisieras creerme, manda que nos den tormento, a mí el primero, para obligarnos a confesar la verdad. Y somete en seguida al mismo tormen­to a estos hombres para poner en claro este asunto.” Y el walí dispuso:

“¡Coged a ese hombre, echadlo en el suelo, y apaleadle hasta que con­fiese!” Entonces las guardias agarra­ron al ciego fingido, Y uno le suje­taba los pies, y los demás princi­piaron a darle de palos en ellos. A los diez palos, el supuesto ciego empezó a dar gritos y abrió un ojo, pues hasta entonces los había tenido cerrados. Y después de recibir otros cuantos palos, no muchos, abrió os­tensiblemente el otro ojo.

Y el walí enfurecido, le dijo: “¿Qué farsa es ésta, miserable embus­teso?” Y el ladrón contestó; “Que suspendan la paliza y lo explicaré todo.” Y el walí mandó suspender el tormento, y el ladrón dijo: “Somos cuatro ciegos fingidos, que engaña­mos a la gente para que nos de limosna. Pero además simulamos nuestra ceguera para poder entrar fácilmente en las casas, ver las muje­res con la cara descubierta, y al mis­mo tiempo examinar el interior de las viviendas y preparar los robos sobre seguro. Y como hace bastante tiempo que ejercemos este oficio tan lucrati­vo, hemos logrado juntar entre todos hasta diez mil dracmas. Y al reclamar mi parte a estos hombres, no sólo se negaron a dármela, sino que me apa­learon, y me habrían matado a gol­pes si los guardias no me hubiesen sacado de entre sus manos. Esta es la verdad, ¡oh walí! Pero ahora, para que confiesen mis compañeros, tendrás que recurrir al látigo, como hiciste conmigo. Y así hablarán. Pero que les den de firme, porque de lo contrario no confesarán nada. Y hasta verás cómo se obstinan en no abrir los ojos, como yo hice.”

Entonces el walí mandó azotar a mi hermano el primero de todos. Y por más que protestó y dijo que era ciego de nacimiento, le siguieron azotando hasta que se desmayó. Y como al volver en sí tampoco abrió los ojos, mandó el walí que le die­ran otros trescientos palos, y luego trescientos más, y lo mismo hizo con los otros dos ciegos, que tampo­ca los pudieron abrir, a pesar de los golpes Y a pesar de las consejos que les dirigía el ciego fingido, su cam­pañero improvisado.

Y en seguida, el walí encargó a este ciego fingido que fuese a casa de mi hermano Bacbac y trajese el dinero. Y entonces dio a este ladrón dos mil quinientos dracmas, o sea la cuarta parte del dinero, y se quedó con los demás.

En cuanto a mi hermano y los otros dos ciegos, el walí les dijo: “¡Miserables hipócritas! ¿Conque co­méis el pan que os concede la gracia de Alah, y luego juráis en su nom­bre que sois ciegos? Salid ds aquí y que no se os vuelva a ver en Bagdad ni un solo día.”

Y yo, ¡oh Emir de las Creyentes! en cuanto supe todo esto salí en busca de mi hermano, lo encontré, lo traje secretaanente a Bagdad, lo metí en mi casa, y me encargué de darle de comer Y vestirla mien­tras viva.

Y tal es la historia de mi tercer hermano, Bacbac el ciego.”

Y al oírla el califa Montasser Billah, dijo: “Que den una gratifi­cación a este barbero, Y que se vaya en seguida.” Pero yo, ¡ah mis seño­res! contesté: “¡Por Alah! ¡Oh Príncipe de los Creyentes! No puedo aceptar nada sin referirte lo que les ocurrió a mis otros tres hermanos.” Y concedida la autorización, dije:

HISTORIA DE EL-KUZ, CUARTO HERMANO DEL BARBERO

“Mi cuarto hermano, el tuerto El-Kuz El-Assuaní, o el botijo irrom­pible, ejercía en Bagdad el oficio de carnicero. Sobresalía en la venta de carne y picadillo, y nadie le aven­tajaba en criar y engordar carneros de larga cola. Y sabía, a quién ven­der la carne buena y a quién des­pechar la mala. Así es que los mer­caderes más ricos y los principales de la ciudad sólo se abastecían en su casa y no compraban más carne que la de sus carneros; de modo que en poco tiempo llegó a ser muy rico y propietario de grandes rebaños y her­mosas fincas.

