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LLUVIA, LLUVIA, VETE LEJOS           ★★★★
LLUVIA, LLUVIA, VETE LEJOS
作者:未知 文章来源:互联网 点击数: 更新时间:2007-09-10 14:36:00

—Ahí está otra vez —decía Lillian Wright, colocando las celosías de la manera más conveniente para mirar—. Ahí está, George. —¿Quién está ahí? —preguntó el marido, intentando conseguir el contraste adecuado en el televisor, para poder contemplar a gusto el partido de béisbol. —La señora Sakkaro —respondió la mujer, y luego, para evitar el inevitable: «¿Quién es la señora Sakkaro?», añadió precipitadamente—: Son los nuevos vecinos, ¡por amor de Dios! —¡Ah! —Tomando un baño de sol. Siempre tomando baños de sol. Me pregunto dónde estará su chico. Suele estar fuera de casa, en un día bueno como éste, allí en aquel patio tan grande que tienen, tirando la pelota contra las paredes de la casa. ¿No le has visto nunca, George? —Le he oído. Es una variante del tormento chino del agua. ¡Bang! contra la pared, ¡biff! en el suelo, ¡plaff! en la mano. Bang, biff, plaff, bang, bilf, plaff... —Es un muchacho agradable, tranquilo y bien educado. Ojalá Tommie trabara amistad con él. Además, tiene la edad conveniente; unos diez años, diría yo. —No sabía que Tommie tuviera dificultad en ganarse amigos. —Pues con los Sakkaro es difícil hacer amistad. ¡Viven tan retraídos! Ni siquiera sé a qué se dedica el señor Sakkaro. —¿Para qué has de saberlo? A nadie le importa un pepino lo que haga ese hombre. —Es raro que nunca le vea salir a trabajar. —A mí nadie me ve salir yendo al trabajo. —Tú te quedas en casa y escribes. ¿Y él? ¿Qué hace? —Me atrevería a decir que la señora Sakkaro sabe qué hace el señor Sakkaro, y que está muy consternada porque no sabe qué hago yo. —¡Oh, George! —Lillian se apartó de la ventana y dirigió una mirada de disgusto a la televisión (Schoendienst estaba en el puesto de bateador). Creo que deberíamos hacer un esfuerzo; sí, los vecinos deberíamos hacerlo. —¿Qué clase de esfuerzo? —Ahora George estaba cómodamente sentado en el canapé, con una «Coca Cola» de las grandes en la mano, recién abierta y con el líquido casi convertido en escarcha. —El de conocerlos bien. —Oye, ¿no la conociste cuando se trasladaron aquí? Me dijiste que fuiste a visitarla. —Sí, le dije: «Hola»; pero ella se metió dentro, y como todavía tenían la casa en desorden, no podía pasar de eso, de decirle «Hola». Pero hace ya más de dos meses que están, y todavía no hemos pasado de un «hola» de vez en cuando... ¡Es tan rara! —¿De veras? —Siempre está mirando al cielo. La he visto en esa actitud un centenar de veces, y basta que haya la menor nube en el firmamento para que no salga. Un día que el chico estaba fuera, jugando, le gritó que entrase, diciendo que iba a llover. Yo la oí y pensé: «¡Santo Dios! ¿Quién lo diría? Y yo que tengo la ropa tendida...» De modo que salí corriendo y, ¿sabes?, hacía un sol deslumbrante. Ah, sí, había unas nubecillas; pero nada, en realidad. —¿Llovió más tarde? —Claro que no. Había salido corriendo al patio por nada. George se había perdido entre dos blancos en la base y un fallo de los más enojosos, que provocaría una carrera. Calmados los ánimos y habiendo recobrado la compostura el lanzador de la pelota, George le gritó a Lillian, que estaba desapareciendo dentro de la cocina: —Bueno, como son de Arizona, me atrevería a decir que no distinguen las nubes que traen lluvia de las que no. Lillian regresó a la sala con un repicar de tacones altos. —¿De dónde? —De Arizona, dice Tommie. —¿Y cómo lo sabe Tommie? —Habló con aquel muchacho, entre manotazo y manotazo a la pelota, me figuro, y el chico le dijo que habían venido de Arizona; pero en aquel momento lo llamaron para que entrase en casa. Al menos Tommie dice que era Arizona... o quizá Alabáma, o algo que suena por el estilo. Ya conoces a Tommie y su falta absoluta de memoria. Pero si están tan preocupados por el tiempo, me figuro que procederán de Arizona y no saben gozar de un buen clima lluvioso como el nuestro. —¿Cómo no me lo dijiste? —Porque Tommie me lo ha dicho esta mañana, precisamente, y porque he pensado que te lo habría contado también a ti, y a