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《一千零一夜》连载十五
作者:未知  文章来源:互联网  点击数  更新时间:2007-09-10 14:37:41  文章录入:admin  责任编辑:admin

 

PERO CUANDO LLEGÓ LA 28a NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afor­tunado! que el médico judío continuó de este modo la historia del joven: “El corredor, al ver que el joven no conocía el valor del collar, y se explicaba de aquel modo, compren­dió en seguida que lo había robado o se lo había encontrado, cosa que debía aclararse. Cogió, pues, el collar, y se lo llevó al jefe de los corredores del zoco, que se hizo cargo de él en seguida, y fue en busca del walí de la ciudad, a quien dijo: “Me habían robado este collar, y ahora hemos dado con el ladrón, que es un joven vestido como los hijos de los mercaderes, y está en tal parte, en casa de tal corredor.”

Y mientras yo aguardaba al corre­dor con el dinero, me vi rodeado y apresado por los guardias, que me llevaron a la fuerza a casa del walí. Y el walí me hizo preguntas acerca del collar, y yo le conté la misma historia que al corredor. Entonces el walí se echó a reír, y me dijo: “Ahora te enseñaré el precio de ese collar.” E hizo una seña a sus guar­dias, que me agarraron, me desnu­daron, y me dieron tal cantidad de palos y latigazos, que me ensangren­taron todo el cuerpo. Entonces, lleno de dolor, les dijo: “¡Os diré la ver­dad! ¡Ese collar lo he robado!” Me pareció que esto era preferible a declarar la terrible verdad del asesi­nato de la joven, pues me habrían sentenciado a muerte v me habrían ejecutado, para castigar el crimen.

Y apenas me había acusado de tal robo, me asieron del brazo y me cor­taron la mano derecha, como a los ladrones, y me sumergieron el brazo en aceite hirviendo para cicatrizar la herida. Y caí desmayado de dolor. Y me dieron de beber una cosa que me hizo recobrar los sentidos. En­tonces recogí mi mano cortada y re­gresé a mi casa.

Pero al llegar a ella, el propietario, que se había enterado de todo, me dijo: “Desde el momento que te has declarado culpable de robo y de hechos indignos, no puedes seguir viviendo en mi casa. Recoge, pues, lo tuyo y ve a buscar otro aloja­miento.” Yo contesté: “Señor, dame dos o tres días de plazo para que pueda buscar casa.” Y él me dijo: “Me avengo a otorgarte ese plazo.” Y dejándome, se fue.

En cuanto a mí, me eché al suelo, me puse a llorar, y decía: “¡Cómo he de volver a Mossul, mi país natal; cómo he de atreverme a mirar a mi familia, después que me han cor­tado una mano! ... Nadie me creerá cuando diga que soy inocente. No puedo hacer más que entregarme a la voluntad de Alah, que es el único que puede procurarme un medio de salvación.”

Los pesares y las tristezas me pu­sieron enfermo, y no pude ocuparme en buscar hospedaje. Y al tercer día, estando en el lecho, vi invadida mi habitación por los soldados del gober­nador de Damasco, que venían con el amo de la casa y el jefe de los corredores. Y entonces el amo de la casa me dijo: “Sabe que el walí ha comunicado al gobernador gene­ral lo del robo del collar. Y ahora resulta que el collar no es de este jefe de los corredores, sino del mis­mo gobernador general, o mejor dicho, de una hija suya, que desapa­reció también hace tres años. Y vienen para prenderte.”

Al oír esto, empezaron a temblar todos mis miembros y coyunturas, y me dije: “Ahora sí que me conde­nan a muerte sin remisión. Más vale declarárselo todo al gobernador gene­ral. El será el único juez de mi vida o de mi muerte.” Pero ya me habían cogido y atado, y me llevaban con una cadena al cuello a presencia del gobernador general. Y nos pusieron entre sus manos a mí y al jefe de los corredores. Y el gobernador, mirándome, dijo a los suyos: “Este joven que me traéis no es un ladrón, y le han cortado la mano injusta­mente. Estoy seguro de ello. En cuanto al jefe de los corredores, es un embustero y un calumniador. ¡Apoderaos de él y metedlo en un calabozo!” Después el gobernador dijo al jefe de los corredores: “Vas a indemnizar en seguida a este joven por haberle cortado la mano; si no, mandaré que te ahorquen y confis­caré todos tus bienes, corredor mal­dito.” Y añadió, dirigiéndose a los guardias: “¡Quitádmelo de delante, y salid todos!” Entonces el gober­nador y yo nos quedamos solos. Pero ya me habían libertado de la argolla del cuello, y tenía también los brazos libres.