Y seguía prosperando mi hermano El-Kuz, cuando cierto día entre los días, que estaba sentada en su esta­blecimiento, entró un jeique de larga barba blanca, que le dio dinero le dijo: “¡Corta carne buena!” Y mi hermano le dio de la mejor carne, cogió el dinero y devolvió el saludo al anciano; que se fue.

Entonces mi hermano examinó las monedas de plata que le había entre­gado el desconocido, y vio que eran nuevas, de una blancura deslumbra­dora. Y se apresuró a guardarlas aparte en una caja especial, pensan­do: “He aquí unas monedas que me van a dar buena sombra.”

Y durante cinco meses seguidos el viejo jeique de larga barba blanca fue todos los días a casa de mi her­mano, entregándole monedas de pla­ta completamente nuevas a cambio de carne fresca y de buena calidad. Y todos los días mi hermanó cui­daba de guardar aparte aquel dinero. Pero un día mi hermano El-Kuz quiso contar la cantidad que había reunido de este modo, a fin de com­prar unos hermosos carneros, y espe­cialmente unos cuantos moruecos para enseñarles a luchar unos con otros, ejercicio muy gustado en Bag­dad, mi ciudad. Y apenas había abierto la caja en que guardaba el dinero del jeique de la barba blan­ca, vio que allí no había ninguna moneda, sino redondeles de papel blanco.

Y entonces empezó a darse puñe­tazos en la cara y en la cabeza, a lamentarse a gritos. Y en seguida le rodeó un gran grupo de transeún­tes, a quienes contó su desventura, sin que nadie pudiera explicarse la desaparición de aquel dinero. Y El-Kuz seguía gritando y diciendo: “¡Haga Alah que vuelva hora ese maldito jeique para que le pueda arrancar las barbas y el turbante con mis propias manos!”

Y apenas había acabado de pro­nunciar estas palabras, cuando apa­reció el jeique. Y el jeique atravesó por entre el gentío, y llegó hasta mi hermano para entregarle, como de costumbre, el dinero. En seguida mi hermano se lanzó contra él; y sujetándole por un brazo; dijo: “¡Oh musulmanes! ¡Acudid en mi socorro! ¡He aquí al infame ladrón!” Pero el jeique no se inmutó para nada, pues inclinándose hacia mi hermano le dijo de modo que sólo pudiera oírle él: “¿Qué prefieres, callar o que te comprometa delante de todos? Y te advierto que tu afrenta ha de ser más terrible que la que quieres causarme.” Pero El-Kuz contestó: “¿Qué afrenta puedes hacerme, mal­dito viejo de betún? ¿De qué modo me vas a comprometer?” Y el jeique dijo: “Demostraré que vendes carne humana en vez de carnero.” Y mi hermano repuso: “¡Mientes, oh mil veces embustero y mil veces maldi­to!” Y el jeique dijo: “El embustero y el maldito es quien tiene colgando del gancho de su carnicería un cada­ver en vez de un carnero.” Y mi hermano protestó violentamente, y dijo: “¡Perro, hijo de perro! Si prue­bas semejante cosa, te entregaré mi sangre y mis bienes.” Y entonces el jeique se volvió hacia la muche­dumbre y dijo a voces: “¡Oh vos­otros todos, amigos míos! ¿veis a este carnicero? Pues hasta hoy nos ha estado engañando a todos, infrin­giendo'los preceptos de. nuestro ' Li­bro. Porque en vez de matar carne­ros degüella cada día a un hijo de Adán y nos vende su carne por car­ne de carnero. Y para convenceros de que digo la verdad, entrad a re­gistrar la tienda.”

Entonces surgió un clamor, y la muchedumbre se precipitó en la tien­da de mi hermana El-Kuz, toman­dola por asalto. Y a la vista de todos apareció colgado de un gancho el cadáver de un hombre; desollado, preparado y destripado. Y en el tablón de las cabezas de carnero había tres cabezas humanas, desolla­das, limpias, y cocidas al horno, para la venta.

Y al ver esto, todos los presentes se lanzaron sobre mi hermanó, gri­tando: “¡Impío, sacrílego, asesino!” Y la emprendieron con él a palos y a latigazos. Y los más encarnizados contra él y los que más cruelmente le pegaban eran sus parroquianos más antiguos y sus mejores amigos. Y el viejo jeique le dio tan violento puñetazo en un ojo, que se lo saltó sin remedio. Después cogieron el supuesto cadáver degollado, ataron a mi hermano El-Kuz, y todo el mundo, precedido del jeique, se pre­sentó delante del ejecutor de la ley. Y el jeique le dijo: “¡Oh Emir! He aquí que te traemos, para que pague sus crímenes, a este hombre que desde hace mucho tiempo degüella a sus semejantes y vende su carne como si fuese de carnero. No tienes más que dictar sentencia y dar cum­plimiento a la justicia de Alah, pues he aquí a todos los testigos.” Y esto fue todo lo que. pasó. Porque el jeique de la blanca barba era un bruja que tenía el poder de aparen­tar cosas que no lo eran realmente.