decir verdad, porque pensaba que serías capaz de llevar una existencia normal incluso en el caso de que no te enterases nunca, Puaf... La pelota había salido volando hacia la parte indicada del campo para que el lanzador pudiera dar por terminada su actuación. Lillian regresó junto a sus celosías y dijo: —Sencillamente, he de intentar conocerla. Parece muy simpática... ¡Oh, mira eso, George! George no miraba otra cosa que el televisor. —Sé que está absorta mirando aquella nube —añadió Lillian—. Y ahora se meterá dentro de casa. Seguro. Dos días después, George fue a la biblioteca en busca de datos, y volvió a casa con un cargamento de libros. Lillian le saludó radiante de satisfacción. —Bueno. Mañana no harás nada —exclamó. —Eso parece una aseveración, no una pregunta. —Es una aseveración. Saldremos con los Sakkaro; Iremos al parque Murphy. —Con... —Con nuestros vecinos, George. ¿Cómo es posible que no recuerdes nunca su nombre? —Soy un superdotado. ¿Y cómo ha sido? —Simplemente, esta mañana he ido a su casa y he tocado el timbre. —¿Tan fácilmente? —No ha sido fácil. Ha sido duro. Allí me tenías, temblando de puro nerviosismo, con el dedo apoyado en el timbre; hasta que se me ha ocurrido pensar que era más cómodo tocar el timbre que esperar a que abriesen la puerta y me sorprendieran plantada allí, como una tonta. —¿Y no te ha echado a puntapiés? —No. Ha sido muy afectuosa. Me ha invitado a entrar, me ha reconocido en seguida y me ha dicho que estaba muy contenta de que hubiera ido a visitarla. Ya sabes. —Y tú le has propuesto que fuésemos al parque Murphy. —Sí. He pensado que si proponía algo que pudiera significar una diversión para los niños, le seria más fácil aceptar. No querría perder una buena oportunidad para su chico. —Psicología maternal. —Pero deberías ver su casa. —¡Ah! La visita tenía un objetivo. Ahí está. Querías realizar una exploración completa. Pero, por favor, ahórrame los pequeños detalles. No me interesan los cubrecamas, y puedo pasarme lo mismo sin saber las dimensiones de los armarios. El secreto de la felicidad de aquel matrimonio estaba en que Lillian no le hacía el menor caso a George. En consecuencia, se metió en pequeños detalles, describió meticulosamente los cubrecamas, y le dio noticia detalladísima de las dimensiones de los armarios. —¡Y limpio...! No había visto jamás una vivienda tan inmaculada. —Entonces, si tienes mucho trato con ella, te marcará unas normas imposibles y, en defensa propia, tendrás que renunciar a su amistad. —Tiene una cocina —continuó Lillian, ignorándole por completo— tan relucientemente limpia que no parece posible que la utilice nunca. Le he pedido un vaso de agua, y lo ha sostenido bajo el grifo con tal perfección que no se ha derramado ni una gota sobre el fregadero. Y no era afectación. Lo ha hecho con tal naturalidad que he comprendido que siempre lo hace así. Y cuando me ha dado el vaso, lo sostenía envuelto en una servilleta limpia. Con la asepsia de una clínica. —Debe de ser un tormento para sí misma. ¿Aceptó sin titubeos y al instante la invitación de salir con nosotros? —Pues... al instante no. Ha preguntado a su marido qué previsión había para el tiempo, y él le ha contestado que todos los periódicos decían que mañana haría buen tiempo, pero que aguardaba el último parte de la radio. —Todos los periódicos lo decían, ¿eh? —Naturalmente, todos publican el parte meteorológico oficial; de modo que todos coinciden. Pero creo que están suscritos a todos los periódicos. Al menos me he fijado en el paquete que deja el muchacho... —No se te pasan muchos detalles por alto, ¿verdad? —De todos modos —replicó Lillian con aire severo—, ha telefoneado a la Oficina Meteorológica y les ha pedido el último parte y se lo ha comunicado, a gritos, a su marido, y ambos han dicho que nos acompañarían, aunque advirtiendo que si se produjeran cambios inesperados en el tiempo, nos telefonearían. —Muy bien. Entonces, iremos. Los Sakkaro eran jóvenes y agradables, morenos y guapos. Mientras bajaban por el largo paseo desde su casa hacia donde aguardaba el coche de los Wright, George se inclinó hacia su esposa y le susurró al oído: —De modo que el motivo de tanto interés es él. —Ojalá lo fuera —replicó Lillian—. ¿No es un bolso aquello que lleva? —Una radio de bolsillo. Para escuchar los partes meteorológicos, apuesto. El hijo de los Sakkaro venía corriendo tras ellos, blandiendo un objeto que resultó ser un barómetro aneroide, y los tres subieron al asiento trasero. La conversación se puso en marcha y duró, con un limpio peloteo sobre cuestiones impersonales, hasta el parque Murphy. El muchacho se mostraba tan cortés y razonable que hasta Tommie Wright, incrustado entre sus progenitores en el asiento delantero, se sintió arrastrado por el ejemplo a mantener una apariencia de civilización. Lillian no recordaba cuándo hubiera gozado de un paseo en coche tan serenamente agradable. Y no la inquietaba lo más mínimo el hecho de que, si bien apenas audible bajo el chorro continuo de la conversación, la radio del señor Sakkaro seguía abierta, aunque nunca le viese acercársela al oído. En el parque Murphy hacia un día delicioso; caliente y seco, pero sin un calor excesivo, y animado por un sol resplandeciente en un cielo azul, muy azul. Ni siquiera el señor Sakkaro, a pesar de estar inspeccionando continuamente todos los rincones del firmamento con mirada atenta y fijar luego un ojo penetrante en el barómetro, parecía encontrar motivo de queja. Lillian acompañó a los dos muchachos a la sección de diversiones y compró los billetes suficientes para que ambos pudieran gozar de todas y cada una de las emociones centrífugas que el parque ofrecía. —Por favor —le dijo a la señora Sakkaro, que no quería permitirlo—, deje que esta vez invite yo. Le prometo que la próxima dejaré que invite usted. Cuando regresó, George estaba solo. —¿Dónde...? —preguntaba ella. —Allá abajo, en el puesto de los refrescos. Les he dicho que te esperaría aquí y nos reuniríamos con ellos. —Él parecía sombrío. —¿Pasa algo? —No, en realidad no; excepto que pienso que ese hombre debe de ser riquísimo. —¿Qué? —No sé cómo se gana la vida. He insinuado... —¿Quién es el curioso ahora? —Lo hice por ti. Me ha dicho que se dedica, simplemente, a estudiar la naturaleza humana. —¡Qué filosófico! Eso explicaría aquellos montones de periódicos. —Sí, pero teniendo a un hombre guapo y rico en la puerta de al lado, parece como si también a mí me marcaran unos modelos imposibles. —No seas tonto. —Ah, y no procede de Arizona. —¿No? —Le he dicho que había tenido noticia de que era de Arizona. Ha parecido tan sorprendido que se ha visto claramente que no es de allá. Después se ha puesto a reír y me ha preguntado si tiene el acento de Arizona. Lillian comentó pensativamente: —Sí, tiene un acento especial. En el suroeste hay muchísima gente que desciende de españoles, de modo que, en fin de cuentas, podría proceder de Arizona. Sakkaro podría ser un apellido español. —A mí me suena a japonés... Vamos, nos están haciendo señas. ¡Oh, buen Dios, mira lo que han comprado! Cada uno de los miembros de la familia Sakkaro tenía en las manos tres palos de algodón de azúcar, grandes volutas de espuma rosada consistente en hebras de azúcar obtenidas a partir de un jarabe como escarcha que habían batido en un recipiente caliente. Era una golosina de sabor dulce que se desvanecía en la boca y le dejaba a uno todo pegajoso. Los Sakkaro ofrecieron uno de aquellos bastones a cada uno de los Wright, y éstos, por pura cortesía, aceptaron. Luego probaron suerte con los dardos, en esa especie de póquer en que unas bolas han de rodar hacia unos hoyos, y en derribar cilindros de madera de encima de unos pedestales. Se retrataron, grabaron sus voces y probaron la fuerza de sus manos. Al cabo de un rato, recogieron a los chicos, que habían quedado reducidos a un gozoso estado de diarrea y de entrañas irritadas, y los Sakkaro acompañaron inmediatamente al suyo al puesto de los refrigerios. Tommie insinuó la posibilidad de prolongar sus placeres adquiriendo un «perro caliente», y George le dio un cuarto de dólar. Tommie salió corriendo en pos de los vecinos. —Francamente, prefiero quedarme aquí —dijo George—. Si les veo mordisquear otro palo de algodón de azúcar me pondré verde y me