Cuando todos se marcharon, el gobernador me miró con mucha las­tima y me dijo; “¡Oh hijo mío! Ahora vas a hablarme con franqueza, diciéndome toda la verdad, sin ocul­tarme nada. Cuéntame, pues, cómo llegó este collar a tus manos.” Yo le contesté: “¡Oh mi señor y sobe­rano! Te diré la verdad.” Y le referí cuanto me había ocurrido con la primera joven, cómo ésta me había proporcionado y traído a la casa a la segunda joven, y cómo, por últi­mo, llevada de los celos, había sacri­ficado a su compañera. Y se lo conté con todos sus pórmenores. Pero no hay utilidad en repetirlas.

Y el gobernador, en cuanto lo hubo oído, inclinó la cabeza, lleno de dolor y amargura, y se cubrió la cara con el pañuelo. Y así estuvo durante una hora, y su pecho se desgarraba en sollozos. Después se acercó a mí, y me dijo:

“Sabe, ¡oh hijo mío! que la prime­ra joven es mi hija mayor. Fue desde su infancia muy perversa, y por este motivo hube de criarla severamente. Pero apenas llego a la pubertad, me apresuré a casarla, y con tal fin la envié al Cairo, a casa de un tío suyo, para unirla con uno de mis sobrinos, y por lo tanto, primo suyo. Se casó con él, pero su esposo murió al poco tiempo, y entonces ella volvió a mi casa. Y no había dejado de aprovechar su estancia en Egipto para aprender todo género de liber­tinaje. Y tú, qué estuviste en Egipto, ya sabrás cuán expertas son en esto aquellas mujeres. Por eso, apenas estuvo de regreso mi hija, te en­contró y se entregó a ti, y te fue a buscar cuatro veces seguidas. Pero con esto no le bastaba. Corno ya había tenido tiempo para pervertir a su hermana, mi segunda hija, no le costó trabajo llevarla a tu casa; des­pués de contarle cuanto hacía contí­go. Y mi segunda hija me pidió per­miso para acompañar a su hermana al zoco, y yo, se lo concedí. ¡Y su­cedió lo que sucedió!

Pero cuándo mi hija mayor regre­só sola, le pregunté dónde estaba su hermana. Y me contestó llorando, y acabó por decirme, sin cesar en sus- lágrimas: “Se me ha perdido en el zoco, y no he podido averi­guar qué ha sido de ella.” Eso fue lo que me dijo a mí. Pero no tardó en confiarse a su madre, y acabó por decirle en secreto la muerte de su hermana, asesinada en tu lecho por sus propias manos. Y desde en­tonces no cesa de llorar, y no deja de repetir día y noche: “¡Tengo que llorar hasta que me muera!” Y tus palabras, ¡oh hijo mío! no han hecho más que confirmar lo que yo sabía, probando que mi hija había dicho, la verdad. ¡Ya ves, hijo mío, cuán desventurado soy! De modo que he de expresarte un deseo y pedirte un favor, que confío no has de rehusar­me. Deseo ardientemente que entres en mi familia, y quisiera darte por esposa a mi tercera hija, que es una joven buena, ingenua y virgen, no tiene ninguno de los vicios de sus hermanas. Y no te pediré dote para este casamiento, sino que, al contra­río, te remuneraré con largueza, y te quedarás en mi casa como. un hijo.”

Entonces le contesté: “Hágase tu voluntad, ¡oh mi señor! Pero antes, como acabo de saber que mi padre ha muerto, quisiera mandar recoger su herencia.”

En seguida el gobernador envió un propio a Mossul, mi ciudad natal„ Para que en mi nombre recogiese la herencia dejada, por mi padre. Y efectivamente, me casé con la hija del gobernador, y desde aquel día todos vivimos aquí la vida más prós­pera y dulce.

Y tú mismo, ¡oh médico! has podi­do comprobar con tus propios ojos cuán amado y honrado soy en esta casa. ¡Y no tendrás en cuenta la descortesía que he cometido contigo durante toda mi enfermedad ten­diéndote la mano izquierda, puesto que me cortaron la derecha!”