En cuanto a mi hermano El-Kuz, por más que se defendió, no quiso oírle el juez, y lo sentenció a recibir quinientos palos. Y le confiscaron todos sus bienes y propiedades, no siendo poca su suerte con ser tan rico, pues de otro modo le habrían condenado a muerte sin remedio. Y además le condenaron a ser des­terrado.

Y mi hermano, con un ojo menos, con la espalda llena de golpes y medio muerto, salió de Bagdad cami­no adelante y sin saber adónde di­rigirse, hasta que llegó a una ciudad lejana, desconocida para él, y allí se detuvo, decidido a establecerse en aquella ciudad y ejercer el oficio de remendón, que apenas si necesita otro capital que unas manos hábiles.

Fijó, pues, su puesto en un esqui­nazo de dos calles, y se puso a tra­bajar para ganarse la vida. Pero un día que estaba poniendo una pieza nueva a una babucha vieja oyó relin­chos de caballos y el estrépito de una carrera de jinetes. Y preguntó el motivo de aquel tumulto, y le dijeron: “Es el rey que sale de caza con galgos,, acompañado de toda la corte.” Entonces mi hermano El-Kuz dejó un momento la aguja y el mar­tillo y se levantó para ver cómo pasaba la comitiva regia mientras estaba de pie, meditando sobre su pasado y su presente y sobre las cir­cunstancias que le habían convertido de famoso carnicero en el último de los remendones, pasó el rey al frente de su maravilloso séqito, y dio la casualidad de que la mirada del rey, se fijase en el ojo huero de mi her­mano El-Kuz. Y al verlo, el rey palideció, y dijo: “¡Guárdeme Alah de las desgracias de este día mal­dito y de mal agüero!” Y dio vuelta inmediatamente a las bridas de su yegua y desanduvo el camino, acom­pañado de su séquito y de sus solda­dos. Pero al mismo tiempo mandó a sus siervos que se apoderaran de mi hermano y le administrasen el con­sabido castigo. Y los esclavos, preci­pitándose sobre mi hermano El-Kuz, le dieron tan tremenda paliza, que lo dejaron por muerto en medio de la calle. Y cuando se marcharon se levantó El-Kuz y se volvió penosamente a su puesto debajo del toldo que le resguardaba, y allí, se echó completamente molido. Pero enton­ces pasó un individuo del séquito del rey que venía rezagado. Y mi her­mano El-Kuz le rogó que se detu­viese, le contó el trato que acababa de sufrir y le pidió que le dijera el motivo. El hombre se echó a reír a carcajadas, y le contestó: “Sabe, hermano, que nuestro rey no puede tolerar ningún tuerto, sobre todo si el tuerto lo es del ojo derecho. Por­que cree que ha de traerle desgracia. Y siempre manda matar al tuerto sin remisión. Así es que me sor­prende mucho que todavía estés vivo.”

Mi hermano no quiso oír más. Recogió sus herramientas, aprove­chando las pocas fuerzas que le quedaban; emprendió la fuga y no se detuvo hasta salir de la ciudad. Y siguió andando hasta llegar a otra población muy lejana que no tenía rey ni tirano.

Residió mucho tiempo en aquella ciudad, cuidando de no exhibirse, pero un día salió a respirar aíre puro y a darse un paseo. Y de pron­to oyó detrás de él relinchar de caballos, y recordando su última desventura, escapó lo más aprisa que pudo, buscando un rincón en qué es­conderse, pero no lo encontró. Y delante de él vio una puerta, y em­pujó la puerta y se encontró en un pasillo largo y obscuro, y allí se escondió. Pero apenas se había ocul­tado aparecieron dos hombres, que se apoderaron de él, le encadenaron, y dijeron: “¡Loor a Alah, que ha permitido que te atrapásemos, ene­migo de Alah y de los hombres! Tres días y tres noches llevamos buscándote sin descanso. Y nos has hecho pasar amarguras de muerte.” Pero mi hermano dijo: “¡Oh seño­res! ¿A quién os referís? ¿De qué órdenes habláis?” Y le contestaron: “¿No te ha bastado con haber redu­cido a la indigencia a todos tus amigos Y al amo de esta casa? ¡Y aún nos querías asesinar! ¿Dónde está el cuchillo con que nos amena­zabas ayer?”