darán arcadas. Si no se han comido una docena cada uno, me la como yo. —Lo sé, y ahora están comprando un puñado para el chico. —He invitado al marido a despachar un par de hamburguesas mano a mano; pero él ha puesto mala cara y ha meneado la cabeza. Claro, una hamburguesa no es gran cosa; pero después de tanto algodón de azúcar habría de parecer un festín. —Lo sé. Yo le he ofrecido una naranjada a ella, y, por el salto que ha dado al decir que no, habrías pensado que se la había arrojado a la cara... Sin embargo, me figuro que no habían estado nunca en un lugar como éste y necesitan un tiempo para adaptarse a la novedad. Se hartarán de algodón de azúcar y luego se pasarán diez años sin probarlo. —Sí, es posible. —Y fueron a reunirse con los Sakkaro—. Mira, Lil, se está nublando. El señor Sakkaro sostenía el aparatito de radio junto al oído y miraba ansiosamente hacia el Oeste. —Oh, oh, lo ha visto —dijo George—. Te apuesto cincuenta contra uno a que querrá irse a casa. Los tres Sakkaro se le echaron encima, muy corteses, pero insistentes. Lo sentían en extremo, lo habían pasado maravillosamente, imponderablemente bien, y los Wright habrían de ser sus invitados tan pronto como pudieran arreglarlo; pero ahora, de veras, tenían que irse a casa. Se acercaba una tormenta. La señora Sakkaro gemía y lloriqueaba diciendo que todos los partes de la radio habían anunciado buen tiempo. George intentó consolarlos. —Es difícil predecir una tormenta local; pero, aún en el caso de que viniera, y es posible que no, no duraría más de media hora a lo sumo. Explicación que puso al menor de los Sakkaro a punto de derramar lágrimas, e hizo temblar visiblemente la mano de la señora Sakkaro, que sujetaba un pañuelo. —Volvamos a casa —concluyó George—, resignado. El viaje de regreso parecía prolongarse interminablemente. La conversación brillaba por su ausencia. Ahora la radio del señor Sakkaro bramaba con fuerza, mientras su dueño sintonizaba una emisora tras otra, dando cada vez con un parte meteorológico. En estos momentos todos hablaban de «aguaceros locales». El pequeño Sakkaro se quejó con un hilo de voz de que el barómetro estaba bajando, y la señora Sakkaro, con el mentón apoyado en la palma de la mano, contemplaba el cielo con mirada lúgubre y le pedía a George si podía hacer el favor de correr más. —No parece muy amenazador, ¿verdad que no? —comentaba Lillian en un cortés intento de identificarse con el estado de ánimo de su invitada. Aunque luego George le oyó murmurar entre dientes: —¿Qué te parece? Cuando entraron en la calle en que vivían, se había levantado un viento que empujaba el polvo formado en semanas de no llover, y las hojas susurraban con acento amenazador. Un relámpago cruzó el firmamento. —Amigos míos, dentro de un par de minutos estarán en casa —prometió George—. Lo conseguiremos. Paró ante la puerta de la verja que daba acceso al espacioso patio de los Sakkaro y saltó del coche para abrir la portezuela trasera. Creyó recibir una gota de lluvia. Llegaban justo a tiempo. Los Sakkaro bajaron precipitadamente, las caras estiradas por la tensión, murmurando unas frases de agradecimiento, y se lanzaron a la carrera hacia el largo paseo que llevaba a la puerta de la fachada. —¿Qué te parece? —empezó Lillian—. Uno diría que son de... Los cielos se abrieron y la lluvia descendió en forma de gotas gigantes, como si se hubiera reventado de pronto alguna presa celestial. Un centenar de palos de tambor repicaban sobre la capota del coche... Y a mitad de camino de la puerta de su casa, los Sakkaro se habían parado y levantaban la vista al cielo con aire desesperado. Bajo el azote de la lluvia, sus rostros se disolvían; se disolvieron y contrajeron y resbalaron hacia el suelo. Los tres cuerpos se reducían, desplomándose dentro de las ropas, que se deshincharon sobre el suelo, formando tres montoncitos mojados y pegajosos. Y mientras los Wright continuaban sentados en su coche, transfigurados de horror, Lillian fue incapaz de reprimirse y dejar de terminar el comentario iniciado: —... que son de azúcar y tienen miedo de disolverse.
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