En cuanto a mí -prosiguió el médico judío-, mucho me maravilló esta historia, y felicité al joven por haber salido de aquel modo de tal aventura. Y él me colmo de presen­tes y me tuvo consigo tres días en palacio, y me despidió cargado de riquezas y bienes.

Y entonces me dediqué a viajar y a recorrer el mundo, para perfec­cionarme en mi arte. Y he aquí que llegué a tu imperio, ¡oh rey esplén­dido y poderoso! Y entonces fue cuando la noche pasada me ocurrió la desagradable aventura con el joro­bado. ¡Tal es mi historia!

Entonces el rey de la China dijo: “Esa historia, aunque logró intere­sárme, te equivocas, ¡oh médico, porque no es tan maravillosa ni sorprendente como la aventura del jorobado; de modo que no me queda más que mandaros ahorcar a los cuatro, y principalmente a ese mal­dito sastre; que es causa y principio de vuestro crimen.”

Oídas tales palabras, el sastre se adelantó entre las manos del rey de la China, y dijo: “¡Oh rey lleno de gloria! Antes de mandarnos ahor­car, permíteme hablar a mí también y te referiré una historia que encierra cosas más extraordinarias que todas las demás historias juntas, y es más prodigiosa que la historia misma del jorobado.”

Y él rey de la China dijo: “Si dicen la verdad, os perdonaré a todos. Pero ¡desdichado de ti si me cuentas una historia poco interesante y des­provista de cosas sublimes! Porque no vacilaré entonces en empalaros a ti y a tus tres compañeros, hacien­do que os atraviesen de parte a parte, desde la base hasta la cima.” Entonces el sastre dijo:

RELATO DEL SASTRE

“Sabe, pues, ¡oh rey del tiempo! que antes de mi aventura con el jorobado me habían convidado en una casa donde se daba un festín a los principales miembros de los gremios de nuestra ciudad: sastres, zapateros, lenceros, barberos, car­pinteros y otros.

Y era muy de mañana. Por eso, desde el amanecer, estábamos todos sentados en corro para desayunar­nos, y no aguardábamos más que al amo de la casa, cuando le vimos entrar acompañado de un joven fo­rastero, hermoso, bien formado, gentil y vestido a la moda de Bag­dad. Y era todo lo hermoso que sé podía desear, y estaba tan bien vesti­do como pudiera imaginarse. Pero era ostensiblemente cojo. Luego que entró adonde estábamos; nos deseó la paz, y nos levantamos todos para devolverle su saludo. Después íbamos a sentarnos, y él con nosotros, cuan­do súbitamente le vimos cambiar de color y disponerse a salir. Entonces hicimos mil esfuerzos para detenerle entre nosotros. Y el amo de la casa insistió mucho y le dijo: “En verdad, no entendemos nada de esto. Te ruego que nos digas qué motivo te imputa a dejarnos.”

“Entonces el joven respondió: “¡Por Alah te suplico, ¡oh mi señor! que no insistas en retenerme! Porque hay aquí una persona que me obliga a retirarme, y es, ese barbero que está sentado en medio de vosotros.”

Estas palabras sorprendieron extra­ordinariamente al amo de la casa, y, nos dijo: “¿Cómo es posible que a este joven, que acaba de llegar de Bagdad, le moleste la presencia de ese barbero que está aquí?” En­tonces todos los convidados nos dirigimos al joven, y le dijimos: “¡Cuéntanos, por favor, el motivo de tu repulsión hacia ese barbero.” Y él contestó: “Señores, ese bar­bero de cara de alquitrán y alma de betún fue la causa de una aven­tura extraordinaria que me suce­dió en Bagdad, mi ciudad, y ese maldito tiene también la culpa de que yo esté cojo. Así es que he jura­do no vivir nunca en la ciudad en que él viva, ni sentarme en sitio en donde él se sentara. Y por eso me vi obligado a salir de Bagdad, mi ciudad, para venir a este país lejano. Pero ahora me lo encuentro aquí. Y por eso me marcho ahora mismo, y ésta noche estaré lejos de esta ciudad, para no ver a ese hom­bre de mal agüero.”

  Y al oírlo, el barbero se puso pálido, bajó los ojos y no pronunció palabra. Entonces insistimos tanto, con el joven, que se avino a con­tarnos de este modo su aventura con el barbero.
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