Y se pusieron a registrarle, encon­trándole el cuchillo con que cortaba el cuero para las suelas. Entonces lo arrojaron al suelo, y le iban a dego­llar, cuando mi hermano exclamó: “Escuchad, buena gente: no soy ni un ladrón ni tan asesino, pero puedo contares una historia sorprendente, y es mi propia historia. Y ellos, sin hacerle caso, le pisotearan, le gol­pearon y le destrozaron la ropa. Y al desgarrarle la ropa. vieron en su espalda desnuda las cicatrices de los latigazos que había recibido en otro tiempo. Y exclamaron: “¡Oh mise­rable! He aquí unas cicatrices que prueban todos tus crimenes pasa­dos.” Y en seguida lo llevaron a presencia del walí, y mi hermano, pensando en todas sus desdichas, se decía: “¡Oh cuán grandes serán mis pecados, cuando así los expío siendo inocente de cuanto me achacan! Pero no tengo más esperanza, que en Alah el Altísimo:”

Y cuando estuvo en presencia del walí, el walí lo miró airadísimo y le dijo: “Miserable desvergonzado; los latigazos con que marcaron tu cuerpo son una prueba sobrada de todas tus anteriores y presentes fechorías.” Y dispuso que le dieran cien palos. Y después lo subieron y ataron a un camello y le pasearon por toda la ciudad, mientras el pre­gonero gritaba: “He aquí el castigo de quien se mete en casa ajena con intenciones criminales.”

Pero entonces supe todas estas desventuras de mi desgraciado her­mano. Me dirigí en seguida en su busca, y lo encontré precisamente cuando lo bajaban desmayado del camello. Y entonces, ¡oh Emir de los Creyentes! cumplí mi deber de traér­melo secretamente a Bagdad, y le he señalado una pensión para que coma y beba tranquilamente hasta el fin de sus días.

Tal es, la, historia del desdichado El-Kuz. En cuanto a mi quinto her­mano, su aventura es aún más extra­ordinaria, y te probará ¡oh Príncipe de los Creyentes! que soy el más cuerdo y el más prudente de mis hermanos.”

HISTORIA DE EL-ASCHAR, QUINTO HERMANO DEL BARBERO

“Este hermano mío, ¡oh Emir de los Creyentes! fue precisamente aquel a quien cortaron la nariz y las orejas. Le llaman El-Aschar porque ostenta un vientre voluminoso como una camella preñada, y también por su semejanza con un caldero grande. Y es muy perezoso durante el día, pero de noche desempeña cualquier comisión, procurándose dinero por toda suerte de medios ilícitos y extraños.

Al morir nuestro padre heredamos cien dracmas de plata cada uno. El­-Aschar cogió los cien dracmas que le correspondían, pero, no sabía en qué emplearlos. Y se decidió por último a comprar cristalería para venderla al por menor, prefiriendo este oficio a cualquier otro porque no le obligada a moverse mucho.

Se convirtió, pues, en vendedor de cristalería, para lo cual compró un canasto grande, en el que puso sus géneros, buscó una esquina fre­cuentada y se instaló tranquilamente en ella, apoyada la espalda contra la pared y delante el canasto, prego­nando su mercadería de esta suerte:

“¡Oh cristal! ¡Oh gotas de sol! ¡Ojos de mi nodriza! ¡Soplo endurecido de las vírgenes! ¡Oh cristal, oh cristal!”

Pero más tiempo se lo pasaba callado. Y entonces, apoyando con mayor firmeza la espalda contra la pared, empezaba a soñar despierto. Y he aquí lo que soñaba un vier­nes en el momento de la oración:

“Acabo de emplear todo mi capi­tal, o sean cien dracmas, en la com­pra de cristalería. Es seguro que lograré venderla en doscientos drac­mas. Con estos doscientos dracmas compraré otra vez cristalería y la venderé en cuatrocientos dracmas. Y seguiré vendiendo y comprando hasta que me vea dueño de un gran capital. Entonces compraré toda cla­se de mercancías, drogas y perfumes, y no dejaré de vender hasta que haya hecho grandísimas ganancias. Y así podré adquirir un gran pala­cio y tener esclavos, y tener caballos con sillas y gualdrapas de brocado y de oro. Y comeré y beberé sober­biamente, y no habrá cantora en la ciudad a la que no invite a cantar en mi casa. Y luego me concertaré con las casamenteras más expertas de Bagdad, para que me busquen novia que sea hija de un rey o de un visir. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que me case, ya que no con otra, con la hija del gran visir, porque es una joven hermosísima y llena de perfecciones. De modo que le señalaré una dote de mil dinares. de oro. Y no es de esperar que su padre el gran visir vaya a oponerse a esta boda pero si no la consintiese, le arrebataría a su hija y me la llevaría a mi palacio. Y compraré diez pajecillos para mi ser­vicio particular. Y me mandaré hacer ropa regia, como la que llevan los sultanes y los emires, y encargaré al joyero más hábil que me haga una silla de montar toda de oro, con incrustaciones de perlas y pedrería. Y montado en el el más her­moso de los corceles, que compraré a los beduinos del desierto o man­daré traer de la tribu de Anezi, me pasearé por la ciudad precedido de numerosos esclavos y otros detrás y alrededor de mi; y de este modo llegaré al palacio del gran visir. Y el gran visir cuando me vea se levan­tará en honor mío, y me cederá su sitio, quedándose de pie algo más abajo que yo, y se tendrá por muy honrado con ser mi suegro. Y con­migo irán dos esclavos, cada uno con una gran bolsa. Y en cada bolsa habrá mil dinares. Una de las bolsas se la daré al gran visir como dote de su hija, y la otra se la regalaré como muestra de mi generosidad y munificencia y para que vea también cuán por encima estoy, de todo lo de este mundo. Y volveré solemne­mente a mi casa, y cuando mi novia me envíe a una persona con algún recado, llenaré de oro a esa persona y le regalaré telas preciosas y trajes magníficos. Y si el visir llega a mandarme algún regalo de boda, no lo aceptaré, y se lo devolveré, aun que sea un regalo de gran valor, y todo está para demostrarle que ten­go gran altura de espíritu y soy incapaz de la menor falta de delica­deza. Y señalaré después él día de mi boda y todos los pormenores, disponiendo que nada se escatime en cuanto al banquete ni respecto al número y calidad de músicos, can­toras y danzarinas. Y prepararé mi palacio tendiendo alfombras por todas partes, cubriré el suelo de flores desde la entrada hasta la sala del festín, y mandaré regar el pavi­mento con esencias y agua de rosas.

La noche de bolas me pondré el traje más lujoso, me sentaré en un trono colocado en un magnífico estrado, tapizado de seda con bor­dados de flores y pájaros. Y mien­tras mi mujer se pasee por el salón con todas sus preseas, más resplan­deciente que la luna llena del mes de Ramadán, yo permaneceré muy serio, sin mirarla siquiera ni volver la cabeza a ningún lado probando con todo esto la entereza de mi carácter y mi cordura. Y cuando me presenten a mi esposa, delicio­samente perfumada y con toda la frescura de su belleza, yo no me moveré tampoco. Y seguiré impasi­ble, hasta que todas las damas se me acerquen y digan: “¡Oh señor, coro­na de nuestra cabeza! aquí tienes a tu esposa, que se pone respetuosa­mente entre tus manos y aguarda que la favorezcas con una mirada. Y he aquí que, habiéndose fatigado al estar de pie tanto tiempo, sólo espera tus órdenes para- sentarse.” Y yo no diré tampoco ni una pala­bra, haciendo desear más mi res­puesta. Y entonces todas las damas y todos los invitados se prosterna­ron y besarán la tierra muchas veces ante mi grandeza. Y hasta entonces no consentiré en bajar la vista para dirigir una mirada a mi mujer, pero sólo una mirada, porque volveré en seguida a levantar los ojos y recobra­ré mi aspecto lleno de dignidad. Y las doncellas se llevarán a mi mujer, y yo me levantaré para cambiar de ropa y ponerme otra mucho más rica. Y volverán a llevarme por se­gunda vez a la recién casada con otros trajes y otros adornos, bajo el hacinamiento de las alhajas, el oro y la pedrería y perfumada con nue­vos perfumes más gratos todavía. Y cuando me hayan rogado muchas veces, volveré a mirar a mi mujer, pero en seguida levantaré los ojos para no verla más. Y guardaré esta prodigiosa compostura hasta que ter­minen por completo todas las cere­monias.

  Pero en este momento de su relato, Schahrazada vio aparecer la mañana, y discreta como siempre, no quiso abusar más aquélla noche del per­miso otorgado.
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